Hoy se ha confirmado el fallecimiento de Henry Kissinger, uno de los políticos y diplomáticos más influyentes del siglo XX. Kissinger murió el 29 de noviembre de 2023 a los 100 años de edad en su residencia de Kent, Connecticut.
Kissinger fue secretario de Estado y consejero de Seguridad Nacional de los Estados Unidos durante las presidencias de Richard Nixon y Gerald Ford. Fue el principal artífice de la política de distensión con la Unión Soviética y China, el fin de la guerra de Vietnam y la mediación en la guerra de Yom Kippur.
Recibió el Premio Nobel de la Paz en 1973 por sus esfuerzos para lograr un alto el fuego en Vietnam.
Kissinger nació en Alemania en 1923 y huyó con su familia del nazismo en 1938. Se nacionalizó estadounidense en 1943 y sirvió en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Se graduó en Harvard y se convirtió en un reconocido académico y experto en relaciones internacionales.
Kissinger fue también un hábil entrevistado, capaz de responder con inteligencia, ironía y franqueza a las preguntas más incómodas.
Una de sus entrevistas más famosas fue la que le hizo la periodista italiana Oriana Fallaci en 1972, en la que Kissinger se definió como un cowboy solitario y admitió que la guerra de Vietnam era inútil. Esta entrevista causó un gran revuelo y Kissinger luego se arrepintió de haberla concedido.
En El Expediente queremos recordar a este personaje histórico y ofrecer a nuestros lectores la oportunidad de leer la entrevista completa que le hizo Fallaci y fue publicado por la Editorial Noguer, S.A., Barcelona – Madrid en 1978
Henry Kissinger
Este hombre tan famoso, tan importante, tan afortunado, a quien llaman Supermán, Superstar, Superkraut, que logra paradójicas alianzas y consigue acuerdos imposibles, tiene al mundo con el alma en vilo como si el mundo fuese su alumnado de Harvard. Este personaje increíble, inescrutable, absurdo en el fondo, que se encuentra con Mao Tse- tung cuando quiere, entra en el Kremlin cuando le parece, despierta al presidente de los Estados Unidos y entra en su habitación cuando lo cree oportuno, este cuarentón con gafas ante el cual James Bond queda convertido en una ficción sin alicientes, que no dispara, no da puñetazos, no salta del automóvil en marcha como James Bond, pero aconseja las guerras, termina las guerras, pretende cambiar nuestro destino e incluso lo cambia. En resumen, ¿quién es Henry Kissinger?
Se escriben libros sobre él como se escriben sobre las grandes figuras absorbidas ya por la Historia. Libros como el que ilustra sobre su formación político-cultural: Kissinger y el uso del poder, debido a la admiración de un colega de la universidad; libros como el que canta sus dotes de seductor: Querido Kissinger, debido al amor no correspondido de una periodista francesa. Con su colega de la universidad no ha querido hablar nunca. Con la periodista francesa no ha querido acostarse jamás. Alude a ambos con una mueca de desprecio y liquida a los dos con un despectivo ademán de su gruesa mano: «No comprenden nada». «No es cierto nada». Su biografía es objeto de investigaciones rayanas en el culto. Se sabe todo: que nació en Furth, en Alemania, en 1923, hijo de Luis Kissinger, profesor de una escuela secundaria, y de Paula Kissinger, ama de casa. Se sabe que su familia es hebrea, que catorce de sus parientes murieron en campos de concentración, que con su padre, su madre y su hermano Walter, huyó a Londres en 1938 y después a Nueva York; que tenía en aquel tiempo quince años y se llamaba Heinz, no Henry, y no sabía una palabra de inglés. Pero lo aprendió muy pronto. Mientras el padre trabajaba en una oficina postal y la madre abría un negocio de pastelería, estudió lo bastante para ser admitido en Harvard y obtener la licenciatura por unanimidad con una tesis sobre Spengler, Toynbee y Kant, y convertirse en profesor. Sé sabe que a los veintiún años fue soldado en Alemania, donde estuvo en un grupo de GI seleccionados por un test, considerados inteligentes hasta rozar el genio. Que por esto, y a pesar de su juventud, le