Por: Leandro Ramos
“El latinoamericano, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en estos países, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el latinoamericano es un individuo, no un ciudadano”.
Lo dijo Jorge Luis Borges, en otra de sus piezas maestras: Nuestro pobre individualismo (Otras inquisiciones, 1952). Me he tomado la libertad de ampliar su análisis al conjunto de nuestros pueblos. Originalmente está circunscrito a los argentinos, pero es evidente que las carencias comparativas de nuestra individualidad son compartidas desde el sur del río Bravo hasta la Patagonia. Las “heredamos” de España, como también lo indica el autor, en donde aún persisten.
La identificación con el Estado edifica al individuo, lo convierte en ciudadano. Comienza con una capacidad cognitiva de abstracción, la cual permite separar el Estado como unidad de instituciones y cuerpos administrativos de los políticos que lo dirigen. Aunque no cabe preocuparse demasiado al respecto, porque tampoco hay esperanza. En Colombia, por ejemplo, la educación es mediocre, se encuentra estancada y en manos de la politiquería oficial o contestataria. Por su parte, el ministerio de cultura cumple una década dedicado a servirle a la barbarie (Galeón San José) y a los negocios.
“El Estado es impersonal: el latinoamericano solo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar dineros públicos no es un crimen”, agrega Borges. De haber sido otro nuestro devenir, la ilustración masiva de los individuos habría evolucionado para controlar al ejecutivo, al legislador y al juez. Cuando estos fallan, los ciudadanos entienden que la responsabilidad recae en las personas, no en el “sistema” –dado que el Estado es impersonal, inaprensible, mas no por ello irreal. Aguardan entonces para elegir mejor en las urnas. Exigen que el reclutamiento de los funcionarios públicos sea más estricto y por mérito, y cuenten con los medios suficientes y actualizados.
Asimismo, naciones de ciudadanos detectan con facilidad a quienes usan sus cargos para promoverse, a los que cacarean luchar contra la corrupción y la dejan intacta para sus socios, o a los que salen a mostrar detrimentos pero no recuperan un solo peso de los dineros públicos robados. Este tipo de poblaciones no son presa fácil de las candilejas de la autopromoción política. Los pre-ciudadanos, apenas individuos, por el contrario, se embelesan con los criminales. Al corrupto lo justifican, hasta le agradecen si robo poquito. Elevan a los Martín Fierro o los Tirofijo a héroes, los convierten en referentes. Permiten además que se renueven como legión: “aurelianos”, “santrichs”, “maduros”. Creen en la santificación internacional.
“El mundo, para el europeo, es un cosmos, en el que cada cual íntimamente corresponde a la función que ejerce; para el latinoamericano, es un caos”, completa el poeta. De ahí que los principios, valores y acciones de este individuo regional estén organizados por el azar y la impredecibilidad. Al fin y al cabo, las rutas del enriquecimiento, del éxito, de la supervivencia incluso, son escasas, se juegan en la lotería del día a día. Si bien el tiquete ganador se suele comprar en la taquilla del poder político. Las otras fuentes de capital, de futuro, no son seguras o estables. Ni la ciencia, ni la técnica, ni la industria, ni la cultura, o cualesquiera otra función diferente a la cual se pueda íntimamente dedicar un individuo con ganas de ser ciudadano.
Es posible que los rasgos de nuestro individualismo latinoamericano no sean susceptibles de enriquecerse. Lucen más bien como una codificación genética de nuestro carácter que se ha estabilizado como rasgo definitorio. Si en la comparación con Occidente o con el Asia renaciente resulta ser una individualidad deficitaria, parece no quedar otra opción que aceptar su ennoblecimiento como diferencia, diversidad, multiculturalidad o algo parecido.