Por: T.Coronel (R) Gustavo Roa C.
“De lo impensable a la demencia popular, solo hay un paso. La vergonzosa ingeniería social, utilizada por el progresismo.”
El poder no solo se ejerce con armas ni con leyes, sino con ideas. Y pocas herramientas han sido tan efectivas para moldear el pensamiento colectivo como la llamada ventana de Overton, un mecanismo psicológico y político que permite transformar progresivamente lo que una sociedad considera moralmente inaceptable en algo plausible, defendible e incluso obligatorio.
Este concepto, popularizado en la obra homónima del analista conservador Glenn Beck y explicado magistralmente por el columnista ruso Evgueni Gorzhaltsán, describe cómo ciertos actores ideológicos manipulan la percepción social para invertir los valores tradicionales, destruyendo principios éticos consolidados y reemplazándolos por narrativas artificiales disfrazadas de progreso.
La táctica es sencilla, pero devastadora: identificar sectores con legítimas frustraciones sociales —desempleados, minorías, activistas ambientales o de género— y convertirlos en combustible emocional. A partir de allí, se repite incansablemente un mensaje que enfrenta al pueblo contra las instituciones, los empresarios, la justicia e incluso la moral misma. Se sustituye el debate por el resentimiento y la razón por la consigna.
La ventana de Overton consta de seis fases escalonadas:
- Impensable: se introduce una idea absurda o escandalosa, apenas sugerida en ámbitos marginales.
- Radical: se presenta como propuesta polémica pero debatible.
- Aceptable: se le otorga espacio en medios, academia y círculos intelectuales.
- Sensible: se asocia al sufrimiento de víctimas reales o fabricadas.
- Popular: se promueve como símbolo de modernidad y justicia social.
- Política: se convierte en norma obligatoria, castigando al disidente.
También existe una variante inversa, empleada para destruir valores establecidos. En ese caso, se califica una ley o principio como retrógrado; se moviliza emocionalmente al pueblo en su contra; se le caricaturiza como opresor, y finalmente se deroga o reemplaza..
Esta estrategia no distingue fronteras. Ha sido utilizada por líderes como Chávez, Putin, Ortega, Correa, Petro e incluso figuras de derecha como Trump, quienes entendieron que para transformar una nación no basta con gobernar: hay que reprogramar la mente colectiva.
En Colombia, este método ha sido aplicado con especial habilidad por Gustavo Petro, un populista que, lejos de actuar como estadista, ha demostrado comportamientos propios de un agitador profesional, tal como ocurrió recientemente en la Asamblea General de la ONU, en Nueva York. Resultaba impensable, que el presidente de un país suramericano, megáfono es mano y buscando protagonismo, aprovechara una protesta callejera, de algunos ciudadanos norteamericanos contra la guerra de Israel con Hamás, para lanzar toda clase de improperios, propuestas, y recomendaciones propias de un demente. Ese tipo de populistas, buscan afanosamente que el discurso no busque consenso, sino confrontación; no construyen institucionalidad, la erosionan.
Apelando siempre al victimismo —personal y colectivo— y recordando su época de activista en el grupo terrorista M19, ha promovido consultas callejeras, disturbios, bloqueos, invasiones de propiedad privada y burlas abiertas a la separación de poderes. Ha deslegitimado al Congreso, ridiculizado a la justicia, confrontado a las Fuerzas Militares y denigrado públicamente de sus propios funcionarios cuando no le obedecen ciegamente.
La ventana de Overton ha sido su brújula. Lo que ayer era impensable —desconocer fallos judiciales, premiar a delincuentes, romantizar la ilegalidad— hoy es presentado como solución social. Lo que antes era delito hoy se pinta como rebeldía legítima. Lo que antes era orden hoy se llama opresión. Invertir la moral para gobernar desde el caos: esa es la ecuación.
No se trata de negar que existan injusticias históricas. Se trata de advertir que la reparación no puede construirse desde la venganza ni desde la destrucción institucional. Ninguna causa social justifica pisotear la ley ni convertir al Estado en escenario de chantaje emocional permanente.
La verdadera justicia no se logra reemplazando la ética por el resentimiento. Una nación no puede sobrevivir si sus gobernantes dedican sus energías a dividir, señalar, amenazar y manipular la mente de los ciudadanos hasta volverlos súbditos ideológicos.
Hoy más que nunca, Colombia necesita entender la trampa. Cuando lo impensable empiece a parecer razonable, cuando el caos se disfrace de libertad, cuando el irrespeto se presente como valentía, sabremos que la ventana ya se abrió… y cerrarla será mucho más difícil.