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Los peligros de Escazú

por El Expediente
septiembre 12, 2020
en Opinión
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Antifa: violencia juvenil al extremo
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Por: María Fernanda Cabal

El pasado 6 de agosto, la Mancomunidad Regional Amazónica de Perú expidió un comunicado expresando su rechazo a la aprobación del Acuerdo de Escazú, por parte del Congreso de la República de ese país.

Los Gobiernos Regionales de Loreto, Amazonas, San Martín, Ucayali, Huánuco y Madre de Dios, señalaron que dicho Tratado resultaba “lesivo para la región Amazónica” y anunciaron que “defenderán la soberanía plena sobre sus recursos naturales, de modo que estén al servicio del desarrollo nacional y el bienestar de los pueblos”.

¿Por qué los gobernadores indígenas se manifestaron en contra de un Acuerdo que supone un “nuevo modelo de gobernanza” y “mejores estándares en democracia ambiental”?

A primera vista, el contenido del Tratado se percibe como un manual de buenas prácticas ambientales; orientado hacia el logro de estándares en cuanto a la transparencia en la gestión del territorio, para garantizar un mejor futuro a las nuevas generaciones.

La iniciativa está afincada en tres pilares fundamentales: el derecho de acceso a la información, a la participación pública y a la justicia; que ya existen en el Derecho interno y que además, están contemplados en los Artículos 13, 23 y 25 de la Convención Americana.

Sin embargo, de llegarse a ratificar Escazú, cualquier acción podrá ser judicializada no sólo internamente sino en tribunales internacionales, por afectar “los derechos humanos ambientales”.

La CEPAL, como organismo de la ONU, y promotor del Acuerdo, sabe que ésta fusión de derechos somete al país a la jurisdicción de instancias internacionales que decidirán sobre la gestión de nuestro territorio.

Como agravante, está el sentido del concepto de la palabra “público” -Artículo 2 del Acuerdo-, que define quiénes pueden ser destinatarios de dichos derechos establecidos en el Tratado. Éstos son personas físicas o jurídicas, asociaciones y organizaciones -ONGs- nacionales y extranjeras; que NO necesitan contar con personería jurídica, por considerar que podrían ser sujetos a persecución por parte de las autoridades del Estado.

Por ejemplo, si una empresa quisiera expandir su actividad económica en Colombia y realiza una considerable inversión de dinero, obtiene todos los permisos, cumple los requisitos que exige la Ley, adopta compromisos contractuales tanto con el Estado como con los socios comerciales y, además, coordina con las comunidades y autoridades locales competentes para la ejecución de dicha expansión; su actividad podría ser interrumpida en cualquier momento por una denuncia que invoque el “principio precautorio”, sin necesidad de mayor sustento probatorio, ante una autoridad jurisdiccional. De no lograr su cometido, podrá dirigirse a la Comisión Interamericana para frenar la actividad a través de una media cautelar, o a la Corte Interamericana a través de una medida provisional. Bloqueando indefinidamente el proyecto y ahuyentando cualquier inversión que implique una posible afectación al medio ambiente.

Los propietarios, empresarios o el Estado mismo, deberán responder contra estos ‘defensores’ en caso de ser condenados local o internacionalmente. Y con ello, se compromete cualquier capacidad de desarrollo del país.

Dicen sus defensores que “no es un Acuerdo globalista y mucho menos habrá una cesión de soberanía”. Sin embargo, no sólo la jurisdicción interamericana entra aquí, sino que además, en caso que un Estado parte demande a otro, terminará la disputa llegando hasta La Haya, a la Corte Internacional de Justicia.

En ambos escenarios, la última instancia será un tribunal supranacional. Basta ver el pésimo historial de Colombia en este tipo de litigios, donde no sólo hemos tenido que pagar multimillonarias indemnizaciones, sino que perdimos territorio, como en el caso de San Andrés y Providencia.

Bajo este esquema, las ONG cocaleras podrán utilizar el Acuerdo para argumentar que el Estado los perjudica en su prohibición respecto del cultivo de coca, hasta llegar a la CORIDH, y ahí el Gobierno Nacional no tendrá ninguna injerencia sobre asuntos tan importantes como la lucha contra el narcotráfico.

Peor aún, éstas organizaciones podrán argüir que las Fuerzas Armadas obstaculizan la participación pública, y las decisiones no las adoptarán jueces colombianos, sino que será éste tribunal internacional el que dictará sentencias sobre nuestra soberanía.

En cuanto a la progresividad, como mecanismo de “protección a futuro”, se basa en la premisa de la ‘equidad intergeneracional’, que se convierte en un pretexto subjetivo para limitar las posibilidades de la innovación en materia de productividad, con la excusa de garantizar “el bienestar de las próximas generaciones”. Desconociendo que toda acción humana genera una huella ambiental.

Finalmente, Escazú no permite que el Estado colombiano modifique, adicione o haga reservas en alguno de sus Artículos. Es todo o nada. Y, dadas las circunstancias particulares de nuestra nación, otorgar instrumentos formidables a organizaciones fundamentalistas es haber perdido la guerra sin haberla librado. Por algo será que ningún país desarrollado lo ha firmado.

En esta época donde todos deberíamos estar volcados a proponer medidas de reactivación económica, se presenta este Acuerdo de Escazú, que sepultará las iniciativas de inversión en Colombia y con ellas, el crecimiento económico que tanto necesitamos.

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