encargaron la organización del gobierno de Krefeld, una ciudad alemana que había quedado sin gobernantes. De hecho, en Krefeld aflora su pasión por la política, pasión que apagaría convirtiéndose en consejero de Kennedy, de Johnson y después, en asistente de Nixon. No por azar se le considera el segundo hombre más poderoso de América, aunque algunos sostienen que es bastante más, como lo demuestra la broma que se oye hace algún tiempo en Washington: «Imagina lo que sucedería si muriera Kissinger: Richard Nixon se convertiría en presidente de los Estados Unidos…» Le llaman la nodriza mental de Nixon. Para él y para Nixon han acuñado un apellido malicioso y revelador: Nixinger. El presidente no puede prescindir de él. Lo quiere siempre cerca: en cada viaje, en cada ceremonia, en cada cena oficial, en cada período de descanso. Y sobre todo, en cada decisión. Si Nixon decide ir a Pekín, llenando de estupor a la derecha y a la izquierda, es Kissinger quien le ha metido en la cabeza la idea de ir a Pekín. Si Nixon decide
sugerido el viaje a Moscú. Si Nixon decide pactar con Hanoi y abandonar a Thieu, es Kissinger quien lo ha llevado a dar este paso. Su casa es la Casa Blanca. Cuando no está de viaje haciendo de embajador, de agente secreto, de ministro del Exterior, el negociante entra en la Casa Blanca al amanecer y sale ya de noche. A la Casa Blanca lleva a lavar sus mudas, envueltas despreocupadamente en paquetes de papel que no se sabe dónde van a parar. (¿A la lavandería privada del presidente?) En la Casa Blanca come a menudo. No duerme allí porque no podría llevarse las mujeres. Divorciado desde hace nueve años, ha hecho de sus aventuras galantes un mito que alimenta con cuidado aunque muchos no crean ni la mitad. Actrices, figurantes, cantantes, modelos, periodistas, bailarinas, millonarias. Se dice que todas le gustan. Pero los escépticos replican que no le gusta ninguna: se comporta así por juego, consciente de que esto multiplica su encanto, su popularidad y sus fotografías en los semanarios. En este sentido es también el hombre más comentado en América y el que está más de moda. Son moda sus gafas de miope, sus rizos de hebreo y su traje gris con corbata azul, su falso caminar de ingenuo que ha descubierto el placer.
Por eso el hombre sigue siendo un misterio, como su éxito sin parangón. Y la razón de
este misterio es que acercarse a él y comprenderlo es dificilísimo; no concede entrevistas individuales, habla sólo en las ruedas de prensa acordadas por la presidencia. Y yo, lo juro, aún no he comprendido por qué aceptó verme apenas tres días después de haber recibido una carta mía sobre la que no me hacía ilusiones. Dijo que era por mi entrevista con el general Giap, hecha en Hanoi, en febrero del sesenta y nueve. Tal vez. Pero subsiste el hecho de que después del extraordinario «SÍ», cambió de idea y aceptó verme con una condición: no decirme nada. Durante el encuentro hablaría sólo yo y de lo que dijera dependería que me concediera o no la entrevista; suponiendo que tuviera tiempo para ello. Nos encontramos en la Casa Blanca, el jueves, 2 de noviembre de 1972. Lo vi llegar apresurado, sin sonreír y me dijo: «Good morning, miss Fallaci». Después, siempre sin sonreír, me hizo entrar en su estudio, elegante, lleno de libros, teléfonos, papeles, cuadros abstractos, fotografías de Nixon. Allí me olvidó y se puso a leer, vuelto de espaldas, un extenso escrito mecanografiado. Era un tanto embarazoso estar allí, en medio de la estancia, mientras él leía, dándome la espalda.
Era incluso tonto e ingenuo por su parte. Pero me permitió estudiarlo antes de que él me estudiase a mí. Y no sólo para descubrir que no es seductor, tan bajo y robusto y prensado por aquel cabezón de carnero, sino para descubrir que ni siquiera es desenvuelto ni está seguro de sí. Antes de enfrentarse a alguien necesita tomar su tiempo y protegerse con su autoridad. Fenómeno frecuente en los tímidos que intentan ocultar su timidez, y que, en este empeño, acaban por parecer descorteses. O serlo de verdad.
