Por: Miguel Gómez Martínez
Miguel Gómez Martínez
No se discute que Gustavo Petro haya sido elegido presidente de la República. Fue un resultado claro y un triunfo legítimo, pero no aplastante en las urnas.
En cambio, lo que resulta aplastante es la mayoría parlamentaria que ha obtenido el nuevo mandatario. ¿Qué pasó con los que decían representar a los 10,5 millones de personas que no votaron por el triunfador?
Que los de la U hayan sido los primeros en abandonarlos no es de extrañar porque son el partido de Santos y hace tiempo que el expresidente estaba apoyando a Petro. Dilian y su bancada no sobreviven sin puestos ni contratos. Sus caudas necesitan del estado como el parásito del huésped. Para ellos sin poder no hay política.
Mucho más sorprendente es la posición del otrora Partido Conservador. El país conoce que esa colectividad está, desde hace años, colonizada por barones clientelistas regionales. También sabe que, del ideario conservador, muy poco queda en su actuar. Pero podían haber por lo menos disimulado. Corrieron en masa a respaldar al nuevo mandatario con entusiasmo frenético olvidando que es la antítesis de todo su ideario. En su carrera a la indignidad pisotearon al expresidente Pastrana y al jefe del Directorio Nacional que resultaron ser meras figuras decorativas.
Lánguida ha sido la actitud política del ingeniero Rodolfo Hernández. Sus más de 10 millones de electores quedaron huérfanos pues no ha entendido el sentido del mandato que se expresa en las urnas. Destruyó la poca credibilidad que tenía como vocero de la mitad de los colombianos.
El mandato electoral no existe en Colombia. Al hacer campaña, el candidato expone su ideario por el que vota el ciudadano. Al resultar elegido debe cumplir el mandato que recibió de sus electores. Es la base del compromiso democrático que debería ser respetado por el que obtiene la credencial. Pero en nuestro país, pasadas las elecciones, los que han sido elegidos creen que ellos no tienen que responderles a sus votantes.
¿Qué pensarán los conservadores al ver que su partido, en una voltereta impensable adhieren a un gobierno que no tiene nada que ver con sus postulados? ¿Olvidarán esa descarada traición? ¿Volverán a votar por quienes, sin vergüenza ni dignidad, prefirieron sus intereses a los de sus electores?
Todo lo anterior nos lleva a preguntarnos si la elección presidencial fue una parodia o una comedia. Si fue lo primero, es el mayor engaño que se haya hecho en una democracia. Si fue lo segundo, los actores dejaron caer sus máscaras y mostraron su desprecio por el elector.