Por: William Soto
La decisión del Tribunal Superior de Bogotá, que absolvió al expresidente Álvaro Uribe Vélez de los delitos de soborno y fraude procesal, no solo marca un hito en este proceso, sino que también constituye una rectificación necesaria frente a los evidentes desaciertos cometidos por la juez de primera instancia, Sandra Heredia.
El Tribunal fue claro al exponer que la condena previa carecía de sustento probatorio sólido y se construyó sobre inferencias, valoraciones parciales y apreciaciones subjetivas de la prueba.
En un Estado de Derecho, esa clase de decisiones no solo vulnera la presunción de inocencia, sino que erosiona la legitimidad misma del sistema judicial. La justicia no puede descansar en intuiciones ni en interpretaciones emocionales del expediente.La juez Heredia incurrió en errores sustanciales al privilegiar versiones contradictorias, omitir análisis objetivos de la prueba técnica y construir una hipótesis condenatoria sin el debido soporte fáctico.
Tales yerros —hoy puestos en evidencia por el Tribunal— no son simples diferencias interpretativas, sino fallas graves que afectaron el núcleo esencial del debido proceso y del principio de imparcialidad judicial.
El pronunciamiento de segunda instancia, además de absolver, reivindica el verdadero alcance del principio in dubio pro reo, que no es una fórmula retórica sino un límite infranqueable al poder punitivo del Estado.
La Sala, al corregir lo actuado, devolvió el proceso a su cauce jurídico, demostrando que ninguna convicción personal o presión mediática puede reemplazar el deber de probar más allá de toda duda razonable.
Esta sentencia representa una advertencia institucional: el juez no puede ser un actor político ni un intérprete parcial de la realidad.
La función judicial exige rigor, prudencia y respeto por los derechos del procesado, no protagonismo ni concesiones a la opinión pública.
En ese sentido, el fallo del Tribunal Superior no solo restituye la inocencia de un ciudadano, sino que restablece la confianza en la justicia como garantía de equilibrio, racionalidad y legalidad. Lo que hoy se reivindica es la esencia del derecho penal garantista: sin verdad probada, no hay condena legítima.