Terminada la lectura, meticulosa y atenta a juzgar por el tiempo emplea do, se volvió
por fin hacia mí y me invitó a sentarme en el diván. Después se sentó en el sillón de al lado, más alto que el diván, y en esta posición estratégica, de privilegio, empezó a interrogarme con el tono de un profesor que examina a un alumno del que desconfía un poco. Recuerdo que se parecía a mi profesor de matemáticas y física en el Instituto Galileo de Florencia; un tipo al que odiaba porque se divertía asustándome, con la mirada irónica, fija en mí, a través de las gafas. De aquel profesor, tenía hasta la voz de barítono más bien gutural y la manera de apoyarse en el respaldo del sillón ciñéndolo con el brazo derecho; y amenazaba con hacer saltar los botones. Si pretendía ponerme incómoda, lo consiguió perfecta mente.
La pesadilla de mis días escolares era tan viva, que a cada pregunta suya pensaba: «¿Sabré contestar? Porque si no me suspenderá». La primera pregunta fue sobre el general Giap: «Como le he dicho ya, no concedo nunca entrevistas individuales. La razón por la cual me dispongo a considerar la posibilidad de concederle una a usted es porque he leído su entrevista con Giap. Very interesting. Muy interesante. ¿Qué clase de individuo es Giap?»
Lo preguntó con el aire de quien tiene muy poco tiempo disponible, lo que me obligó a resumir con una frase efectista. Y contesté: «Un esnob francés, en apariencia. Jovial y arrogante al mismo tiempo pero, en el fondo, aburrido como un día de lluvia. Más que una entrevista, aquello fue una conferencia. Y no me entusiasmó. Sin embargo, todo lo que me dijo resultó exacto».
Minimizar a los ojos de un norteamericano el personaje de Giap es casi un insulto;
todos están un poco enamorados de él como lo estuvieron de Rommel. La expresión
«esnob francés» lo dejó perplejo. Tal vez no la com prendió. La revelación de que era
«aburrido como un día de lluvia», lo turbó: sabe que sufre también este estigma de tipo aburrido y por un par de veces su mirada azul relampagueó de modo hostil. Pero lo que realmente le afectó fue que yo diese crédito a Giap al haberme previsto cosas exactas.
Me interrumpió: «¿Exactas, por qué?» «Porque Giap había anunciado en 1969, lo que sucedería en 1972», repliqué. «¿Por ejemplo?» «Por ejemplo, el hecho de que los norteamericanos se retirarían poco a poco y después abandonarían aquella guerra que les costaba siempre demasiado dinero, y que amenazaba con llevarlos al borde de la inflación». La mirada azul relampagueó de nuevo.
«¿Y cuál fue, a su parecer, la cosa más importante que le dijo Giap?» «El no haber
reconocido, en sustancia, la ofensiva del Tet, atribuyéndola únicamente a los vietcong». Esta vez no hizo comentarios. Sólo preguntó. «¿Considera que la iniciativa partió dt: los vietcong?» «Tal vez sí, doctor Kissinger. Todos saben que a Giap le gustan las ofensivas con carros armados, a lo Rommel. De hecho, la ofensiva de Pascua la hizo a lo Rommel y …» «jPero la perdió!»
«¿La perdió?», le rebatí. «¿Qué le hace pensar que no la haya perdido?» «El hecho de que haya aceptado un acuerdo que a Thieu no le gusta, doctor Kissinger». Y, tratando de
arrancarle alguna noticia, añadí en tono distraído:
«Thieu no cederá nunca». Cayó en la trampa y repuso: «Cederá. Debe hacer lo». Después, terreno minado, se concentró en Thieu. Me preguntó qué pensaba de Thieu. Le dije que nunca me había gustado. «¿Y por qué nunca le ha gustado?» «Doctor Kissinger, lo sabe mejor que yo. Usted se ha fatigado tres días con Thieu, más bien cuatro».
Esto le arrancó un suspiro de asentimiento y una mueca, que, al recordarla, asombra. Kissinger sabe controlar su rostro de un modo perfecto. Difícilmente permite que sus labios o sus ojos denuncien una idea o un sentimiento. Pero en este primer encuentro, no sé por qué, se controló poco. Cada vez que yo decía algo contra Thieu asentía o suspiraba ligeramente, o sonreía con complicidad.
