Por: T. Coronel (r) Gustavo Roa C
Cuando la neurociencia y la psicología social explican la política, pero los factores regionales revelan su uso como herramienta de poder.
“La personalidad de cada ser humano juega un papel determinante en el tipo de ideología que le es afín a su formación, temperamento y propósito de vida. La ciencia puede confirmar esta tendencia”.
GRC.
A lo largo de la historia, la humanidad ha intentado descifrar los misterios de su propia evolución, entre ellos los que definen la manera en que pensamos y actuamos. La ciencia —especialmente la neurociencia y la psicología social— ha buscado explicar cómo se forman nuestros valores, creencias y costumbres, y de qué modo influyen en la orientación ideológica. Aunque los estudios no siempre alcanzan el rigor absoluto, ofrecen luces sobre la relación entre ciencia y política.
Un aporte importante en este campo lo expone el académico David Zaldumbide, apoyado en los conceptos de la organización Diplomacia Activa, dedicada al análisis en política internacional. Sus estudios plantean que existen mecanismos de la naturaleza humana que condicionan nuestras decisiones conscientes o inconscientes y, en consecuencia, nuestra manera de entender el mundo.
Surge entonces la pregunta central: ¿puede la ciencia explicar nuestra ideología?
La revista Nature publicó en 2019 un estudio que exploró el “círculo moral” y mostró diferencias entre conservadores y progresistas. Los primeros tienden a priorizar la familia, las tradiciones y las creencias cercanas. Los segundos, en cambio, otorgan mayor importancia a círculos sociales y políticos más amplios, incluso a causas y personas que no conocen directamente.
El filósofo australiano Peter Singer desarrolló la teoría de los círculos morales, según la cual existen “fronteras invisibles” que determinan quién merece nuestra atención y compasión. Este enfoque se conecta con el universalismo, entendido como la preocupación moral extendida a individuos o grupos lejanos, propia del progresismo.
Los estudios comparativos evidencian que los conservadores se identifican con estructuras rígidas y jerárquicas: primero la familia, luego los amigos, la ciudad, la nación y, más allá, el ecosistema. Los progresistas, por el contrario, tienden a estructuras abiertas y flexibles, donde lo global adquiere relevancia. Siete investigaciones sucesivas confirmaron esta constante: el progresismo se inclina por posturas liberales y universalistas, mientras que el conservatismo reafirma posiciones tradicionales, validadas por la experiencia y la práctica.
Las implicaciones políticas de estas diferencias son claras. Mientras los conservadores enfatizan en la defensa nacional, el bienestar comunitario y la preservación de las tradiciones, los progresistas centran sus banderas en fenómenos como la migración, el cambio climático, el feminismo y el ambientalismo.
No obstante, el estudio también advierte que estas tendencias varían según la región. En particular, América Latina presenta una singularidad: el progresismo ha sido moldeado por factores sociales, étnicos, económicos y ambientales, profundamente ligados a la identidad de sus pueblos.
En este contexto, el progresismo latinoamericano ha funcionado como una herramienta política de manipulación de masas, sustentada en el descontento social y el discurso populista. Bajo una dialéctica victimizante, fomenta el rechazo hacia las diferencias socioeconómicas, responsabilizando de ellas exclusivamente a los sectores productivos y empresariales. Así, líderes progresistas han capitalizado causas como la igualdad social, la defensa ambiental o los derechos de minorías étnicas y de género, presentándolas como banderas exclusivas de su corriente.
Sin embargo, las cifras históricas muestran que fueron los sectores conservadores —a través de la producción y la empresa— quienes contribuyeron al desarrollo lento pero sostenido de las condiciones sociales en la región. Ignorar este antecedente ha permitido que el progresismo construya narrativas políticas efectivas, aunque muchas veces desprovistas de bases reales.
En conclusión, los estudios de carácter científico, aunque valiosos, requieren un mayor enfoque regional para comprender la complejidad de la ideología en distintos contextos. En el caso de América Latina, es evidente que los factores culturales y sociales juegan un papel decisivo. Más allá de la ciencia, la explicación de nuestra tendencia ideológica exige analizar la historia particular de cada pueblo y las dinámicas propias de sus sociedad.