Por: Saúl Hernández Bolívar
Hace cinco años se firmó el pacto de impunidad que fue rechazado por los colombianos en un burlado plebiscito, y la paz no se ve por parte alguna.
Cada día es más notorio el fracaso del mal llamado ‘acuerdo de paz’ transado entre las Farc y Juan Manuel Santos. Las noticias a diario redundan en el asesinato a mansalva de militares y policías a manos de criminales de los más diversos grupos terroristas que campean a lo largo y ancho del país, encabezados por las mismas Farc de siempre —que algunos insisten en llamar «disidencias»—, además del ELN y el denominado Clan del Golfo, dedicados todos a diversas actividades criminales, sobre todo el narcotráfico y la minería ilegal.
Obviamente, los grupos de delincuencia organizada que existen en el país son muchos más pues estos brotan silvestres donde no se ejerce la autoridad, que es un valor que hace rato volvimos a perder en nuestra tierra. Una de sus peores consecuencias la vemos en el frecuente asesinato de los llamados «líderes sociales» a pesar de que el Estado hace un gran esfuerzo en materia de protección dotándolos de escoltas y camionetas blindadas a cargo de los contribuyentes. Pero, más que el ser «líderes sociales», un invento de la ONU en el que se enmarcan más de veinte categorías, su lazo común es el de ser habitantes de zonas cocaleras, donde la violencia está desbordada.
Y, como si eso no fuera suficiente, ahora se está viviendo una oleada de inseguridad en las ciudades pocas veces vista. Retrocedimos veinte años. Volvimos a una época de miedo en la que robaban carros en cada esquina y había que ceder a los requerimientos de los delincuentes si no se quería terminar muerto. Hoy es peor: primero matan y después roban. La sevicia de estos criminales es aterradora. Es el modus operandi de los delincuentes venezolanos, muchos de los cuales han sido infiltrados aquí para causar zozobra. Y la extorsión está volviendo a sus «mejores» tiempos.
A pesar de todo, la sociedad enfrenta inerme esta arremetida cuando lo lógico es que, ante la incapacidad del Estado, los ciudadanos pudieran portar armas para defenderse o tenerlas en sus negocios y residencias, aunque sea solo para disuadir a los delincuentes. Pero no, ahora también quieren restringir el uso de las llamadas «armas de fogueo», piezas de imitación que no disparan balas de verdad sino salvas o proyectiles de goma, siendo las personas honestas las que no podrán portarlas mientras los criminales no solo las van a conseguir en el mercado negro, sino que las convertirán en armas letales.
Por otra parte, las violentas protestas que se vienen implementando desde 2019, cargadas de verdadero terrorismo urbano, también hacen parte de ese panorama de perturbación que causa malestar entre los colombianos. El extenso paro que inició el 28 de abril dejó profundas cicatrices que tal vez jamás se curen, empezando por el haber propiciado el más cruento pico de la pandemia y siguiendo con la quiebra de empresas, la destrucción del patrimonio público (semáforos, medios de transporte, monumentos, etc.), la impunidad reinante a favor de los sujetos señalados de cometer inmensos desafueros y la incertidumbre permanente de no saber dónde y cuándo se presentarán nuevos desmanes. No en vano, muchos creen que la demolición del Monumento a los Héroes simboliza el fin de la patria colombiana.
Todo este clima de violencia se está convirtiendo, para usar un término pandémico, en la «nueva normalidad». Se busca que los ciudadanos se acostumbren al abandono estatal, a la orfandad, al desamparo, a la desprotección, y pierdan la fe en las instituciones para darle espacio a un cambio social drástico, radicalmente opuesto, que no es otro que el de hacer un «pacto histórico» para la abolición de las libertades y la instauración de una dictadura comunista.
Por eso, a algunos les pareció tan normal rendirle un homenaje, tras los once años de su muerte, a un criminal tan monstruoso como el ‘Mono Jojoy’, cuyo abatimiento a manos del Estado era tan esperado por los ciudadanos —no celebrado, hay que aclarar— como en su momento lo fue el de Pablo Escobar. ¡Qué escándalo no suscitaría entre los biempensantes hacerle un homenaje a Carlos Castaño o a su hermano Fidel! Y adobar un despropósito de esta magnitud con la afirmación de que los secuestrados tenían sus comodidades en la selva… ¡Qué tal el cinismo!
Hace cinco años se firmó el pacto de impunidad que fue rechazado por los colombianos en un burlado plebiscito, y la paz no se ve por parte alguna. Y es que sin justicia no hay paz. Abimael Guzmán pasó sus últimos treinta años en un sótano; en nuestro medio, en cambio, los terroristas tienen curules en el Congreso y el camino despejado a la Presidencia.
@SaulHernandezB