Después de Thieu, me preguntó sobre Cao Ky y Do Cao Try. Del primero dijo que era
débil y que hablaba demasiado. Del segundo que lamentaba no haberlo conocido: «¿Era, de veras, un gran general?» «Sí -le confirmé-; un gran general y un general valiente: el único general que he visto marchar en primera línea y en combate. Por esto, supongo, lo doctor Kissinger.
El helicóptero no cayó tocado por un mortero, sino porque alguien había manipulado los mandos. Y seguro que Thieu no lamentó este crimen, ni Cao Ky tampoco. Se estaba creando una leyenda en torno a Do Cao Try y hablaba muy mal de Thieu y de Ky. Incluso durante mi entrevista, los atacó sin piedad». Esto le turbó más que el hecho de que, más tarde, criticase al ejército sudvietnamita.
Esto sucedió al preguntarme qué había visto la última vez que estuve en Saigón, y yo le contesté que había visto un ejército que no valía un pimiento, y su rostro asumió una expresión perpleja. Sospechando que fingía, bromeé: «Doctor Kissinger, no me diga que me necesita para enterarse de estas cosas. ¡Usted que es la persona más informada del mundo!» Pero no captó la ironía y continuó el interrogatorio como si de mis opiniones dependiera la suerte del cosmos, o como si él no pudiese vivir sin ellas. Sabe adular con diabólica e hipócrita delicadeza. ¿O debo decir diplomacia?
Al decimoquinto minuto del coloquio, cuando me hubiese dado de bofetadas por haber
aceptado aquella absurda entrevista por aquel a quien que ría entrevistar, olvidó un poco el Vietnam y, en el tono del reportero interesado, me preguntó cuáles habían sido los jefes de Estado que más me habían impresionado. (El verbo impresionar le gusta.) Resignada, le hice la lista. Sobre todo estuvo de acuerdo con Bhutto: «Muy inteligente, muy brillante». No lo estuvo con respecto a Indira Ghandi: «¿De veras le gustó Indira Ghandi?»
Como si quisiera justificar la desgraciada elección que había sugerido a Nixon durante el conflicto lndopakistaní, cuando se declaró a favor de los pakistaníes que perdieron la guerra y contra los hindúes, que la ganaron. De otro jefe de Estado, del cual yo había dicho que no me parecía excesivamente inteligente pero me había gustado mucho, dijo:
«La inteligencia no sirve para ser jefe de Estado. Lo que cuenta en un jefe de Estado es la
fuerza. El valor, la astucia y la fuerza». Considero esta frase como la más interesante que me haya dicho, con o sin magnetófono. Ilustra su tipo, su personalidad. El hombre ama la fuerza por encima de todo. El valor, la astucia, la fuerza. La inteligencia le interesa bastante menos, aunque posea tanta como todos afirman. (Pero ¿se trata de inteligencia o de erudición y astucia? A mi entender, la inteligencia que cuenta es la humana. Es la que nace de la comprensión de los hombres, por ejemplo. Y no diría que tal inteligencia la tuviera él. Así, sobre este tema debería hacerse un estudio un poco más profundo. Admito que vale la pena.)
El último capítulo del examen, se inició con la pregunta que menos esperaba: «¿Qué
piensa que sucederá en Vietnam con el alto el fuego?» Pillada de improviso, dije la verdad. Dije que lo había escrito en mi correspondencia, recientemente publicada en
«L’Europeo»: vendría un baño de sangre por los dos lados. «Y el primero en empezar será su amigo Thieu». Se me echó encima, casi ofendido: «¿Amigo mío?» «Bueno, digamos Thieu». «¿Y por qué?» «Porque incluso antes que los vietcong inicien sus matanzas, él hará una carnicería en las cárceles y en las penitenciarías. No habrá muchos neutra listas ni muchos vietcong en el gobierno provisional después del alto el fuego …» Arrugó la frente, estuvo un momento callado y por fin dijo: «También usted cree en el baño de sangre… ¡pero habrá supervisores internacionales!» «Doctor Kissinger, también Dacca estaban los hindúes y no consiguieron impedir las matanzas de Mukti Bahini a expensas de los bihari». «Ya, ya. Y si… ¿Y si retrasáramos el armisticio un año o dos?» «¿Cómo, doctor Kissinger?» «¿Y si retrasáramos el armisticio año o dos?», repitió. Me hubiera
Kissinger, no me cree la angustia de haberle metido en la cabeza una idea equivocada. Doctor Kissinger, la carnicería recíproca tendrá Jugar de todos modos, hoy, dentro de un año o dentro de dos. Y si Ja guerra continúa todavía un año o dos años, a los muertos de aquella carnicería habrá que añadir los muertos por bombardeo o en combate. ¿Me explico? Diez y veinte son treinta. ¿Qué es mejor? ¿Diez o treinta muertos?» Esta historia me quitó el sueño dos noches y cuando volvimos a vernos para Ja entrevista se lo confesé. Pero me consoló diciendo que no me creara ningún complejo de culpabilidad, que mi cálculo era exacto, que eran mejor diez que treinta; incluso este episodio ilustra su tipo, su personalidad. Es un hombre que Jo escucha todo, que lo registra todo, como una computadora. Y cuando parece que ha desechado una información ya antigua o no aprovechable, la hace reaparecer fresquísima y útil.
