Por: Mayor General (RP) William René Salamanca
Hoy, en la celebración del Día Mundial de la Justicia Social, quiero rendirles un sentido homenaje a todos los niños, niñas, adolescentes, jóvenes, adultos y abuelos que, a pesar de la adversidad, se levantan a diario a construir un mejor país.
Son héroes anónimos de una sociedad caracterizada por la injusticia social, representada en el afán de unos pocos por seguir engrosando sus inmensas fortunas al precio que sea, la rampante corrupción, el delito en todas sus manifestaciones, la impunidad, la precaria legitimidad institucional y la indiferencia.
Es un día para felicitar a esos pequeños que antes de despuntar el sol ayudan a sus padres en las labores del campo para luego emprender largas y agotadoras caminatas hasta llegar a la escuela de la vereda con el firme propósito de vencer la ignorancia.
Muchos de ellos, tanto en el sector rural como en las grandes ciudades, a veces lo hacen en ayunas y sin los útiles necesarios y exigidos, como le ocurrió esta semana a una niña de quinto grado, del sur de Bogotá, a quien le negaron la entrada al colegio por no llevar tenis blancos.
En esta lista inagotable de héroes anónimos no pueden faltar sus padres, nuestros campesinos mayores; esos seres maravillosos que cosechan la tierra, de sol a sol o bajo la lluvia, para contribuir a alimentar a una sociedad que los mira con desdén y no les reconoce al menos el precio justo por tan loable labor.
Son ellos los que engalanan las carreteras de Colombia con esa gama de colores exclusiva de una tierra privilegiada, donde frutas, racimos de plátano, dulces, postres y bultos de yuca, panela y papa convierten el camino en una despensa a la espera de atender a cientos de visitantes del hermoso paisaje patrio.
Hasta entre neblina, como fantasmas, encontramos vendedores de quesos y arepas, quienes les hacen compañía a esos transportadores que conducen noches enteras para abastecer al país y que solo efectúan cortas pausas con el deseo de disfrutar de una taza de café o agua de panela en parajes atendidos por amables mujeres.
Son de la misma raza de quienes le cantan a la tierra mientras recogen café, arrean ganado en la inmensidad del Llano o participan de una molienda de caña panelera en Santander, Boyacá o Cundinamarca, y, al mismo tiempo, disfrutan de la carranga, la trova y otras manifestaciones folclóricas de la provincia. Y los días de mercado recorren con alegría los caminos y trochas de Colombia, en desvencijados vehículos, a lomo de mula e incluso a pie, para llegar a las plazas de pueblo, donde muchos intermediarios se quedan con el fruto de su arduo trabajo.
En los municipios es admirable la calidez de nuestra gente y la capacidad para rebuscarse la vida honradamente. En ese sentido, tengo muy presentes las genuinas sonrisas de las mujeres afrocolombianas vendedoras de cholao y demás delicias gastronómicas del Valle del Cauca, Nariño, Chocó, Cauca, así como de otros tantos lugares hermosos de nuestro país donde tuve el honor de servir.
Allá también disfruté de otra exquisitez, el famoso fiambre, y presencié cómo los pescadores se lanzan en sus pequeñas embarcaciones a conquistar el inmenso mar tan solo con la protección de una bendición.
Lo mismo sucede con ese ejército de trabajadores, formales e informales de las grandes urbes, que soporta horas enteras de trancones hasta llegar a sus sitios de trabajo para ganarse un salario mínimo o mucho menos, sin permitir que la precariedad de la remuneración le robe el entusiasmo por la vida.
Entre ellos se cuentan los del sector de la construcción, quienes, después de una agotadora mañana de esfuerzo físico y un sencillo almuerzo, le ponen el ánimo suficiente a los malos tiempos para jugarse un buen partido de fútbol antes de retornar a su difícil tarea.
