Por: Mayor General (RP) William René Salamanca Ramírez
En medio del creciente costo de vida y de la cruda ola invernal que está afectando poblaciones y grandes extensiones de cultivos, esta semana se conoció la preocupante encuesta de Calidad de Vida del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane).
El resultado más alarmante lo constituye el aumento en casi nueve puntos porcentuales de la percepción de pobreza en los hogares colombianos, al pasar de 37,9 por ciento en 2019 a 46,7 en 2021. Eso significa que cerca de 24 millones de colombianos sienten que carecen de los recursos mínimos para satisfacer sus necesidades básicas cotidianas, como alimentos, servicios públicos, vestuario, transporte, educación y salud.
Estas cifras crecen de manera exponencial en la Colombia profunda, como en Vichada (87,1 %), La Guajira (80,5 %), Chocó (79,5 %), Vaupés (77,7 %), Sucre (77,4 %) y Córdoba (76,8 %).
Sorprende que una potencia en biodiversidad y con vocación agropecuaria, en tiempos en que la humanidad sufre por agua y alimentos, se caracterice porque sus campos se estén quedando abandonados. La encuesta revela que de 51,2 millones de personas que habitamos en Colombia, tan solo 12,3 millones viven en zonas rurales.
Otro hecho alarmante lo constituye que miles de hogares se vieron obligados a vender su casa o apartamento en los últimos dos años para suplir sus gastos diarios. Según el Dane, en 2019, el 41,6 por ciento de los 17 millones de hogares colombianos vivía en morada propia, pero ahora es de tan solo el 34,7 por ciento. Eso significa que más del 65 por ciento de nuestra gente tiene que pagar arriendo.
Y aunque la cobertura de internet a nivel nacional alcanzó el 60 por ciento, la encuesta revela que en las zonas rurales más del 70 por ciento de la población no tiene acceso a este servicio de vital importancia en el mundo moderno.
Adicionalmente, mientras en las grandes urbes, como Bogotá, crecen los trancones por cuenta de la mayor adquisición de vehículos, lo cierto es que a nivel nacional decreció el número de familias con carro propio, al pasar del 15,6 por ciento en 2019 a 14,3 en 2021. Y, lo peor, en departamentos como Vaupés y Guainía, solo el 0,3 por ciento de los hogares tiene acceso a un automóvil.
Este desolador panorama ratifica lo revelado recientemente por la encuesta Invamer, en la que el 85 por ciento de los colombianos considera que el país va por mal camino, el segundo nivel más alto de las mediciones hechas por esta firma en los últimos 28 años, tan solo superado por el del año pasado, que alcanzó el 90 por ciento.
El estudio del Dane reafirma las estimaciones de la Asociación Nacional de Instituciones Financieras (Anif) sobre el fenómeno de la inflación. La agremiación señala que más de 2 millones de compatriotas caerán en la pobreza extrema y 570 mil más pasarán a ser pobres si no se controla esta problemática.
A su vez, Fedesarrollo advierte que los altos costos de la canasta familiar golpean especialmente a los hogares más pobres y vulnerables, debido a que destinan una mayor proporción de sus ingresos a la compra de alimentos, ya que estos se derivan del sustento diario y, por ende, la capacidad de ahorro es inexistente.
Es claro que este creciente empobrecimiento del país es el resultado de la pandemia, la galopante corrupción, que supera los 50 billones de pesos anuales, el desempleo, la falta de infraestructura y la inseguridad, problemática que el 93 por ciento de los colombianos considera ha empeorado en los últimos años.
Incluso, fenómenos exógenos, como la guerra en Ucrania, vienen acrecentando la pobreza en Colombia, si se tiene en cuenta la escasez de fertilizantes en el mundo, de los cuales nuestro país importa el 75 por ciento, especialmente urea, fosfato diamónico, fosfato monoamónico y cloruro de potasio.
De ahí que esta semana las propias Naciones Unidas pidieron acelerar el fin de este conflicto para frenar la crisis tridimensional -alimentaria, energética y financiera- que está golpeando con mayor dureza las economías más vulnerables del mundo.
