Por: Leandro Ramos
La experiencia de consumo en Crepes & Waffles es invariable. Los alimentos son inocuos, bien preparados, con las texturas y sabores esperados. Nunca falta un plato de la carta, los horarios se respetan, la atención es comedida y amable, los precios excelentes. ¿Algún detalle que se les escapó o una equivocación al ordenar? No hay problema, el restaurante lo arregla de inmediato.
Los comensales disfrutan además de la compañía gracias a los diseños arquitectónicos, el mobiliario, los sistemas de control de olores y de temperatura. Incluso, por la ausencia atinada de pantallas distractoras. Si la conversación se extendió y hace rato que se dejó de consumir, ninguno de los empleados osa acosar. Lo más impactante es que esta virtuosa uniformidad se experimenta en cualquiera de sus restaurantes, no importa la ciudad o el país donde elija ingresar.
¿Por qué el Estado nunca logra ofrecer una experiencia semejante? Con doscientos años de historia, sería ya hora de poder disfrutar de una constante provisión óptima de bienes y servicios públicos, a lo largo del territorio nacional. Pero no. Estamos lejos de eso –bueno, salvo algunos servicios domiciliarios en las grandes ciudades con operadores bajo régimen privado.
A la inmensa mayoría de ciudadanos lo que nos interesa es poder hacer nuestras vidas sin preocuparnos por delincuentes de cualquier clase; así como proyectar una vida educativa, laboral o empresarial con la tranquilidad de contar con infraestructuras públicas y reglas de juego claras que se hacen cumplir. Lo que tenemos en cambio es un espectáculo político insaciable, principalmente desde la izquierda: en el nivel nacional, antier, lleno de grandilocuencia pacifista, arrogancia y figuración personal; hoy, cargado de ataques, propagación de ilusiones y victimización.
El principio de solución a este tipo de política exuberante, que atosiga, se descubrió hace dos siglos: dividir la operación del Estado entre una dirección de origen político, por un lado, y un cuerpo técnico de servidores públicos, por el otro. Estos últimos ingresan a la nómina del Estado solo mediante concursos de méritos para hacer una carrera militar, policial, administrativa, docente o consular. Carrera que les ofrece estabilidad, la satisfacción de servir al país y el reconocimiento de la población. Su permanencia en el cargo se encuentra atada además a la demostración de su competencia, efectividad, ética y disciplina.
Por su parte, en los Estados modernos, las cabezas políticas, elegidas por voto popular, solo nombran directamente a cargos de segundo, tercer nivel de responsabilidad, máximo. Su obligación es dirigir y perfeccionar el funcionamiento de las organizaciones públicas, así como ampliar o actualizar sus líneas de producción en la dirección en que la ciudadanía lo exigió mayoritariamente en las urnas –no caben las traiciones. Estos políticos son, ante todo, conductores de organizaciones que ejecutan, que aseguran resultados en áreas especializadas.
En todos los países desarrollados este precepto de más Estado y menos política consigue impedir la conversión de los cargos públicos de las entidades en un fortín para clientelas, amigos, familiares del compadre de la entidad vecina, o para que aprenda y se proyecte el hijo de un aliado que acaba de llegar de Oxford o intermedias. No cabe esperar racionalidad técnica, resultados valiosos o mejora continua con nóminas conformadas de este modo. A lo sumo, entidades que operan como directorios políticos o feudos de contratación.
Una burocracia pública meritocrática y eficiente, ampliada y bien parqueada, obliga al político a convertir promesas en hechos ciertos, sólidos y duraderos para todos. Todo lo cual es natural para el empresario privado, quien sabe que, por ejemplo, sus crepes solo podrán ser los mejores si recluta a sus empleados según capacidades y aplica la mejor gestión disponible del talento humano. Cuánta falta hace volver a las comparaciones entre gestión pública y privada, para no tener así que escuchar los cuentos de los políticos sobre las “complejidades” que “enfrentan”, que no son más que excusas a su incompetencia.
El gobierno actual tiene la oportunidad de deshacer todas las trabas jurídicas y politiqueras que introdujo el anterior gobierno para que la Comisión Nacional del Servicio Civil (y las comisiones equivalentes en varios regímenes especiales que existen y que deberían ir fusionándose), hagan su trabajo de construir más Estado meritocrático y, con ello, contribuyan a recortar los excedentes de esta política que emponzoña a diario la esfera pública.