Por: Leandro Ramos
En ninguna parte, el ordenamiento jurídico del país convierte a los alcaldes en jefes de la Policía Nacional (esa expresión, en la Ley 4 de 1991, antecede a la Constitución). Los policías uniformados de Colombia hacen parte de una organización estatal del orden nacional. Desde el patrullero hasta el subdirector de la Policía Nacional, todos se encuentran subordinados funcionalmente a la respectiva cadena interna de mando y control que asciende hasta el director general; quien a su vez obedece directamente al ministro de defensa y al presidente de la república.
La Constitución y el Código Nacional de Policía y Convivencia (al cual en mala hora le cambiaron el título) especifican que los alcaldes son la primera autoridad de policía. No dice que son los “jefes” de los policías uniformados. El significado y el alcance de esta expresión se desarrollan con claridad en el conjunto normativo.
El concepto de policía hace parte además de la teoría de Estado (desde sus orígenes en la “ciencia de policía” alemana del siglo XVII, pasando por el cameralismo, siglo XVIII, hasta la moderna administración pública); exige dominar el derecho especializado en la materia; y es inseparable su comprensión de la teoría urbana, la demografía, la epidemiología o la “biopolítica”, entre otras.
Son tres los significados del título asignado a un alcalde como primera autoridad de policía. El primero, el alcalde mismo es una autoridad de policía, de carácter civil y con funciones concretas. Segundo, es primera autoridad porque es el primero que debe responder y atender las infracciones a la convivencia. Tercero, porque es el primero entre las restantes autoridades civiles de policía de su municipio; estos sí sus subordinados: los secretarios de despacho o directores de entidades en ámbitos de la gestión local.
La convivencia, que es el ámbito de acción que le corresponde a un alcalde, refiere a aquellos comportamientos circunscritos al ejercicio aceptado de derechos y libertades de las personas en el espacio público; los cuales ocurren característicamente en entornos urbanos, según múltiples y complejos tipos de contactos entre personas que no se conocen (como ocurre en los medios de transporte) o apenas se conocen (vecinos).
El arreglo funcional que tenemos en el país en este ámbito, aunque imperfecto, es claro, sencillo y efectivo. Las autoridades civiles de policía de una alcaldía son quienes deberán conseguir, en tanto que “primeros respondedores”, que se respeten las regulaciones sobre los ámbitos de la convivencia, mediante medidas administrativas, de políticas o de educación. La típica tarea universal de funcionarios civiles o inspectores organizando el funcionamiento de la ciudad. Si han sido vagos en estas materias, nunca es tarde para estudiarlas.
De ahí que las órdenes de un alcalde a la policía uniformada solo surjan ante la necesidad de alcanzar la aplicación material, observable, de una ley que se está desobedeciendo. Es decir, esa “orden” equivale en realidad a una solicitud formal para que, ya sea por la disuasión o por el sometimiento con el uso de la fuerza, se logre vencer la resistencia al cumplimiento de una disposición legal.
En cualquier caso, la policía uniformada, con autonomía técnica para adelantar sus procedimientos, entra a hacer cumplir la determinación legal desafiada cuando los funcionarios de una alcaldía ya hicieron todo lo posible, con eficacia y capacidad, con el propósito de: acabar con una indebida ocupación del espacio público; cerrar una zona de rumba que perturba la tranquilidad de residentes; o levantar una invasión recurrente de un terreno público o privado, por ejemplo. Debería ser una orden excepcional, en consecuencia. Si un alcalde es efectivo, pocas veces necesitará de la fuerza pública para que se restablezca la convivencia.
La gran mayoría de los alcaldes entienden todo lo anterior sin problema, sin drama. No se les cruza por la cabeza actuar como “jefes” de los policías uniformados o proferir alaridos sobre cómo los uniformados tienen que utilizar sus medios específicos, incluida la fuerza.
Respecto a los ámbitos de la seguridad pública, los alcaldes serios saben que su papel no va más allá de brindar soportes informacionales o logísticos por el bien de su jurisdicción (edificaciones, vehículos); y son conscientes que su impacto directo es en verdad marginal. Tampoco creen que unos mimos les bajarán los homicidios y los delitos de alto impacto.
La represión y persecución de la delincuencia organizada, la criminalidad subversiva o el terrorismo, corresponden a dinámicas que solo están en capacidad de adelantar el gobierno nacional y la fiscalía, para lo cual pueden y deben convertir en agentes de apoyo a los gobernantes locales. Ver a alcaldes y sus equipos de “expertos” revisando las cifras de homicidios y delitos en consejos de seguridad es apreciar un cuadro de costumbrismo burocrático.
López afirma haber sido la redactora del Código Nacional de Policía y Convivencia. Sin embargo, no recuerdo que alguna vez haya asistido a una sola de las reuniones de la comisión de redacción del documento original, de la cual tuve el privilegio de hacer parte por cerca de dos años, bajo la dirección del brillante general retirado de la policía Fabio Arturo Londoño.
El documento que se presentó al Congreso de la República de entonces, pese a los intentos de altos funcionarios del gobierno Santos de convertirlo en una ley ampulosa, incoherente y sin dientes, fue reducido en su capacidad de regulación civilista por las desafortunadas modificaciones de congresistas de izquierda como López.
Habíamos precisado, por ejemplo, la obligación de solicitar permiso detallado para adelantar protestas (con el fin de prever soluciones para los que resultarían afectados), pero López consiguió modificarla por una simple notificación voluntaria de supuestos manifestantes. De ahí que la Alcaldía de Bogotá, ahora en manos de López, le notifique a sus habitantes que habrá, por ejemplo, una “marcha” denominada: “El norte se une o se quema”.
El Código, redactado como hoja de ruta para caminar con técnica y sin descanso hacia la instauración de un orden cívico y moderno de “interacción pacífica, respetuosa y armónica entre las personas, con los bienes y con el medio ambiente”, en todos los rincones del país, quedó pues herido en su efectividad luego de su paso por el Congreso y ha sido posteriormente golpeado varias veces por la Corte Constitucional.
Con todo, aún sobreviven sus disposiciones claves, que bien entendidas y aplicadas por alcaldes capaces, permitirán transformar en algo, en algún lado, nuestro desordenado modo de interactuar.