Al vigesimoquinto minuto aproximadamente, decidió que había aprobado el examen.
Tal vez me hubiera concedido la entrevista. Pero había un punto que le preocupaba: yo era una mujer y precisamente con una mujer, Ja periodista francesa que había escrito Dear Henry, había tenido una experiencia desafortunada. ¿Y si yo, a pesar de todas mis buenas intenciones, lo colocaba también en una situación embarazosa? Entonces me enojé. Y desde luego no podía decirle lo que en aquel momento me quemaba los labios: que no tenía Ja menor intención de enamorarme de él ni de atormentarlo con una corte despiadada.
Pero podía decirle otra cosa y se Ja dije: que no me colocara en la misma situación de 1968 en Saigón, en que a causa del pape lito hecho por un italiano aprovechado me vi obligada a abandonarme a audacias imbéciles. Que el señor Kissinger comprendiera que yo no era responsable del mal gusto de una señora que hacía mí mismo trabajo y que, por lo tanto, no debía pagar por ella. Si era necesario, saldría del asunto con un par de bofetadas. Convino en ello sin que le arrancase una sonrisa, y me anunció que había encontrado una hora en su jornada del sábado. Y a las diez del sábado, 4 de noviembre, estaría de nuevo en la Casa Blanca.
A las diez y media entraba otra vez en su oficina para iniciar la entrevista quizá más incómoda de todas las que haya hecho. ¡Señor, qué pena! Cada diez minutos nos interrumpía el timbre del teléfono, y era Nixon que quería cualquier cosa, que preguntaba cualquier cosa, petulante, fastidioso, como un niño que no sabe estar lejos de mamá. Kissinger contestaba apresurada y obsequiosa mente, y el diálogo conmigo se interrumpía haciendo aún más difícil el esfuerzo de comprenderlo medianamente. Después, justo en el mejor momento, cuando él me desvelaba la esencia inaprehensible de su personalidad, uno de los dos teléfonos sonó de nuevo. Era otra vez Nixon: ¿Podía el doctor Kissinger entrevistarse un momento con él? Por supuesto, señor presidente.
Se levantó, me pidió que esperara, que intentaría encontrar otro poco de tiempo, salió, y aquí se acabó nuestro encuentro. Dos horas más tarde, mientras estaba aún esperando, el asistente Dick Campbell compareció muy confuso para decirme que el presidente salía hacia California y que el doctor Kissinger tenía que marcharse con él. No regresaría a Washington antes del martes por la noche, cuando ya hubiera empezado el escrutinio de votos, y dudaba razonablemente que en aquellos días pudiese terminar la entrevista. Si hubiese podido esperar hasta fines de noviembre, cuando el panorama estuviera ya despejado…
No podía esperar y no valía la pena. ¿De qué hubiese servido confirmar los perfiles de
un retrato que ya poseía? Un retrato que nace de una confusión de líneas, de colores, de
obvio que no podía añadir más y me sorprende que hubiera dicho tanto: que la guerra terminase o continuara no dependía sólo de él y no podía permitirse el lujo de comprometerlo todo con una palabra de más. Sobre sí mismo no existían estos problemas pero, no obstante, cada vez que le dirigía una pregunta concreta, la esquivaba y se escurría como una anguila. Una anguila más fría que el hielo. ¡Cielos, qué hombre de hielo! En toda la entrevista no alteró nunca aquella expresión sin expresión, aquella mirada irónico y dura, y el tono de aquella voz monótona, triste, siempre igual. La aguja del registrador se desplaza cuando se pronuncia una palabra en un tono más alto o más bajo.
