Por: Andrés Pastrana
En un mundo convulsionado por circunstancias extraordinarias los principios del conservatismo son un faro para las sociedades acosadas por la desesperanza y atraídas hacia el abismo de las aventuras delirantes.
Cuando el Libertador se definió, en contraste con sus contemporáneos, como “el hombre de las dificultades”, marcó indeleblemente nuestro conservatismo y señaló un camino que Mariano Ospina Pérez habría de definir en términos modernos al afirmar que “no somos mercaderes de ilusiones; somos empresarios de realidades”. Diciendo y haciendo.
Los conservadores somos lo que somos. No la caricatura que pintan nuestros contradictores. Somos gente de sentido práctico, hacemos las cosas bien, y nuestra profunda conciencia social y sentido moral han estado presentes en las grandes realizaciones para la integración y defensa de los olvidados, así como en las grandes empresas de desarrollo del estado y la sociedad. Y, siempre, siempre en la defensa de las instituciones.
En un país en el que el partido liberal, atomizado en sus diversos matices de izquierda y derecha, se enquista en el gobierno que eligieron otros; en el que su socia, la izquierda engañosa, monta mecanismos seudo democráticos para corromper las instituciones; en esa Colombia el conservatismo está amenazado.
Y cuando digo conservatismo no me refiero a las maquinarias o las curules, ni a los votos ni a los cargos públicos. Cuando digo conservatismo me refiero a las ideas que nuestros contradictores atacan porque les temen. Las ideas, el espíritu, los principios y el sentimiento popular que golpean a la izquierda en las urnas y desafían exitosamente con votos sus locuras populistas.
La izquierda, con el patrocinio de nuestros impuestos, se ha propuesto escribir una historia oficial de Colombia a su antojo. Una historia para la que pocos jóvenes recuerdan siquiera la publicación en Londres, en 1848, del Manifiesto Comunista que comienza con lo que bien podría ser nuevamente admonición para nuestra América Latina: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”.
En el mundo escasamente comunicado de entonces, sin telégrafo, con vapores surcando los grandes ríos y trenes de mulas remontando los Andes, apenas un año más tarde, en 1849, José Eusebio Caro y Mariano Ospina Rodríguez respondían desde una joven república llamada Colombia al materialismo de Marx y Engels con lo que llamaron un Programa Conservador, una breve y precisa constitución humanista de apenas ocho puntos que casi dos siglos más tarde no ha perdido su frescura.
Desde una perspectiva histórica podríamos decir hoy sorprendidos que ese contrapunto de manifiesto y programa está más vivo que nunca en el contraste político que hoy denominamos polarización. El Manifiesto, como los virus que nos aquejan, ha mutado para sobrevivir pero su esencia está viva en la izquierda alérgica a las instituciones democráticas y apasionada en su afán totalitario bajo un sinfín de pretextos de apariencia noble.
Los dos primeros puntos del programa conservador de 1849 resuenan en la Colombia actual, agobiada por la entrega de las instituciones mediante las más descaradas maniobras antidemocráticas. El umbral de votos manipulado para lo que sería un plebiscito, en el que la voluntad popular fue desconocida y el proceso parlamentario posterior falsificado con un desplante dictatorial al que ni siquiera le pudieron encontrar nombre en español y denominaron ‘fast track’.
Así como tuvieron que importar -¡manes del manifiesto!- a un marxista leninista, hoy secretario general del Partido Comunista Español, para diseñar e imponer una seudojusticia a la medida de la subversión y el narcotráfico como garantía plena de una impunidad sin penas ni retribuciones. Lo que sí lograron en nuestra tierra quienes feriaron las instituciones fue el triste concurso del Partido Conservador como cómplice de sus tropelías antidemocráticas.
“El orden constitucional contra la dictadura”, comienzan Caro y Ospina como si advirtieran a su Partido. Y rematan en “La legalidad contra las vías de hecho”. Con esas pocas palabras los fundadores anclaron los principios del conservatismo democrático y el humanismo integral enfrentados al espectro materialista y totalitario que nos rondaba. El orden constitucional contra la dictadura y la legalidad contra las vías de hecho, habrá que recalcarle a nuestros dirigentes plegados a los designios de La Habana.
