Por: Jorge Cárdenas
Esta no es una columna política. Mucho menos pretende ser parte del oportunismo que muchos han querido capitalizar con la tragedia sucedida esta semana en nuestro bello archipiélago. Es más bien el recuento de un amor que me ha acompañado toda la vida y que se confirma con el profundo dolor que me causa no solo ver la destrucción producto del fenómeno natural sino la que ha sido causada por el abandono al que ha sido sometido por parte del estado y de todos nosotros, sobre todo de sus propios habitantes.
Yo tenía 8 años la primera vez que fui a San Andrés. En ese mismo sitio mis padres, 10 años antes, habían celebrado su luna de miel y recuerdo la emoción que les causaba describir la belleza de sus mares y sus playas.
Cualquiera que haya visto fotos y videos puede dar fe de la verdad de esa descripción y ni que hablar de quienes hemos tenido la bendición de visitar las islas.
Creo que no fue casualidad que el grupo con el que me di a conocer se llamara Luna Verde ni que el video de “Ay, que calor” se grabara en la isla y que su gobernador Simón González – un paisa enamorado del archipiélago quien dedicó su vida a la promoción y difusión de sus riquezas y su cultura – fuera quien le diera el “bautizo” al grupo explicando la razón de la luna verde, la barracuda de los ojos azules y el mar de los 7 colores.
Muchas veces he visitado San Andrés y 2 veces he ido a Providencia y Santa Catalina. De hecho, una gran sorpresa me llevé cuando descubrí que todo lo que separa a estas 2 últimas es tan solo un puente de madera que permite ver lo cristalinas de sus aguas como si se tratase de un acuario gigante.
Las más bellas inmersiones han sido las que realicé en esas aguas y eso que he tenido la bendición de bucear en muchos lugares.
También resulta alucinante que una isla relativamente pequeña como Providencia haya una montaña tan alta. No exagero al decir que bien podría ser la isla de la fantasía.
Su gente es alegre como los colores de sus casas.
Grandes músicos con los que he tenido el privilegio de trabajar; algunos de los cuales a los que orgullosamente puedo llamar amigos; son producto de una mixtura de ritmos que solo podrían salir de un lugar impactado por tan diversas culturas.
El sabor de sus platos típicos son un verdadero deleite que no me canso de comer cuando estoy ahí.
Tanta belleza en un solo lugar hace que se enaltezca el espíritu y que se haga menos entendible como puede tener la suerte que ha tenido.
No soy un experto en su historia, pero podría decir que su época de mayor esplendor fue entre finales de los 70s y principios de los 90s cuando los “pañas” (como llaman los isleños a los continentales) viajaban en hordas buscando comprar electrodomésticos, lociones y otros artículos importados aprovechando el hecho de que fuera puerto libre de impuestos. Más aún cuando en el gobierno de Belisario Betancur se cerraron las importaciones en una especie de proteccionismo mal manejado.
No se puede negar que los dineros del narcotráfico, especialmente del cartel de Cali, contribuyeron al crecimiento de la isla. No fueron pocos los que invirtieron en hoteles y edificios en la época del crecimiento del tráfico de drogas en el país.
Después de esa época, una vez abiertas las importaciones con el gobierno de Gaviria y extinto el cartel de Cali es como si la isla se hubiera congelado en el tiempo. La infraestructura en general sigue siendo la misma. La misma carretera mal trazada que le da la vuelta y que cada vez está más llena de huecos. La seguridad, de la cual se enorgullecían en mi primera visita, ya no existe. El narcotráfico sigue teniendo como ruta su paso por ahí pero ya no invierten como lo hacían los de antaño. Robos y hasta asesinatos que nunca se veían ahora están presentes como en cualquier otra ciudad del país.
Los almacenes de “los turcos”; migrantes principalmente sirios y libaneses que también han aportado enormemente a la economía de la isla; parecen ser los mismos desde hace años, dando muestra de lo estancada que está la situación.
