Por: Mayor General (RP) William René Salamanca Ramírez
Este comienzo de Semana Santa es un tiempo propicio para reflexionar con respecto a los nubarrones que se ciernen sobre la sociedad moderna e intentar llamar la atención a cerca de al menos un drama humano, en búsqueda de potenciales soluciones.
Esta columna la inspiró la conmovedora imagen de un niño que, en una avenida bogotana, presenciaba desde su desvencijado coche paseador cómo su señora madre buscaba afanosamente entre la basura algo de comer.
Esa mirada atenta y triste trajo a mi memoria el rostro de miles de personas cuyo hogar son las calles, seres humanos que volvimos parte de un paisaje cotidiano cargado de indiferencia social. Pareciera que ya nos acostumbramos a convivir con personas durmiendo sobre el asfalto o en las entrañas de los puentes, inhalando pegante o pidiendo limosna. En el mejor de los casos, creemos que con unas monedas estamos contribuyendo a solucionar su drama.
En Colombia, según el censo Habitantes de Calle 2017-2021 del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane), hay más de 34 mil personas en esa condición. Otras publicaciones señalan que la cifra puede superar las 40 mil.
Estudios del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf) advierten que, de este total, más de 3500 son niños; los mismos que vemos a diario limpiando parabrisas, vendiendo confites y flores, consumiendo drogas o, sencillamente, colgados de los cuerpos de humildes mujeres, en especial indígenas, que recorren las calles de las grandes ciudades. Otros tantos mueren de física hambre en La Guajira, Vichada, Vaupés, Guaviare y el olvidado litoral Pacífico.
En el mundo, señala la organización internacional Humanium, cerca de 120 millones de niños viven en las calles, entre ellos 30 millones en África, otro número similar en Asia y 60 millones más en tan solo América Latina. En el caso colombiano, el cumplimiento de los Derechos de los Niños, es clasificado como “nivel rojo”, que equivale a situación difícil.
De ahí que, el próximo martes, cuando se conmemora el Día Internacional de los Niños de la Calle, es una fecha especial para continuar denunciando la grave situación que enfrentan millones de pequeños en todo el mundo y cómo se les siguen vulnerando sus derechos educativos, económicos, sociales y familiares.
Entre las principales amenazas que enfrenta un niño en la calle se encuentran el abuso sexual, el pandillismo, consumo de drogas, instrumentalización para cometer actividades delictivas, desescolarización, trastornos de conducta y, ante todo, ausencia a tan temprana edad de un proyecto de vida.
Pero este grave fenómeno de inequidad social no es reciente en Colombia. Ya en 1639 había niños en esa condición, según citas históricas que reposan en un estudio realizado entre el Icbf y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), con el apoyo de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid).
En ese entonces, por orden del Rey de España, la congregación religiosa hermanos de San Juan de Dios comenzó a administrar los hospitales de Santafé de Bogotá y a recoger, cuidar y alimentar a los niños y niñas recién nacidos que habían sido abandonados en las calles y potreros que se encontraban en los alrededores de la ciudad.
Luego, hacia 1774, el virrey Manuel de Guirior mandó congregar a todos los pobres, en especial niños, y llevarlos a un sitio especial para protegerlos, programa que fue financiado con parte de las ganancias de las salinas de Zipaquirá.
Así mismo, existen indicadores de que en 1795 se abrieron casas de la caridad, inclusas, colegios de pobres, convictorios y centros de huérfanos, que eran utilizados para recibir a niños y niñas expósitos o abandonados por sus padres.
Pero, en tiempos de la Independencia, estos sitios fueron ocupados por batallones de voluntarios, los cuales terminaron arrinconando a los niños en un pequeño espacio y quitándoles la comida que estaba destinada para su alimentación. Finalmente, el llamado Real Hospicio terminó por lanzar a los pequeños a la calle.
A lo largo de los siglos XIX y XX el problema siguió sin resolverse, con escasos actos de extraordinaria bondad y sentido visionario, como los protagonizados por el sargento de policía Luis Alberto Torres Huertas, creador en 1951 de la Policía de Protección Infantil, hoy conocida como Policía de Infancia y Adolescencia.
Era un campesino boyacense que, desde 1924, recorría las calles bogotanas llevando siempre consigo un elegante maletín de cuero negro. Quienes no lo conocían lo bautizaron como ‘El agente del maletín misterioso’. Y, efectivamente, dentro del portafolio guardaba con mucho sigilo el arma más poderosa para cautivar a los niños: caramelos.
Todos los días llegaba hasta un parque que quedaba donde hoy está el estadio El Campín, y, de un momento a otro, se veía rodeado de docenas de niños, niñas y adolescentes que aparecían de todas partes, incluidos los llamados ‘carusucias’, pequeños cuyo hogar eran las frías calles de la ciudad y a quienes acompañaba durante sus rondas nocturnas.
Les leía cuentos, les enseñaba canciones, acertijos y rondas infantiles; les inculcaba el amor por la patria, la familia y el prójimo; los motivaba a ser los mejores estudiantes y ciudadanos y, sin el menor asomo de pena, hasta les servía de caballito para que montaran hasta el cansancio.
A través de los años, su noble tarea se volvió famosa en toda la ciudad. Los adultos le ayudaron a comprar columpios y otras diversiones mecánicas. Como ya no daba abasto para atender a todos los niños, con el respaldo de sus jefes, formó a otros 11 de los más destacados policías para que lo apoyaran en su noble trabajo. Desde entonces fueron conocidos como ‘Los 12 Apóstoles’.
Con el pasar de los años comenzó un viaje por todo el país para divertir y proteger a los niños. Cuando ya era un abuelo, ‘El agente del maletín misterioso’ se retiró del servicio activo en 1965, año en que la institución atendió, tan solo en Bogotá, a 200 mil niños, en 80 parques, con el apoyo de 14 Juntas de Acción Comunal, 20 juntas proparques, 8 juntas cívicas y hasta la embajada de Estados Unidos.
El protector de los niños murió el 25 de febrero de 1973 y a su despedida asistieron miles de bogotanos, incluidos centeneras de ‘carasucias’, quienes lloraron su partida, tal como lo reseñan fotografías publicadas por los principales diarios.
Recuerdo que durante nuestra gestión en la Dirección de Protección y Servicios Especiales de la Policía Nacional hicimos todo lo humanamente posible por fortalecer el legado del sargento Torres, con programas tan exitosos como ‘Abre tus ojos’, el cual benefició a más de cinco millones de niños, niñas y adolescentes en situación de vulnerabilidad; acciones que realizamos en instituciones educativas, parques, salones comunales, bibliotecas, terminales de transporte, centros comerciales, iglesias o centros religiosos y otros establecimientos abiertos al público, e incluso en algunos parajes de la Colombia profunda.
Hoy, nuestro llamado a todos los colombianos, en especial a quienes aspiran a dirigir los destinos de la patria, es a vencer la apatía con los habitantes en condición de calle, ser solidarios con su tragedia y crear un programa que les permita recuperar sus sueños, porque una sociedad que se acostumbra a convivir con seres humanos en tan precarias condiciones no puede hablar de crecimiento económico ni de desarrollo sostenible. Ellos, los hijos de la calle, reclaman con urgencia a sus ‘12 Apóstoles’, liderados por un hombre de la talla moral del sargento Torres.