Por: Mayor General (RP) William René Salamanca Ramírez
Qué comienzo de año más desolador para nuestro amado país. En Arauca, 27 personas acribilladas y docenas de familias desplazadas, en medio de una batalla campal entre grupos al margen de la ley; en Cali, 13 policías heridos en un nuevo atentado terrorista; en Lejanías (Meta), otros dos uniformados ultimados a sangre fría en plena calle; en Magdalena, asesinada toda una familia; en Bogotá, un padrastro segó la vida de un niño de 8 años y un vecino enfurecido hizo lo propio con un joven universitario; en Floridablanca (Santander), un esposo mató a su señora y luego se quitó la vida; en Bello (Antioquia), una banda de secuestradores les había hecho cavar su propia tumba a tres rescatados…
A lo anterior se suman nuevos atracos masivos, como el ocurrido el pasado jueves, a plena luz del día, en un restaurante del norte de Bogotá, y otro registrado en una finca campestre, en la vía Melgar-Carmen de Apicalá, de donde los delincuentes se llevaron más de 50 millones de pesos.
Todo esto sucedía mientras el nuevo pico de la pandemia hace estragos y conocíamos que 2021 se convirtió en el año con más homicidios desde 2013, incluidas 93 masacres y más de 570 feminicidios; que el desplazamiento se incrementó en un 200 por ciento, al dejar 70 mil nuevas víctimas, y que batimos récord de quemados con pólvora en diciembre: 1052 afectados.
Pareciera que estuviésemos condenados a vivir en medio de un espiral de violencia que no solo nos enluta como sociedad, sino que ahuyenta la inversión extranjera y el turismo, máxime si tenemos en cuenta que, en 2021, en solo Medellín, perdieron la vida 18 extranjeros.
Las propias Naciones Unidas le pidieron esta semana al gobierno actuar ante la incesante ola de violencia que amenaza incluso la consolidación del proceso de paz.
¿Cuál es la solución? El problema radica en que nunca hemos contado con una verdadera Política Integral de Seguridad de Estado, con énfasis en convivencia ciudadana y cambio climático, sino que hemos venido aplicando una serie de fórmulas repetitivas, desarticuladas, incoherentes, reactivas y, lo peor, que intentan solucionar reclamos sociales con el uso exclusivo de la fuerza.
Es claro que con declaraciones altisonantes y posiciones guerristas no vamos a solucionar nada, ni mucho menos con los recurrentes consejos de seguridad, las consabidas recompensas, los anuncios de investigaciones exhaustivas y amenazando con el peso de una ley que no funciona, donde la impunidad es rampante y la corrupción afecta toda la institucionalidad y su credibilidad.
No podemos convertir en cotidianidad la prematura muerte de nuestros jóvenes soldados y policías. Sus padres, hermanos, esposas, hijos y demás colombianos los necesitamos vivos, ayudándonos a construir un mejor país. Tampoco podemos volver parte de nuestra triste realidad el asesinato de humildes trabajadores por robarles un celular o una bicicleta o el ser víctimas de atracos a mano armada incluso cuando estamos departiendo dentro de un restaurante. Algo tenemos que hacer de manera urgente para acabar con tanto dolor en nuestros hogares.
Por eso, si queremos salir del pantano de la violencia en que vivimos, lo primero que tenemos que hacer es entender que la seguridad es una de las necesidades básicas a satisfacer por el ser humano, transversal a todas sus actividades cotidianas, desde la vida dentro del hogar y la convivencia ciudadana, hasta la protección de nuestras fronteras.
Esa nueva Política Integral de Seguridad debe ser un propósito nacional, que cuente con una fluida y armoniosa coordinación institucional y una activa participación ciudadana, que, sin descuidar la seguridad y la defensa nacional, convierta en prioridad la convivencia ciudadana.
Ello implica efectuar los cambios institucionales que sean necesarios para transformar el aparato de justicia, acabar con el hacinamiento carcelario y modernizar la fuerza pública, en especial a la Policía Nacional, incluidas sus ocho Regionales y el reentrenamiento de la especialidad de vigilancia, la cual está en contacto directo con el ciudadano, para que trabaje a diario con la comunidad en prevenir y contrarrestar todos los comportamientos contrarios a la convivencia y las distintas manifestaciones del delito.
