Por: Leandro Ramos
Un alcalde de Bogotá a la altura del cargo, ante el desenlace fatal relacionado presuntamente con un procedimiento policial rutinario, hubiese recopilado primero toda la información disponible en diferentes fuentes, luego la analizaría desde varios puntos de vista y prepararía un primer comunicado, de muchos, en el cual simplemente anunciaría que esperaría las hipótesis o veredictos preliminares calificados y autorizados sobre el suceso. Llamaría a la calma, ofrecería sus condolencias a las víctimas y pediría a la población confiar en las instituciones y en el trabajo de las autoridades. López, en cambio, hizo todo lo contrario.
Describe el procedimiento de policía a partir de fragmentos de información y afirma desde el primer minuto que fue “abuso”. Prejuzga y condena a los uniformados como responsables directos y dolosos de la muerte, los califica de “manzanas podridas”, así como a todo el cuerpo policial. También le ofreció a la familia “asistencia judicial” inespecífica y gratuita, sin objetivo ni fundamento claro en la ley.
Luego de imponer su interpretación personal de los hechos, proferir su sentencia condenatoria y aguardar por arrebatadas manifestaciones de apoyo a su postura, se inicia una previsible y amplia reacción violenta y de vandalismo que deja muertos, heridos, daños de todo tipo y violencia contra animales.
Entonces, compungida, al borde del llanto y cerca de lo verosímil, lamenta lo ocurrido, traslada culpas a otros. No sin terminar con su oferta de “solución total”: reformas estructurales, constitucionales, cósmicas, de la Policía Nacional. Entre tanto, López exige desarmar, colocar en indefensión a la fuerza policial. Otra cantinflada. De ahí en adelante, ante el caos, López continúa con el mismo libreto; el cual entra a reforzar la amenaza disciplinaria, urgida y ávida por cobrar venganzas personales.
La reacción del gobierno nacional, aunque distinta, es sorprendente. El ministro de defensa no asumió, ante el desbordamiento de la violencia, la dirección del orden público en el país. La facultad, consignada desde la Constitución Política, convierte automáticamente a las alcaldías en agentes subordinados, incluso descartables en la práctica, de la cadena de mando y control a cargo del gobierno nacional.
En un tira y afloje incomprensible, el ministro y su equipo “coordinaban” con López lo imposible, dados sus objetivos diametralmente opuestos; y conectaban sus respectivos “puestos de mando unificado”, un contrasentido.
La interacción en esos términos entre ministerio de defensa y alcaldía de Bogotá esfumó el momento de oportunidad para tomar decisiones eficaces de repliegues tácticos y posterior despliegues efectivos de toda la fuerza pública necesaria; la imposición de restricciones puntuales a libertades para proteger vidas y bienes; y las múltiples acciones inmediatas de policía judicial.
Estas asonadas, anticipadas y apetecidas por políticos malintencionados y delirantes, continuarán. Sus efectos perversos en la legitimidad institucional se multiplicarán con cada nueva tanda. A menos que los primeros responsables en la pirámide de gestión del orden público consigan controlar estos hechos sin que los sobrepasen.