Por: Mayor General (RP) William René Salamanca Ramírez
A esta hora, unos 300.000 niños, de al menos una veintena de países, entre ellos Colombia, arrastran los fusiles de la guerra. La mayoría tiene que participar de manera directa en combates; otros, sembrando minas antipersona, recolectando hoja de coca o efectuando labores de exploración de terreno, mensajería o espionaje; unos más, dedicados a cargar pertrechos y provisiones o cumplir obligaciones domésticas y, lo peor, otros tantos, esclavizados con fines sexuales.
Son los menores de edad a quienes la humanidad recordó ayer en el Día Mundial contra el Uso de Niños Soldados, que se conmemora desde 2012 a instancias del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), con el propósito de erradicar este delito de lesa humanidad.
Infortunadamente, nuestro país, junto con Burkina Faso, República Centroafricana, Camerún, Chad, República Democrática del Congo, Malí, Mauritania y Níger, hace parte de ese grupo de naciones donde el fenómeno del reclutamiento forzado arruina la vida de miles de niños, niñas, adolescentes y jovencitos.
A diario se siguen denunciando casos de esta aberrante práctica a lo largo y ancho de país, en especial por cuenta del Eln, las disidencias de las Farc, el Epl, el ‘Clan del Golfo’ y hasta las pandillas o combos.
Ya en el informe ‘Dinámica del reclutamiento forzado de niños, niñas y adolescentes en Colombia’, presentado en 2020 por el entonces defensor del Pueblo, Carlos Negret, se advertía en 51 documentos que el Eln intentaba reclutar niños en Antioquia, Arauca, Bolívar, Caldas, Casanare, Cauca, Chocó, Córdoba, Guainía, Nariño, Norte de Santander, Tolima y Valle del Cauca e incluso en Bogotá.
Otros 50 archivos señalaban a las disidencias como posibles responsables de este crimen en 42 municipios de Antioquia, Arauca, Bolívar, Caquetá, Casanare, Cauca, Chocó, Córdoba, Guainía, Guaviare, Huila, Meta, Nariño, Norte de Santander, Putumayo, Risaralda, Tolima, Valle del Cauca y Vaupés, y la Capital de la República.
Y 17 documentos más revelaban que otros Grupos Armados del Crimen Organizado tenían en la mira a jovencitos de Bogotá y los departamentos de Antioquia, Bolívar, Cauca, Chocó, Córdoba, La Guajira, Nariño, Norte de Santander, Putumayo y Tolima.
Cada alerta temprana denota que el flagelo no desapareció con la firma del acuerdo de paz, sino que se viene transformando. Incluso, pese a que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) estableció que las Farc enlistaron a más de 18.600 niños y niñas entre 1996 y 2016, los desmovilizados cabecillas aún no han aceptado públicamente que fue una práctica sistemática; razón por la cual esta semana la Procuraduría General de la Nación los conminó a hacerlo y pedirles perdón a las víctimas y al pueblo colombiano. En ese aspecto, es relevante que el alto tribunal haya respondido de inmediato al citar para mayo y septiembre próximos a sus máximos dirigentes.
Los resultados de las indagaciones serán, sin duda, un buen punto de partida para avanzar en el desmantelamiento de una vieja y aberrante práctica que, tal como lo señala el Centro Nacional de Memoria Histórica, tiene su origen en las “condiciones sociales, comunitarias, familiares e individuales, a nivel territorial que, sumadas a la inserción y presencia de los actores armados, han desencadenado en el reclutamiento, la utilización y la permanencia de niños, niñas y adolescentes”.
Esta triste realidad la comprobé y combatí sobre el terreno durante mis 38 años de experiencia policial. En la práctica, los violentos siguen utilizando los mismos métodos de reclutamiento forzado. En primer lugar, se aprovechan de las condiciones de miseria y pobreza en que viven millones de nuestros compatriotas para ofrecerles a nuestros niños una supuesta mejor vida, para ellos y demás familiares, a cambio de engrosar sus filas.