No es hora de dejar sola a nuestra Policía Nacional ante los desafíos que enfrentamos. Esta institución centenaria, patrimonio de todos los colombianos, debe seguir siendo la piedra angular para recuperar la seguridad en nuestras calles y vecindarios.
Con tal fin, es un imperativo vincular de manera mucho más efectiva al sector de la vigilancia privada, los gremios de la producción, la academia y las Organizaciones No Gubernamentales e invertir en tecnología de punta, porque es concluyente que si no nos ponemos el uniforme de la seguridad, todos seguiremos pagando consecuencias inimaginables.
Debe ser preventiva y reactiva. Preventiva, mediante la puesta en marcha de campañas educativas masivas y la creación de mecanismos de participación ciudadana eficaces para impedir el maltrato, el abuso sexual y la violencia intrafamiliar en sus distintas manifestaciones, y otros fenómenos, como el consumo de drogas y los delitos cibernéticos. Y reactiva, que contemple acciones eficaces de las autoridades para atender las denuncias, en especial de niños y mujeres, y castigar con severidad a los delincuentes.
Tiene que ser de carácter nacional, pero con aplicabilidad regional, diferencial y focalizada, acorde a las necesidades de cada comunidad, cuya primera misión será recuperar el control del territorio, porque espacio que no esté bajo la protección del Estado es proclive a caer en manos de los violentos, tal como ocurre en nuestras fronteras, especialmente en el Pacífico, Catatumbo y Arauca, por cuenta del enfrentamiento a muerte entre el Eln y las disidencias de las Farc en sus propósitos criminales de manejar las rutas del narcotráfico.
Precisamente, el fenómeno de las drogas, financiador del delito sin distingos ideológicos y motor de la corrupción, debe ocupar un capítulo especial de esta nueva estrategia, que contemple abrir el debate nacional e internacional sobre su despenalización y legalización, para tratarlo como lo que es: un problema de salud pública, que solo en Estados Unidos cobró la vida de más de 100 mil personas en el último año.
El control territorial también nos permitirá frenar fenómenos como el tráfico de precursores químicos y armas, los cultivos ilícitos, el contrabando, la inmigración, la minería ilegal, el tráfico de flora y fauna y la deforestación, fenómeno que en 2017 alcanzó la cifra récord de 220 mil hectáreas y en 2020 superó las 171 mil.
Desde este espacio hacemos un urgente llamado a los distintos candidatos presidenciales para que incluyan en sus programas de gobierno una estructurada Política Integral de Seguridad, que responda al clamor de una sociedad acorralada por el delito y la violencia, alimentados por la corrupción y la falta de liderazgo.
Son tiempos turbulentos, en los que la protesta social seguirá creciendo ante el incumplimiento histórico de cientos de promesas, la cual más de un violento aprovechará en beneficio de sus intereses particulares, distrayendo así los problemas de fondo hacia el potencial y coyuntural enfrentamiento entre vándalos y las fuerzas del orden.
Por eso, a la par con las propuestas en materia de empleo, salud, educación, vivienda, desarrollo agropecuario y bienestar social, es trascendental poner en marcha una innovadora estrategia de seguridad que nos devuelva la tranquilidad a los colombianos.
A todos los ciudadanos, nuestro llamado es a escudriñar los planes de seguridad de los aspirantes a la primera magistratura del país y a votar por aquella alternativa que nos saque del remolino de la violencia. No es el momento de creer que todo está perdido. Por el contrario, es hora de hacer valer nuestro voto, en especial para dejarles a nuestros hijos el legado de vivir sin miedo, en un país que tiene todo para ser la tierra del encanto.
Con tal propósito, el nuevo gobierno debe tener la claridad conceptual de que si quiere ser exitoso en su gestión, lo primero que debe de dar son resultados contundentes en materia de seguridad, sin ojo retrovisor, sin circunscribir la discusión a frías y simples estadísticas comparativas y sin caer en las eternas y baladíes discusiones de si se trata de percepción o realidad.
La realidad es una sola: los colombianos estamos hartos de tanta violencia y nos merecemos vivir en un mejor país.