Por: José F Torres Fernández de Castro
No pasa por un buen momento el Estado Social de Derecho en Colombia. Los pilares fundamentales sobre los que descansa su estructura están siendo, poco a poco, demolidos sin que la sociedad reaccione en la forma como debería hacerlo. Es necesario que la sociedad despierte, que las personas dejen de lado la posición que hoy tienen, cómoda pero peligrosa, de asumir que lo que sucede no es con ellos, como si el tema no les interesara o como si no valiera la pena luchar por la defensa de los valores que sustentan la democracia y la libre empresa o, peor aún, de creer, equivocadamente, que nada habrá de pasar.
Parecería que a muchos dirigentes les diera vergüenza defender esos valores, ante el temor de lo que pudiere pensar la comunidad internacional o simplemente por creer que la desigualdad social existente y la necesidad de combatirla justifican los desmanes ocurridos.
Peligroso camino recorre Colombia. Es mucho lo que está en juego: preservar la democracia, la libre empresa, la propiedad privada y evitar que el país sucumba por la pérdida de los valores éticos, la corrupción galopante y por la miseria de aquellos políticos que, presos de sus intereses particulares -frecuentemente mezquinos-, han escondido la cabeza durante estos convulsionados momentos en lugar de dar prioridad a los intereses generales y de contribuir con sus luces a la recuperación del sendero. Sin embargo, la grandeza no es propia de ellos.
El camino que ha venido recorriéndose ha sido muy claro: hechos de gravedad extrema se pasaron por alto sin consecuencias punitivas de ninguna índole. Primero, el hecho de que se hubiera obtenido por medios ilegítimos una reelección presidencial, en la que hizo presencia una financiación ilegal de la campaña y un montaje urdido por la Fiscalía General de la Nación para afectar -como en efecto sucedió- al otro candidato presidencial.
Segundo, la burla de la voluntad popular, expresada ésta última en el plebiscito, cuyo resultado fue un rechazo mayoritario al Acuerdo de Paz de la Habana, voluntad abierta y totalmente rechazada por un Presidente y un Congreso que desconocieron al poder constituyente y por una Corte Constitucional que refrendó el Acuerdo mediante una decisión adoptada en contravía de decisiones anteriores de la misma corporación y haciendo caso omiso de aquello de que la soberanía, por mandato constitucional, reside en el pueblo.
Tercero, al paso que el Gobierno implementa a gran velocidad el Acuerdo de Paz y mantiene para las Farc los beneficios de representación política, recursos dinerarios, escoltas, etc., obtiene como contraprestación el rompimiento del acuerdo por parte del Jefe Negociador de las Farc y de algunos otros que lo acompañaron, además del incumplimiento del mismo, toda vez que no hubo entrega real de bienes, ni verdad ni reparación, ni revelación de rutas del narcotráfico ni asunción de responsabilidad por el reclutamiento de niños o por las violaciones de mujeres.
Son muchas las voces que se pronuncian en el sentido de dejar todo eso atrás, en el olvido, para poder avanzar. Con otras palabras, echar la basura debajo de la cama o debajo de las cobijas, pero un imperativo ético lo torna imposible. Olvidar todo equivale a bendecir con impunidad, a no sentar precedentes, a dejar de lado la responsabilidad histórica que nos asiste para que estos hechos no se vuelvan a repetir.
Ahora se habla de una negociación con un Comité del Paro que no se sabe a quién representa, que no ha sido elegido y cuyas pretensiones económicas, por desbordar cualquier límite razonable, demuestran que sus intenciones son otras, las de hacer claudicar al Gobierno y arrebatarle el poder. Hacerle concesiones a ese Comité equivale a legitimar tanto sus intenciones como los medios de que se valieron y pondría de presente que de nada sirvieron las marchas, estas sí pacíficas, que promovieron colombianos defensores de la democracia y la libre empresa.
Está claro que lo que está en juego es la democracia y el Gobierno debe hacer lo necesario para evitar que esta se destruya, lo cual implica actuar de diversas maneras, en diversos frentes, empezando por desenmascarar plenamente las verdaderas intenciones de los promotores del paro, a quienes no les interesan las reivindicaciones sociales sino, como lo expresó un dirigente de Fecode, la búsqueda del poder.
