Por: Abelardo De La Espriella.
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Entre más atrasado es un pueblo, mayor es su interés por la política. En Colombia paradójicamente, la democracia divide familias, separa parejas, distancia amigos y crea toda suerte de fricciones humanas inimaginables. Esta es la razón: los intereses particulares de cada quien, que, por lo general, no son los mismos de la tierra a la que dicen amar. Y es que no podría ser de otra forma, en un país cuyo mayor empleador es el Estado. Así como lo oye: a pesar de que nuestra República está más limpia, que “un rancho solo”, como dice el vallenato, el presupuesto público es “la teta” de la que muchos comen, y, en consecuencia, no quieren soltarla por nada del mundo.
Claro que la política debe despertar la “curiosidad” de los administrados, pues se trata del manejo de la cosa pública, que, al final del día, indefectiblemente terminará por afectar la forma de vida de la sociedad, ya sea positiva, ya sea negativamente, pero esa participación no debería ser tan condicionada como para que dé al traste con las relaciones interpersonales, que son las que generan el tejido y la cohesión social necesarias para materializar la idea de una verdadera y próspera Nación. ¿De qué sirven tantas elecciones, si como conglomerado social y humano estamos fracturados hasta el tuétano?
En el imaginario colectivo colombiano existe la falsa creencia según la cual el Estado debe resolverle todo a los particulares. Nada más alejado de la realidad económica que nos aqueja y del fin último del ejercicio de la política: con unas finanzas tan lánguidas y menesterosas, si acaso alcanza para el mero funcionamiento de “la máquina” averiada que es esta patria. Ni siquiera con las arcas llenas un país tiene por qué ser asistencialista en extremo: resulta nefasto en demasía acostumbrar a la gente a que tiene todo ganado y merecido, pues la capacidad de hacer empresa, la de innovar y la de querer salir adelante quedan aniquiladas por la seguridad que da el tener todo a la mano, con tan solo pedirlo.
Y el problema empieza en el seno familiar y en la universidad: a nuestros jóvenes se les da un mal ejemplo, cuando en sus casas no conocen otra forma de sustento que la estatal; si han vivido entre los puestos burocráticos y contratos públicos de sus padres toda su vida, lo más seguro es que sigan ese camino. En la educación también está el “pecado”: son muy pocos los centros de educación superior que impulsan a sus estudiantes a forjar un espíritu empresarial que les permitan ver extraordinarios y maravillosos horizontes. Debemos instruir a los adolescentes para que aprendan a crear emprendimientos alejados del sector público. La generación de riqueza se da en otro lado del “paraíso”; no en el costado de la paquidérmica burocracia estatal.
En los países serios, como Estados Unidos, un día de elecciones transcurre sin ningún sobresalto. Es más, cuando se celebran ni se notan: la sobriedad es total, pues no hay un cálculo distinto, a ejercer un derecho ciudadano con la esperanza de sufragar por los mejores, ello en gran medida gracias a la independencia que los votantes tienen al estar, en su mayoría, en el sector privado.
Ahora bien, se necesitan de políticos y funcionarios (de eso no cabe duda), y los hay muy buenos, como hay otros más malos que un veneno; los conozco patriotas y preocupados por la salud de la República, pero son una ínfima minoría, y sé de otros que no pudieron hacer nada de provecho en su existencia y, por descarte, aterrizaron adonde jamás debieron llegar.
En fin, esto es un circo y no queda de otra que tratar de arreglarlo y para eso lo mejor es darles el voto a los buenos, a quienes no son guiados por la vanidad y el revanchismo, a aquellos a los que les duele la patria y no piensan enriquecerse a costillas del bienestar de otros y mucho menos entregar el país a caducas y fracasadas ideologías que han generado pobreza y desastres en otras latitudes.
Hay que mirar la política como un ejercicio para asegurar el bien común, porque de otra forma no tiene sentido. Esa es la única ruta para salir de una buena vez del atraso y la involución.
La ñapa I: He visto enfermedades terribles y la envidia. No solo se trata de una aflicción espiritual por el éxito y la felicidad de otros; también, al parecer, se manifiesta de forma física: basta ver la cara de un envidioso: es como si un veneno recorriera su cuerpo. ¡Hasta la expresión de sus ojos se enturbia como el más caudaloso de los ríos! El envidioso nunca tiene paz, a juzgar por la saña y la amargura con la que procede, y nunca entiende que el daño se lo está haciendo a sí mismo. Tengo la fortuna de jamás haber padecido tan abyecto sentimiento: estoy seguro que de niño me “vacunaron” contra esa peste. Lo propio he hecho con mis hijos: al igual que yo, serán felices si a otros les va bien. Esa es la gran diferencia entera la grandeza y la pequeñez.
La ñapa II: ¡Ah, por cierto, la envidia es otro de los grandes obstáculos que padecemos, como sociedad, para alcanzar la prosperidad y el bien común!
La ñapa III: Recientemente, partió de este mundo mi querido amigo Camilo Berrocal, un hombre entrañable, íntegro, divertido. Nos va a hacer mucha falta. Paz en su tumba.