En el viejo programa no hay nada anacrónico ni retrógrado. En el contexto de 1849 la democracia era revolucionaria y nosotros, los colombianos, hijos de revolución aún joven. Desde entonces, y bajo la luz de esos principios, el conservatismo enfrentaba al materialismo, el radicalismo, el socialismo y el comunismo.
La libertad contra la opresión y el despotismo, la igualdad contra el privilegio, la tolerancia real y efectiva, la propiedad contra el robo y la usurpación, la seguridad contra la arbitrariedad, la civilización contra la barbarie. Un lenguaje claro y unos principios precisos que hoy nos pretenden arrebatar otras ideologías, bajo otros ropajes y con otros fines.
Esos son los cimientos del conservatismo, arquitecto de instituciones, con visión de futuro, vocación social y conciencia de conservación y desarrollo sostenible. Las realizaciones de inspiración conservadora marcan las grandes conquistas sociales y la construcción de nuestra nación, desde la Constitución de 1886 que unió en república una nación desmembrada, hasta el Plan Colombia que marcó el principio del fin de la subversión y el paramilitarismo y devolvió al estado el monopolio de la fuerza en una nación resignada entonces a la barbarie y las vías de hecho.
Somos vino viejo en odre nuevo. Las instituciones fundamentales de la economía, los pilares de los derechos de los trabajadores y campesinos, el primer código de recursos naturales del planeta y la búsqueda incansable de una paz justa y perdurable han sido herencia del conservatismo. Seguramente las nuevas generaciones no recuerdan que la mayoría de las instituciones a las que tanto se les exige y que hoy garantizan los derechos sociales son logros del partido conservador. Como tampoco recordarán que el Programa de 1849 afirma como principio esencial que “el conservador no tiene por guía a ningún hombre”.
Como el más reciente, mas no el último de los presidentes conservadores de Colombia, me preocupo sobre el futuro de nuestra colectividad. Y, como conservador, reflexiono sobre el sentido de nuestro pasado con la mirada puesta en el futuro. Pienso sobre lo logrado, sobre los aciertos y los errores individuales y colectivos, y lo mucho que está por hacer. Y, hoy más que nunca, por lo que nos corresponde como partido y país, enmendar.
Me duele, debo confesarlo, que nuestro partido no sólo se haya alineado con los enemigos del orden y las instituciones sino que en ese equivocado y peligroso camino haya bajado la guardia frente al poder criminal y corruptor del narcotráfico. La complicidad del Partido Conservador en el desmonte del Plan Colombia y la consecuente legalización, por omisión, del narcotráfico son una vergüenza histórica y un desafío al país decente que tanta sangre derramó enfrentando el desafío de una delincuencia corruptora que llegó a comprarse un presidente de Colombia.
En la Colombia de hoy es el más grave pecado permitir las 300 mil hectáreas de coca que además constituyen para nuestra biodiversa Colombia una hecatombe ambiental por la que han de pagar penosamente las generaciones venideras.
La multiplicación por cinco del negocio de la droga es un inaudito desafío no respondido por el gobierno. Es un reto a quienes lo elegimos en una coalición de principios y objetivos que se han negociado con socios de última hora a cambio de lo que se ha dado por llamar -ya eufemísticamente- gobernabilidad. No podemos, como conservadores, dejar que se olviden Familias en Acción, Empleo en Acción y Jóvenes en Acción como armas sociales para enfrentar al narcotráfico y la subversión. Como tampoco podemos olvidar que el Plan Colombia, con tres gobernantes consecutivos, estuvo a punto de erradicar de plano la totalidad de los cultivos de coca. La curva estadística no miente.
Hasta que las Farc y su cartel dictaron sentencia de muerte al Plan Colombia para garantizar la empresa criminal más grande de la historia y montar al gobierno entrante en la bicicleta estática de la erradicación manual, arriesgando inútilmente la vida e integridad de nuestros soldados y policías.
Ante esta circunstancia que el mundo contempla atónito, todos los colombianos y colombianas de convicciones conservadoras, más allá de su militancia y sin excepción, albergan una indignación apenas comparable a aquella del robo del plebiscito. La palabra empeñada con el electorado y el país era otra. Para cumplirla no se requieren plebiscitos ni voraces pactos burocráticos para que dejen gobernar. Para ello basta con gobernar.