Quedó en evidencia que Fecode se alejó de su rol primordial, consistente en la formación en el respeto a los derechos humanos, la paz y la democracia y que existen fundadas razones para dudar de que la enseñanza está a cargo de personas de reconocida idoneidad ética y pedagógica, como se ordena en la Constitución (art. 68). Quedó claro también que el Estado no ha ejercido la necesaria inspección y vigilancia de la educación a fin de velar por su calidad, por el cumplimiento de sus fines y por la mejor formación moral, intelectual y física de los educandos, en contravía de sus deberes constitucionales (arts.41 y 67). La responsabilidad de Fecode en todo lo sucedido es muy grande y en cualquier Estado de Derecho ello comporta sanciones. No obstante, Colombia es el paraíso de la impunidad, en donde todo se perdona, todo se olvida, en donde los delitos se dejan prescribir, en donde no se quiere penalizar nada ni a nadie.
So pretexto del ejercicio del derecho a la protesta social pacífica o, más bien, bajo el amparo del mismo, se produjo el más grave atentado de que se tenga noticia en la historia reciente, contra el pacto social existente, es decir, contra la Constitución. Ese atentado se caracterizó por el irrespeto a los derechos ajenos, el abuso de los propios, el desconocimiento del principio de solidaridad social y de la necesidad de salvaguardia de la paz ciudadana (art. 95), la violación palmaria de derechos consagrados en la Constitución, como los de circular por el territorio nacional (art. 24), el derecho al trabajo -que goza de especial protección- (art. 25), la propiedad privada (art. 58), la libre competencia económica, la iniciativa privada y la libertad económica (art. 333), la protección de los bienes de uso público y el patrimonio cultural de la nación (arts. 63 y 72), la seguridad alimentaria, entre otros.
Estos hechos, aparentemente aislados, siembran serias dudas acerca de si en Colombia prevalecen las vías de hecho frente a las vías de derecho.
No es posible que la democracia funcione a la inversa, es decir, que las vías de hecho, ejercidas por una minoría violenta, terminen imponiéndose frente a las mayorías que ejercieron el derecho al voto y ganaron las elecciones y frente a mayorías pacíficas que también hicieron uso de su derecho a protestar contra la violación de sus derechos por parte de aquellas minorías. No es posible convenir, sin detrimento de la democracia, la ejecución de un programa de gobierno que no triunfó en las elecciones. No es posible que las mayorías queden desamparadas mientras unas minorías violentas se hacen sentir para querer doblegar al Estado.
El Gobierno no puede titubear para tomar la decisión de hacer respetar los derechos de las mayorías, los cuales están igualmente protegidos en la Constitución y esa decisión debe ser siempre adoptada en forma oportuna y no tardía. Algunos han aplaudido que el Gobierno no haya hecho el suficiente y oportuno uso legítimo de la fuerza para evitar los saqueos y los bloqueos, con el argumento de que el resultado ha sido el desprestigio de los promotores del paro y de que ello se verá en las próximas elecciones. No compartimos ese criterio pues el costo ha sido excesivo, calculado hasta ahora en más de 11 billones de pesos, y no ha impedido que la comunidad internacional se haya formado una idea equivocada del accionar del Gobierno. Ello sin contar con los costos derivados de la pérdida de confianza en el país. Con otras palabras, el Estado se quedó con el pecado y con el género: con la imagen de ser un gobierno represivo -cuando no lo es-, con una lesión de los derechos fundamentales de la comunidad pacífica, que no tiene antecedentes, y con muchas sombras respecto del futuro del país.
El Gobierno debe tener claro que debe hacer lo necesario para no pavimentar el camino de demolición de la institucionalidad y de los pilares fundamentales de nuestra sociedad, ya bastante maltrechos. Debe saber quiénes son sus aliados y hacer pactos que le permitan construir con ellos la necesaria gobernabilidad.
Por otra parte, las mayorías deben comprender que la pasividad no es buena consejera. Los defensores de la democracia, la libre empresa y la libertad económica deben tomar conciencia de que es necesario acudir vigorosamente en su apoyo, lo que implica adelantar estrategias de diverso orden -jurídicas, políticas y económicas- encaminadas a contrarrestar el accionar de quienes pretender acabar con la democracia. No se puede ser tímido en esa defensa. No basta con darle prioridad a la reactivación económica, como estrategia de generación de empleo, sino que es necesario coordinar acciones decisivas, dentro del marco de la ley, para derrotar a los violentos y a quienes utilizan la combinación de las formas de lucha. Es una tarea a la que deben sumarse los gremios económicos, en coordinación con aquellos dirigentes políticos con los que exista identidad de ideas, principios y valores, y que no da espera pues el 2022 es el próximo año.