Por Rafael Nieto Loaiza
La defensa de la vida debe ser un pilar estructural de cualquier sociedad. De hecho, los estados, como los conocemos hoy, nacen de dos preocupaciones, relacionadas entre si: por un lado, concentrar las armas y el uso de la fuerza en un organismo único que se impusiera sobre los señores feudales y asegurara la vida de los ciudadanos y, por el otro, la creación de un sistema centralizado que resolviera las disputas entre los habitantes, de manera que se evitara la justicia por propia mano.
Siempre he sido provida. E intento ser coherente en ese propósito. Es un contrasentido matar so pretexto de combatir el aborto, como han hecho algunos fanáticos en los Estados Unidos. Y rechazo la pena de muerte, en todos los casos. Creo que solo se puede quitar la vida en ejercicio de la legítima defensa o del uso de la fuerza por parte del Estado con pleno respeto de los derechos humanos o del derecho internacional humanitario, según las circunstancias.
Por eso mismo, no creo en la eutanasia aunque sí en el derecho de morir dignamente. No son lo mismo. Y por eso, porque soy provida, combato el aborto. La mía no es una posición religiosa, aunque me parece que quienes la tienen merecen tanto respeto como los que no. Descalificar a quienes defienden la vida por motivaciones religiosas es signo de arrogancia, desconoce que una inmensa mayoría de personas construyen sus códigos éticos con base en sus creencias y desprecia el valor que han tenido esas creencias en la construcción de la sociedad civilizada.
Ahora bien, mi apuesta por la vida tiene un sustento ético distinto. Entiendo que la vida, la vida humana, es la base de todos los derechos que sin ella, por razones obvias, no pueden ejercerse. Por eso mismo, el derecho a la vida es el primero y el más importante de los derechos. Y cuando los otros derechos entran en conflicto con el derecho a la vida, debe primar la vida.
De entrada, esa primacía resuelve la discusión sobre el supuesto derecho de la mujer a su cuerpo como justificación del aborto. Primero, porque ese tal derecho, el derecho de la mujer a disponer de su cuerpo, no existe (para quienes dudan, tampoco existe el derecho de los hombres sobre sus cuerpos). No hay un tratado internacional que lo consagre.
Finalmente, porque aún si existiera ese supuesto derecho de la mujer (nuestra Corte Constitucional, tan “progresista» ella, todavía no ha creado ese «derecho»), el mismo estaría subordinado al derecho a la vida de la criatura por nacer. En esa colisión de derechos, el de la mujer a su cuerpo y el de la criatura a la vida, habría que decantarse por el derecho a vivir del ser por nacer. Después, y es mucho más importante, porque la criatura por nacer no es parte del cuerpo de la mujer, es un ser distinto. Depende de la madre, claro, pero no es “parte” de ella. De hecho, nuestro derecho reconoce al por nacer una condición humana diferente del de su progenitora, condición que debe ser protegida.
Pues bien, un magistrado de la Constitucional decidió aprovechar una demanda, que buscaba que exactamente lo contrario, para proponer que el aborto sea libre hasta la semana 16. Sin perjuicio de abordar esa ponencia en otra columna, baste decir que desconoce el derecho a la vida del feto. Y si lo que se alega es que no sabemos si hay vida antes de la semana 16, la duda debe resolverse en favor de la vida y no de su no existencia. Dicho de otra manera, si hoy no pudiera contestarse la pregunta de si hay vida antes de la semana 16, esa duda, mientras que se cuenta con los elementos para establecerlo de manera inequívoca, debería decantarse a favor de que sí la hay y no de lo contrario. Otra cosa sería, además, mandar al demonio el famoso principio de precaución del que tantos se sienten orgullosos pero a los el aborto les importa un pepino.
Mientras tanto, Alberto Brunori, representante en Colombia de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU, no tuvo empacho en sostener que deberíamos “despenalizar el aborto en todas sus formas”. Para ello alego las opiniones de los miembros de los comités de derechos humanos de Naciones Unidas que defienden el aborto. Pues esas opiniones son eso, opiniones, no normas jurídicas, no crean derechos y no obligan a los estados. Quienes sostienen otra cosa solo desconocen el derecho internacional y sus fuentes. Por cierto, el Pacto de San José, en cambio, que sí es un tratado y sí nos obliga, protege la vida desde la concepción.
Brunori añadió que lo decía “con respeto en medio de la discusión que se está dando en las altas cortes” y que no quería involucrarse en el debate. Todo esto sin sonrojarse y creyendo que acá somos todos un montón de imbéciles. Es obvio que sí pretendía influir en el discusión, que su propósito era precisamente ese y que tal intervención va más allá de sus competencia y resulta una abierta injerencia en asuntos que debemos decidir los colombianos, sin interferencias indebidas de burócratas de Naciones Unidas con agenda de izquierda, como la Alta Comisionada. Quizás por esa agenda y ese desvío ideológico es que, al mismo tiempo, la Alta Comisionada no ha dicho nada sobre que los crímenes de lesa humanidad y de guerra cometidos por las Farc queden sin castigo, incluyendo el reclutamiento de menores, su violación y los abortos forzados.
No fue el único exabrupto de esa Oficina en esta semana. Hubo al menos otros tres. Uno, sobre la ubicación de la Policía en el esquema ministerial, ameritó un claro rechazo del presidente Duque. Yo quisiera oír una declaración igual de enfática en relación con el aborto. Y que el Gobierno pensara, de una vez, en devolver a estos burócratas a sus oficinas en Ginebra y en frenar la transferencia de recursos hacia ellos. O, como mínimo, en trazarle una línea clara e inequívoca que ponga fin a la interferencia indebida de la Oficina en Colombia.