La llamada Justicia Especial para la Paz, JEP, es un organismo espurio que no respeta a las ramas del poder público, ante todo porque el poderoso Ejecutivo se paraliza ante sus desmanes. La norma más elemental del seudo tribunal ha debido ser la expulsión de quienes no cumplieran los requisitos de elemental verdad, justicia y reparación. Sin embargo, insistir sobre los reiterados incumplimientos, mentiras y desafíos al gobierno sería llover sobre mojado. Este monstruo de la injusticia engendrado en La Habana ha encontrado el terreno propicio para sentar sus raíces.
La justicia ha sido suplantada y la impunidad campea mientras los criminales y la subversión contemplan el espectáculo de un gobierno incapaz de tocar el escándalo que sacudió a América Latina y en el que Colombia ha dado una señal de impunidad al más alto de los niveles posibles: el de un presidente de la República y su campaña de reelección impunes. Una vez más, con la complicidad de sus socios del Partido Conservador.
En estos días de crisis tampoco he dejado de reflexionar sobre el enorme sacrificio de los colombianos cuando en mi gobierno cuando nos propusimos salvar el agonizante sistema bancario que heredamos. Lo hicimos bajo la convicción plena de que salvábamos así al país y su economía, ya advertidos por el catastrófico “corralito” del que aún no se repone la economía argentina.
Los colombianos nos metimos la mano al bolsillo y pagamos un impuesto temporal que posteriores gobiernos volvieron permanente. Y salvamos la economía al salvar la banca. A unos bancos los salvamos directamente, y a otros, que alegan no haber acudido a la plata de los colombianos, los salvamos aun cuando su arrogancia no les permitía entender que todos los colombianos éramos pasajeros del barco que se hundía tras el desastre de un infame narcogobierno.
Esos bancos, que hoy están en deuda con los colombianos que les echaron el flotador, reportan en el último trimestre utilidades superiores al cien por ciento. Esto no es justo, dirán con razón de sobra los colombianos que sufren las consecuencias de esta pandemia. Pero el gobierno responde prometiendo más impuestos sin exigir a los banqueros una pronta respuesta, efectiva y humana.
El conservatismo colombiano, profundamente nacional y de hondas raíces cristianas, no es el partido del capitalismo salvaje que relega a los pobres, que no defiende a los trabajadores y desconoce a la clase media. Esa no es nuestra historia y así lo hemos demostrado una y otra vez. Así, por el bien común y con sentido de economía social de mercado, un gobierno conservador intervino con mano firme para evitar, con el concurso y el sacrificio de los colombianos, el colapso del sistema financiero.
En una economía social de mercado, por la que propugnan los partidos conservadores del mundo actual, las utilidades de quienes cuentan con las privilegiadas licencias del estado para manejar dineros de los ciudadanos deben tener un sentido de equidad, proporcionalidad y elemental justicia. Ante lo que hoy sucede, el Partido Conservador y sus innumerables economistas no pueden estar ausentes. Sería, además, sería una pésima señal para un país en la más grande de sus crisis, ad-portas de un año electoral.
Se ha dicho una y mil veces que en Colombia el conservatismo es mucho más que el partido conservador. Así el elector debe ser el verdadero dueño de la colectividad que exige no un simple maquillaje de estatutos sino una reforma a fondo que le permita retomar sus raíces populares. En los partidos modernos los grandes electores políticos tienen una participación sensata y democrática, limitada y garantizada por mecanismos no manipulables, genuinamente participativos. Su gran fuerza, así como la del Partido, está en el discurso actual y las ideas perdurables, no en las fugaces maquinarias.
En este empeño conservador debemos ser francos y prácticos si queremos volver a aspirar al poder con un lenguaje convincente, con gente nueva sin tacha, para atraer a las personas valiosas que hoy se marginan de la colectividad y la política.
Tenemos las ideas, tenemos la voluntad y tenemos la gente a la espera de ser convocada. Debemos recoger de nuevo a quienes se han dispersado en otras toldas y se encuentran profundamente desilusionados de la política. Es nuestra misión como partido rescatar la ilusión y transmitirla con emoción. Tenemos que demostrar nuevamente a Colombia que, cuando gobernamos, cumplimos.