Con él no se movió, y más de una vez hube de controlar el aparato: asegurarme de que el magnetófono funcionaba bien. ¿Sabéis el rumor obsesionante, martilleante, de la lluvia que cae sobre el tejado? Pues su voz es así. Y, en el fondo, también sus pensamientos, jamás perturbados por un deseo de fantasía, por un esbozo de audacia o por una tentación de error. Todo está calculado en él; como el vuelo de un avión conducido por el piloto automático. Pesa cada frase hasta el miligramo. No se le escapa nada que no quiera decir y lo que dice entra siempre en la mecánica de una utilidad. Le Duc Tho debe de haber sudado tinta en aquellos días y Thieu debe de haber sometido su astucia a una prueba durísima.
Kissinger tiene los nervios y el cerebro de un jugador de ajedrez. Claro está que hay cuestiones a considerar en otros aspectos de su personalidad: por ejemplo, el hecho de que sea inequívocamente hebreo e irremediablemente alemán. Por ejemplo, el hecho de que, como hebreo y como alemán trasplantado a un país que aún mira con prevención a los hebreos y a los alemanes, arrastre un montón de problemas, contradicciones, resentimientos y tal vez una humanidad oculta. Sí, he dicho humanidad.
A veces se encuentran tipos parecidos. Con un poco de esfuerzo, se pueden encontrar en Kissinger elementos del personaje que se enamora de Marlene Dietrich en El ángel azul. Su frívola persecución de mujeres le ha costado ya un matrimonio; tarde o temprano, dicen, perderá la cabeza por una de estas bellezas que se lo disputan sólo porque es tan famoso y garantiza la publicidad. Es posible.
Desde mi punto de vista es el típico héroe de una sociedad donde todo es posible: hasta que un tímido profesor de Harvard, habituado a escribir aburridísimos libros de historia y ensayos sobre el control de la energía atómica, se convierta en una especie de divo que gobierna junto al presidente, una especie de playboy que regula las relaciones entre las grandes potencias e interrumpe las guerras, un enigma que intentamos descifrar sin advertir que, probablemente, no hay nada o casi nada que descifrar. Como siempre, cuando la aventura se viste de gris.
Publicada íntegra en el semanario «New Republic», reproducida en sus aspectos más importantes por los diarios de Washington, de Nueva York, y más tarde en casi todos los periódicos de los Estados Unidos, la entrevista con Kissinger levantó unos comentarios cuyas consecuencias me asombraron. Evidentemente había subvalorado al personaje y el interés que despertaba cada una de sus palabras. Evidentemente había minimizado la importancia de aquella interminable hora con él. Esto se transformó, de repente, en el tema del día. Y, rápidamente, comenzó a circular el rumor de que Nixon estaba furioso con Henry, que rehusaba incluso verlo, que era inútil que Henry le telefonease, le pidiese audiencia, fuera a buscarlo a la residencia de San Clemente. Las verjas de San Clemente estaban cerradas, la audiencia no se concedía y el teléfono no contestaba porque el
convicción. Son sinceros, como yo. No digo que todo esto tenga que durar siempre. Incluso se puede con la misma facilidad con que ha llegado. Pero, por ahora, existe.
¿Está diciéndome quizá que usted es un hombre espontáneo, doctor Kissinger? Si dejo aparte a Maquiavelo, el primer personaje con quien se me ocurre asociarle es con el de un matemático frío, controlado has el espasmo. Quizá me equivoque, pero usted es un hombre muy frío.