Con tal fin, recurren a dádivas y regalos, como lo hicieron en diciembre pasado cabecillas del Frente 33 de las disidencias en la abandonada y conflictiva zona del Catatumbo, al entregarles desde celulares y balones hasta juguetes que solo se ven en los almacenes de pueblos y ciudades.
Pero si este perverso mecanismo de persuasión no funciona, de inmediato recurren al chantaje, que implica obligarlos a ingresar a estas organizaciones a cambio de no desterrar a sus seres queridos o atentar contra ellos. Y un tercer método radica en convertirlos en una forma de pago de los ‘impuestos’ exigidos por los delincuentes y que sus padres no están en capacidad de cumplir.
Todos terminan en las mal llamadas ‘escuelas de cursantes’, como las descubiertas recientemente en Caquetá, Guaviare y Meta, donde los cabecillas ‘Gentil Duarte’ e ‘Iván Mordisco’ adoctrinan a humildes campesinos e indígenas.
Este flagelo es uno de los principales retos a enfrentar por el nuevo Presidente de Colombia, que debe obligatoriamente hacer parte de una Nueva Política Integral de Seguridad, con énfasis en convivencia y cambio climático, cuya columna vertebral tiene que ser la recuperación del control territorial y la aplicación del Estado Social de Derecho.
Debe ser una Política enmarcada en la Declaración del Milenio del año 2000 y los Principios de París, mediante los cuales se firmaron acuerdos para la creación de planes y programas que permitan el pronto rescate de las víctimas, de las cuales más de 100 mil ya regresaron a casa gracias a la labor de Unicef y 108 Estados. Sin embargo, es claro que la totalidad de países y gobiernos están en la obligación de involucrarse para poner fin a este crimen que nos avergüenza como seres humanos.
En ese sentido, destacable el encuentro de esta semana en el departamento del Cauca entre voceros indígenas y una nutrida delegación internacional de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid) y las embajadas de Alemania, Noruega, Suiza e Irlanda, para analizar la creciente violación de derechos humanos que viven los pueblos aborígenes, los cuales denunciaron el reclutamiento de más de 270 jóvenes en los últimos dos años.
De ahí que lo primero que debemos hacer es fortalecer la Comisión Intersectorial para la Prevención del Reclutamiento, la Utilización y la Violencia Sexual contra Niños, Niñas y Adolescentes (Ciprunna), de la cual poco o nada sabemos sobre su funcionamiento, pese a que 22 entidades estatales hacen parte de ella.
En nuestro criterio, el nuevo gobierno debería nombrar al frente de la Ciprunna a un experto de alto nivel, con la capacidad, el liderazgo y la injerencia suficientes para aplicar el capítulo de la Nueva Política Integral de Seguridad tendiente a prevenir y enfrentar de manera disruptiva el reclutamiento forzado, y así ofrecerle al país resultados contundentes en los primeros 100 días de administración, con un seguimiento permanente.
También es de vital importancia que la JEP avance en el Caso 07, ‘Reclutamiento y utilización de niños y niñas en el conflicto armado’, abierto en 2019 con base en 8000 casos documentados por la Fiscalía General de la Nación.
Esta investigación no solo nos permitirá encontrar a las víctimas y determinar quiénes fueron objeto de tortura, desplazamiento, abortos y amenazas, sino intentar comprometer a los distintos actores armados ilegales a abandonar esta práctica que no tiene justificación alguna en la Colombia moderna.
A su vez, las familias están llamadas a hacer hasta lo imposible por eliminar toda manifestación de violencia contra nuestros niños, protegerlos y denunciar en tiempo real cualquier intento por reclutarlos para la comisión de las distintas manifestaciones del crimen organizado. La sociedad en su conjunto debe tener más que claro que un jovencito en armas es, ante todo, una víctima de la pobreza, el abandono y el olvido, a quien es prioritario restablecerle sus derechos.
A nuestros apreciados niños, la invitación es a no callar y denunciar ante su familia, profesores, amigos o instituciones cualquier insinuación que intente arrastrarlos hacia un mundo que deja secuelas físicas y mentales irreparables, no solo en las víctimas, sino en toda la sociedad.