Por: Mayor General (RP) William René Salamanca Ramírez
Cuando queremos significar que algo no está bien estructurado y que, por el contrario, es el resultado de la improvisación y de una mezcla de elementos que no tienen ni pies ni cabeza, no dudamos en calificarlo como una “colcha de retazos”. Algo similar parece suceder con nuestra institucionalidad. En lugar de ser una manta bien confeccionada, más bien se asemeja a una sumatoria de remiendos, sin ningún hilo conductor, y, por ende, poco o nada funcional.
Por eso, sin temor a exagerar, consideramos que uno de los fenómenos más preocupantes de la realidad colombiana es la constante, creciente y peligrosa desconfianza de los ciudadanos en prácticamente toda nuestra institucionalidad, ya sea de carácter pública, privada o mixta. Es una realidad que nos puede llevar a la anarquía y al caos, en especial en estos tiempos en que el populismo y el caudillismo quieren aparecer como los salvadores de una sociedad en crisis.
Resulta increíble y alarmante comprobar que hay instituciones que tienen una ínfima aceptación ciudadana, muy cercana a la alcanzada por organizaciones al margen de la ley, tal como lo certifican los más recientes resultados de distintas firmas encuestadoras. Y, lo peor, esta incredulidad se ha ido transformando en pesimismo generalizado, abstención electoral y hasta en prácticas tan nocivas como el hacer justicia por mano propia, la cual no solo llega a gozar de cierta aceptación popular, sino a ser justificada y promovida por más de un dirigente.
Y es que en Colombia sufrimos de un extraño síndrome de ‘reformitis’ permanente. Tan así que la solo Constitución Política, que precisamente en sus artículos primero y segundo consagra nuestra condición de Estado Social de Derecho y define entre sus fines esenciales servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Carta Magna, ha sufrido más de 50 reformas en sus 30 años de existencia, sin contar las que se hundieron. En contraste, a una Constitución como la de Estados Unidos tan solo le han realizado 27 enmiendas en sus 232 años de existencia. En término concretos, si nuestra ley de leyes la estamos convirtiendo en una colcha de retazos, qué podemos esperar del resto de normas que regulan nuestras instituciones.
Muchas iniciativas, en lugar de contribuir a consolidar la institucionalidad lo que hacen es erosionarla. Aquí, nos inventamos los más exóticos proyectos, como unificar la forma de cantar el himno nacional, regalarle un burro al presidente de Estados Unidos o prohibir el uso de redes sociales un día por año, discusiones que les quitan tiempo a los verdaderos problemas nacionales.
Más de una administración, ya sea del orden local, regional o nacional, siempre llega con ganas de cambiar todo lo que hay, sin hacer siquiera un pequeño ejercicio de evaluación del legado recibido. Lo más absurdo es que, por lo general, lo hace por físico capricho o falta de grandeza. Cada gobierno decide poner en marcha su propio Plan de Desarrollo. Sin embargo, cuando revisamos estas hojas de ruta de las últimas tres décadas, nos encontramos con que ninguna de ellas ha sido ejecutada en su totalidad.
Es decir, se nos convirtió en costumbre no reconocerles el trabajo a los demás, para así justificar la incapacidad de cumplir con lo prometido, argumentando que todo lo encontraron peor de lo que pensaban. A más no poder, si por alguna circunstancia tenemos que darle continuidad a un programa exitoso, como mínimo le cambiamos el nombre, para que no quede rastro alguno de su creador. En concreto, nos dedicamos a ‘inventar la rueda’, porque nos cuesta construir sobre lo construido.
Además, hay quienes creen que los cargos les pertenecen o que por el solo hecho de ser promovidos a nuevas responsabilidades se vuelven más inteligentes de la noche a la mañana, con la tendencia a no oír a otras voces o, en el peor de los casos, a convertirse en pequeños dictadores; en contravía al tipo de liderazgo que necesita cualquier institución para cumplir su misionalidad.
Esta apreciación la ratificó la medición Edelman Trust Barometer, una de las más reconocidas del mundo por su capacidad de cuantificar los niveles de confianza hacia la institucionalidad. En su edición 2021 sobre Colombia señala que en materia de liderazgo los colombianos consideran a sus dirigentes como “no confiables para hacer lo correcto” y los califican de “sospechosos de mentir y desinformar”.
Todo este escenario lo aprovecha la delincuencia para persistir en sus fechorías, convencida de que no le pasará nada, y puede incentivar a personas proclives al delito a cruzar la línea de la legalidad, acrecentando así la impunidad y la criminalidad en todas sus manifestaciones, como ocurre con el flagelo de la corrupción, que nos cuesta anualmente más de 50 billones de pesos, el equivalente a tres reformas tributarias.
¿Qué hacer? Comenzar por revisar nuestro proceder ciudadano en materia de deberes y obligaciones. De seguro, en un ejercicio de autocrítica todos tendremos que aceptar un mea culpa en esta creciente.
desinstitucionalización que vivimos, ya sea porque no cumplimos con nuestras responsabilidades individuales y colectivas, nos vendemos por un plato de lentejas, promovemos la cultura del atajo o simplemente porque nos quejamos de la situación, pero sin mover un dedo al respecto.
Las próximas elecciones se convierten en una nueva oportunidad que nos brinda la democracia para potencializar nuevos liderazgos, capaces de pasar de reformas cosméticas a estructurales y de abandonar esa repetitiva estrategia de las falsas promesas y de los anuncios que tan solo se quedan en titulares de prensa. Necesitamos refrescar nuestras instituciones con otras formas de pensamiento, que no solo consideren al ciudadano un elector, sino que lo hagan partícipe activo de todas las decisiones. De esa manera será más fácil encontrar soluciones focalizadas y diferenciales a los problemas que nos agobian.
También deberíamos de apropiarnos de los 17 objetivos trazados en septiembre de 2015 por los líderes mundiales, a instancia del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, tendientes a erradicar la pobreza, proteger el planeta y asegurar la prosperidad para todos como parte de una nueva agenda de desarrollo sostenible con visión 2030; en especial el objetivo número 16: “Paz, Justicia e Instituciones Sólidas”.
En él se advierte que sin paz, estabilidad, derechos humanos y gobernabilidad efectiva basada en el Estado de Derecho no es posible alcanzar el desarrollo sostenible. “Vivimos en un mundo cada vez más dividido. Algunas regiones gozan de niveles permanentes de paz, seguridad y prosperidad, mientras que otras caen en ciclos aparentemente eternos de conflicto y violencia. De ninguna manera se trata de algo inevitable y debe ser abordado”.
Esta máxima, perfectamente aplicable a la realidad interna colombiana, nos tiene que hacer reflexionar como sociedad para fortalecer nuestra institucionalidad y así evitar ser víctimas de cantos de sirenas que pueden echar por la borda valores tan preciados como nuestra libertad y democracia.