Por: Fernando Álvarez
Abelardo de la Espriella nació para ser noticia. No solo es un abogado intrépido que ejerce su litigio con audacia y contundencia, sino que ha logrado mezclar con plena conciencia cierta espectacularidad en sus lides. No tiene ningún problema para expresar sus opiniones políticas ni para decir y escribir lo que piensa hasta el punto de que algunos dirían que le encanta ser provocador. Es de derecha y es uno de esos uribistas de primera fila que no ahorran calificativos generosos hacia el expresidente Alvaro Uribe Vélez, ni escatima su prosa para construir poderosas frases que retratan a Uribe como un grande en la historia reciente de Colombia y un dique contra el comunismo.
Pero que tuviera una vena literaria no es ni mucho menos una percepción generalizada. Con el mismo ímpetu que grabó un disco haciendo gala de sus tonos de tenor interpretando clásicos italianos y exhibiendo como mínimo un buen grado de conocimiento de acordes y notas musicales, decidió adentrarse hace ya algunos meses en un tema en el que muchos se vienen quemando las pestañas y no han logrado brillar porque es muy fácil opacarse bajo la sombra de escritores y novelistas que pusieron un listón muy alto en calidad narrativa y y profundidad creativa que se han traducido en relatos de talla “Nobelezca“ al calor de la guayaba y bajo el influjo de desgarradoras historias cosechadas en un Macondo que funde magia y realidad y transmite dolor y nostalgia sin dejar de mostrar una luz al final del túnel.
En su libro de cuentos intitulado “Amores Criminales“, cuyo título es lo suficientemente sugestivo como para que me lo hayan robado por lo menos tres veces, propios y extraños, para usar un cliché pretensioso, deja ver una capacidad narrativa que logra atrapar al lector con sus crónicas de varias muertes anunciadas, mientras lo sumerge casi a la brava en un suspenso a veces con aire de viacrucis y sensación de angustia combinada con ansiedad finalista pero que termina por conseguir que su interlocutor prestado quede suspendido en el tiempo hasta que pueda descifrar, mediante el consumo voraz de las próximas líneas, el episodio criminal que se ha anticipado.
Sería abusivo poder decir que este compendio de cuentos es una pieza literaria porque sonaría como que yo aspirara a sentir que estoy en capacidad de ser un crítico en esa materia. Y como dicen las señoras, ya quisiera. Pero de lo que no hay duda es que su experiencia en las barandas le ha mostrado ciertos episodios dignos de ser abordados por juiciosos escribidores de aquellos que quisieran beber gustosos en las fuentes de un estilo característico de Agatha Cristi o de la imaginación y pluma visionaria de Edgar Alan Poe, de quien parece que por lo menos el autor si es buen alumno en temas de suspenso e intriga.
Un boxeador pendenciero, un periodista amarillista, un rico con problemas económicos y otros personajes aparentemente anodinos tejen sus casos de celos, amores y venganzas alrededor de mujeres distinguidas, en entornos de pandillas semiurbanas y mentes desbordadas por el dolor que permiten a De la Espriella construir narrativas que no distinguen ficción de realidad y mantienen al lector pendiendo de un hilo conductor que no da tregua en donde se presenta la muerte con dolo, o la retaliación, el odio y el amor, así como hasta una especie de eutanasia premeditada.
Es una obra de entretenimiento y preocupación bordada con apellidos turcos y nombres sonoros, paisajes costeños y ritmo vallenato que pone de presente lo fácil que es cruzar los límites del pensar hasta llegar al actuar criminal que se puede apoderar de la gente como uno.
Escenas de amargura y revanchismo, víctimas que traslapan su rol al de victimarios y juegos de la siquis que nos dejan en evidencia la vulnerabilidad humana y nos muestran qué tan cercanos pueden resultar este tipo de casos en una sociedad pacata, donde los prejuicios comandan la acción y los temores van más allá de los episodios sobrenaturales. Es una obra que no se logra escapar del significado de honor de los duelos mortales al estilo de Juan Sayago en Crónica de una Muerte Anunciada de Gabriel García Márquez pero que tampoco pretende evadir una cruda coexistencia inhumana con la muerte.