En el caso colombiano, como principio fundamental para comenzar a vencer la pobreza, es urgente implementar una Nueva Política Integral de Seguridad, con énfasis en convivencia ciudadana y cambio climático, que comience por recuperar el control del territorio, amenazado por los distintos actores armados.
Difícil de entender cómo dos carros atravesados por el crimen organizado en vías de la zona del Catatumbo hayan tenido que ser ‘inspeccionados’ y retirados por habitantes de la región, sin conocimiento alguno en explosivos y sin ningún implemento de seguridad, tras permanecer ocho días bloqueando carreteras de vital importancia para la región.
Además, en Arauca, los lugareños tuvieron que levantar los cuerpos de cuatro personas asesinadas, entre ellas dos niños, sin que mediara autoridad alguna para poder iniciar la respectiva investigación. Solo el defensor del Pueblo, Carlos Camargo, en un destacado acto de responsabilidad institucional, viajó a la zona y calificó de “escalofriante” la situación de violencia que enfrentan este departamento y otras regiones del país, como el Chocó, donde en su sola capital, Quibdó, este año han asesinado a 80 jóvenes.
Y es que sin seguridad es imposible avanzar en la solución de los problemas estructurales que aquejan al país, como la pobreza. Por eso, nuestra invitación a los distintos candidatos presidenciales es a proponer fórmulas concretas y reales para garantizar la integridad territorial y la tranquilidad ciudadana, contener la rampante inflación, bajar los índices de informalidad de nuestra economía y ofrecer oportunidades a los más necesitados, en especial a los que habitan en la Colombia olvidada, la misma que durante mis 38 años de servicio a la patria observé cómo tiene que sobrevivir en condiciones de abandono y marginalidad.
No puede ser que todavía millones de colombianos se acuesten sin saber qué es cenar o que cientos de niños sigan colgándose de cuerdas o atravesando peligrosas quebradas o ríos y hasta caminando horas enteras para llegar a la escuela más cercana.
De seguro, no creo que sea tan difícil construir unos cuantos puentes peatonales, arreglar caminos y vías de acceso y ofrecer un mínimo de transporte para estos muchachos que, a pesar de la adversidad, sueñan con un mejor futuro para ellos y sus familias.
Inclusive, recientemente conocí la triste historia de un estudiante del municipio nariñense de Roberto Payán que cayó en una mina antipersonal por tener que ir al monte a realizar sus necesidades fisiológicas, ya que el centro educativo carece de un elemental baño. Es más, esta semana escuché con asombro cómo centenares de estudiantes, profesores y padres de familia de un colegio del sur de Bogotá protestaban ante la falta de agua, porque desde hace meses se dañó una tubería en la zona.
Tampoco puede ser que el Programa de Alimentación Escolar (PAE) sea noticia cada año por escándalos de corrupción y la precaria calidad de la comida que les ofrece a nuestros niños, que incluye desde carne de burro y caballo hasta irrisorias porciones, muchas veces en estado de descomposición.
Incomprensible que nos hayamos acostumbrado a convivir, en medio de la indiferencia, con más de 40 mil personas en condición de calle, entre ellas al menos 3 mil niños.
El pueblo colombiano reclama menos retórica y menos agravios por parte de los aspirantes a la primera magistratura del país y muchas más fórmulas innovadoras, focalizadas y diferenciales para enfrentar la pobreza en los cordones de miseria de las grandes urbes y en los territorios acosados por los actores armados.
Me resisto a creer que un país tan rico como el nuestro esté condenado a la pobreza y la violencia, máxime si se tiene en cuenta la capacidad de trabajo y resiliencia de nuestra gente. Como bien lo dijo el expresidente uruguayo Pepe Mujica: “Se ve que en la historia de Colombia el Estado ha fallado en ofrecerle el mínimo de garantías a la ciudadanía. No hablo ni siquiera en el aspecto económico, sino de lo elemental: respirar, caminar por la calle, vivir, pobre o rico, pero vivir tranquilo”.