Admirable el trabajo de miles de mujeres que dejan a sus hijos al cuidado de terceros, e incluso solos, para ir en la protección de niños de otras familias y realizar quehaceres domésticos. O aquellas enfermeras que contribuyen a salvar vidas en medio del caos hospitalario.
Otros guerreros de la vida se toman andenes, separadores de vías, buses y hasta semáforos para ofrecer todo tipo de productos, demostrar sus innatos y poco valorados talentos y hasta hacer malabares, con el único propósito de recoger unas monedas y llevar el pan a sus humildes y lejanas moradas. Imposible olvidar a los recicladores y su aporte a la sostenibilidad del planeta.
Y unos miles más hacen el sacrificio de trabajar y estudiar al mismo tiempo, en jornadas que comienzan a las 5 de la mañana y terminan después de medianoche, sin derecho a un rato de esparcimiento. Para ellos no existe el cansancio, solo el inagotable compromiso de soñar con un mejor mañana.
Mención especial merecen nuestros policías y soldados. Son hombres y mujeres con una vocación de servicio difícil de emular. Exponer su vida para proteger otras, como lo hacen a diario, es propio de valientes y soñadores.
Recuerdo que cuando tuve bajo mi responsabilidad la Dirección de Protección y Servicios Especiales de nuestra Policía Nacional descubrí que muchos uniformados cumplían las veces de padre y madre y, al mismo tiempo, realizaban a cabalidad su misión institucional.
Escuchar sus historias de vida para sacar adelante a sus hijos es inspirador. Madrugan más que los demás, no solo porque viven en sitios remotos, sino porque ayudan a arreglar a sus hijos, les preparan el desayuno y los llevan al colegio, para luego partir hacia sus sitios de trabajo. Ahí comprendí que con tan solo mejorarles los horarios ayudaríamos en algo a su bienestar y al de sus queridas familias. El resultado fue contundente: agradecimiento total hacia la institución y mayor compromiso con la ciudadanía. Esa sencilla fórmula la replicamos en otras Direcciones, como Seguridad Ciudadana y Tránsito y Transporte, y la Inspección General, con idénticos frutos.
También me acompañan siniguales escenas de compromiso, como la de un grupo de carabineros de Tumaco que, pese a regresar extenuado de una riesgosa operación contra la minería ilegal, en plena manigua del Triángulo de Telembí, no solo dio el parte de misión cumplida, sino que estaba listo para emprender la que se le encomendara.
Lo mismo puedo afirmar de nuestros soldados, con quienes tuve el privilegio de trabajar. Son aguerridos jóvenes que recorren hasta el último rincón de Colombia llevando a cuestas dos arrobas de equipaje, más armas y pertrechos, con el patriótico propósito de proteger nuestra independencia, soberanía y democracia.
Capítulo aparte para los abuelos que no se dejan doblegar por el paso de los años, el olvido y la ingratitud a que los hemos sometido, y que siguen aportando con su experiencia a la construcción de una mejor nación.
Cómo no recordar en esta fecha tan especial a miles de compatriotas en condición de discapacidad, dispuestos a sobreponerse inclusive a dificultades cotidianas, como la falta de rampas para acceder a un bus o a un edificio, y potencializar sus habilidades, trabajar y hasta representarnos con orgullo en grandes eventos deportivos y culturales de talla mundial.
Muchos de los mencionados a lo largo de este escrito hacen parte de la Colombia olvidada, los mismos que no han permitido que el país caiga en el abismo de la inviabilidad como sociedad; los mismos que a diario nos recuerdan que el trabajo honesto es una de las cualidades más extraordinarias del ser humano; los mismos que valoran mucho más la vida que quienes creen tenerlo todo.
En este tiempo de elecciones de representantes del pueblo, como buscan ser reconocidos los congresistas y el Presidente de la República, en el que las encuestas reafirman el creciente pesimismo de los colombianos en las instituciones y sus líderes, mi invitación es a mirar hacia el mundo de los más necesitados y trazar políticas públicas que cambien su realidad, porque ellos son la verdadera patria.