En la táctica, no en la estrategia. De hecho creo más en las relaciones humanas que en
las ideas. Utilizo las ideas, pero necesito las relaciones humanas, como he demostrado en mi trabajo. Lo que me ha sucedido, ¿no ha sido, en el fondo, por casualidad? Yo era un profesor totalmente desconocido. ¿Cómo podía decirme a mí mismo: «Ahora maniobraré las cosas de tal modo que llegaré a ser internacionalmente famoso»? Hubiera sido una locura. Quiero estar donde suceden las cosas, pero nunca he pagado nada para estar allí. Jamás he hecho concesiones. Siempre me he dejado guiar por decisiones espontáneas. Alguien podría decir: entonces todo ha sucedido porque tenía que su ceder. Se dice siempre esto cuando las cosas ocurren. Pero nunca se dice esto de las cosas que no ocurren: nunca se ha escrito la historia de las cosas que no ocurrieron. En cierto sentido soy fatalista. Creo en el destino. Estoy convencido, sí, que hay que luchar para lograr algo. Pero también creo que estamos limitados en la lucha por conseguirlo.
Otra cosa, doctor Kissinger: ¿cómo se las arregla para conciliar la tremenda responsabilidad que tiene y la frívola reputación de que disfruta? ¿Cómo consigue que le tomen en serio Mao Tse-tung, Chu En-lai, Le Duc Tho, y luego se le juzgue como un despreocupado tenorio o, mejor dicho, un playboy? ¿No le molesta?
En absoluto. ¿Por qué tiene que molestarme cuando voy a negociar con Le Duc Tho?
Cuando hablo con Le Duc Tho sé lo que tengo que hacer con Le Duc Tho, y cuando hablo con las chicas sé lo que tengo que hacer con las chicas. Y, por otra parte, Le Duc Tho no negocia con migo precisamente porque yo sea un ejemplo de pura rectitud. Acepta negociar conmigo porque espera alguna cosa de mí, de la misma manera en que yo espero algo de él. Verá usted, en el caso de Le Duc Tho, como en el caso de Chu En-lai o de Mao Tse-tung, creo que la reputación de playboy me ha sido y me será útil porque ha servido y sirve para tranquilizar a la gente. Para demostrarle que no soy una pieza de museo. Y, además, la reputación de frívolo me divierte.
¡Y pensar que yo la consideraba una reputación inmerecida, una especie de puesta en escena más que una verdad!
Bueno, en parte es exagerada, por supuesto. Pero en parte, admitámoslo, es cierta. Lo
que importa no es hasta qué punto es cierta o hasta qué punto me dedico a las mujeres. Lo que cuenta es hasta qué punto las mujeres forman parte de mi vida, son una preocupación central. Pues bien, no lo son en absoluto. Para mí las mujeres son sólo una diversión, un hobby. Nadie dedica un tiempo excesivo a los hobbies. Y que yo le dedique un tiempo limitado se comprende dando un vistazo a mi agenda. Le diré más: no es raro que prefiera ver a mis dos hijos. Los veo a menudo, pero no como antes. Normalmente pasamos juntos la Navidad, las fiestas importantes, algunas semanas en verano, y voy a
de estar divorciado no me pesa. El hecho de no vivir con mis hijos no me produce complejo de culpabilidad. Desde el momento en que mi matrimonio terminó, y no terminó por culpa de uno o del otro, no había razón para renunciar al divorcio. Además, estoy mucho más cerca de mis hijos ahora que cuando era el marido de su madre. Incluso soy más feliz con ellos, ahora.
¿Está usted contra el matrimonio, doctor Kissinger?
No. Lo del matrimonio o no matrimonio es un dilema que puede resolverse como cuestión de principio. Podría suceder que volviera a casarme… , sí que podría suceder. Pero verá usted: cuando se es una persona seria, como yo, convivir con otra persona y sobrevivir a esta convivencia, es muy difícil. Las relaciones entre una mujer y un tipo como yo son inevitablemente muy complejas … Hay que andar con cuidado. Me resulta difícil explicar estas cosas. No soy una persona que se confía a los periodistas.
Comprendo, doctor Kissinger. Nunca he entrevistado a nadie que sortease como usted las preguntas y las definiciones exactas, nadie que se defendiese como usted ante la tentativa de penetrar en su personalidad. ¿Es tímido, doctor Kissinger?
Sí. Bastante. Pero, en compensación, creo ser equilibrado. Hay quien me pinta como
un personaje atormentado, misterioso, y quien me pinta como un tipo casi alegre que sonríe siempre, que ríe siempre. Las dos imágenes son inexactas. No soy ni uno ni otro. Soy… No le diré qué soy. No se lo diré jamás a nadie.
Washington, noviembre 1972