La corrupción, el mismo mal que afecta a todo nuestro país, ha hecho metástasis en el archipiélago y los escandalosos robos de sus gobernantes parece que se calcaran uno tras otro y se ve reflejado en la falta de inversión en un lugar donde para entrar hay que pagar, aún si se es colombiano. Solo en ese impuesto extraño deben recaudar miles de millones de pesos que servirían para mucho si no se robaran tanto.
En una época en la que viajar en avión a algún destino no tiene los precios de hace años, viajar a San Andrés sigue siendo terriblemente caro. Incluso puede ser más barato viajar a Miami o Cancún que a las islas, eso lo convierte en un destino poco escogido por los viajeros. Ni hablemos del costo extra de volar a Providencia.
De mi adolescencia recuerdo el perplejo que causaba visitar el Sunrise Beach; un hotel espectacular que podía compararse con uno de cualquier cadena extranjera y el cual, la última vez que lo visité en 2013, estaba terriblemente deteriorado y venido a menos.
Los grandes hoteles que se veían eran cadenas de “todo incluido” que no compiten con las de otros destinos.
Ha habido quienes construyen hoteles boutique y que luchan por salir adelante aún contra la persecución de los propios isleños que no ven en ellos oportunidades de trabajo sino fuentes de financiación mediante demandas muchas veces ridículas.
Está bien que los raizales quieran defender su tierra y su cultura, pero no pueden quejarse por la falta de inversión cuando son ellos mismos quienes amedrentan a los inversionistas.
Es terrible lo que ha pasado con el huracán Iota, tal vez el más fuerte que haya azotado territorio colombiano en toda la historia. Gracias a DIOS pasó de largo porque si se hubiera estacionado sobre el archipiélago como sucedió con el Katrina en Nueva Orleans en 2005 la destrucción habría sido millones de veces peor.
Pero ojalá ahora que los ojos de todos están puestos sobre nuestro paraíso chiquito, que todos estamos conmovidos por lo sucedido, pueda pasar lo que le sucedió al eje cafetero tras el terremoto de 1999 que permitió su restructuración hasta convertirlo en el segundo destino turístico del país.
Ojalá los políticos de todos los partidos se unan en torno a su recuperación en lugar de estar peleando sobre quién tuvo la culpa; desconociendo que la culpa la tenemos todos por el abandono, pero ninguno por el fenómeno natural.
Ojalá se vuelvan a crear formas de estimular masivamente el turismo a las islas que es su principal fuente de ingresos.
Que haya más promoción a nivel global de la belleza natural de la segunda mayor barrera de coral en el planeta (y por experiencia propia les digo, la de mejor visibilidad y temperatura).
Se puede aprender de lo que ha pasado en Polinesia, en Los Roques Venezolanos u otros destinos donde en lugar de grandes cadenas hoteleras se han construido hoteles pequeños, amigables con la naturaleza y que atraen turistas de todas las latitudes.
Estimular la inversión contribuirá a crear empleos disminuyendo la delincuencia.
Tener mayor control de lo que nos queda de territorio marítimo en la zona se hace vital.
Ya un fallo absurdo por parte de la Corte de La Haya nos quitó miles de kilómetros cuadrados del mar del archipiélago y no hicimos nada. No permitamos que el abandono confirme que no merecemos ese pedazo de cielo en la tierra y que otra nación le podría dar un mejor uso y brindar mayor prosperidad para su gente.
Lo que le sucede a San Andrés y Providencia se repite en el Chocó y lo que se solían conocer como los “Territorios nacionales” (Caquetá, Casanare, Guaviare, Vichada, Vaupés, Putumayo, Arauca y el mismo Amazonas) que son más ajenos para muchos colombianos que si estuvieran, no en nuestro país sino en otro continente.
El abandono a estos departamentos es más que bochornoso y tienen tanto que ofrecer que resulta injusta su situación.
Ojalá no llegue el día en que tengamos que lamentar su ausencia y verlos prosperar a lo lejos de la manera que ya le sucedió a Colombia con Panamá.