Por: Leandro Ramos
La regla democrática establece que las mayorías gobiernan sobre las minorías. Afirmar lo contrario es absurdo. Sin embargo, es lo que acaba de hacer en su última columna dominical el ex jefe negociador del “acuerdo de paz”.
De la Calle develó su disparatada interpretación sobre el régimen de acceso y decisión del poder político del Estado por cuenta de un proyecto de ley aún incipiente, que permitiría revocar o modificar fallos de la Corte Constitucional vía referendo; lo cual no suena descabellado: “Es ni más ni menos que el regreso a una desueta concepción de democracia en la que priman los números sobre los valores. La democracia hoy no se limita a gobernar con mayorías, sino que es de su esencia la preservación de los derechos de las minorías. Cada fallo que amplíe derechos fundamentales contramayoritarios sería despellejado en las urnas”.
Pues bien, claro que lo que priman son los números. Quien gana las elecciones está obligado a tomar las decisiones que prometió. En el caso de los mandatarios, el voto mayoritario asume además que elige un conjunto más o menos coherente de valores, políticas, énfasis y estilos; los cuales deberán salir a relucir ante situaciones no previstas durante la campaña (soportar a un perdedor delirante, por ejemplo). En cuanto a los legisladores, hagan o no parte de las mayorías en sus respectivas cámaras, la expectativa obvia y legítima del elector es que sus representantes actúen de conformidad con las concepciones e intereses que lo eligieron.
¿Hasta dónde llegarán, si proponen con naturalidad una democracia lunática, en la que gobiernan los perdedores? Suficiente tenemos con la multiplicación de las “garantías” para la “oposición”, que lesionan cada vez más la regla democrática universal y su funcionamiento práctico.
Ahora bien, un planteamiento que pone la “esencia” de la democracia en la preservación de los “derechos de las minorías” no es más que otro intento de invertir o subvertir el orden constitucional. En primer lugar porque define estas “minorías” por criterios ajenos a nuestro régimen: la orientación sexual, el género, la religión, la libre personalidad, la adscripción étnica, las trayectorias o experiencias de vida.
Las minorías en la teoría democrática no son las minorías identitarias, empezando por ahí. Un ordenamiento genuinamente liberal no clasifica a sus ciudadanos por “enfoques” de identidad. Para el Estado republicano y democrático, todos sus asociados nacen libres e iguales ante la ley. Una vez adultos, son ciudadanos seriados cuyas competencias deberían ser el factor principal que diferencie su futuro ocupacional.
Adicionalmente, dado nuestro centenario ordenamiento jurídico de base y cultura, nada perverso podría hacerle la mayoría gobernante al ejercicio de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos, como portar cuanta identidad deseen –así gobierne la “cofradía de catatumba” de la derecha, como discriminatoriamente la denomina el columnista. Lo que irrita en cambio es que por vía judicial se imponga el privilegio del ejercicio de unas identidades sobre otras.
Dado que la izquierda, ahora en proceso de fusión bajo la batuta del ex negociador, no ha accedido al poder ejecutivo desde hace más de dos décadas (saben que a Santos “lo eligió Uribe” y que se reeligió fraudulentamente), han aprendido que consiguen respaldo electoral fragmentando la población mediante la creación incesante de identidades. Luego les aplican el mecanismo de reclutamiento electoral: victimizar su situación, asignar culpables, titularizarle “derechos” y asignarle cacique.
Consiguen que el ciudadano, portador de múltiples intereses públicos, quede encerrado en una identidad minúscula y controlable. Si llegan a preguntar por aquellos intereses generales, la respuesta está lista: el Estado proveerá. Es decir, la futura élite de izquierda que controlaría esa provisión de bienes y servicios mediante estatismo y redes de proveedores capturadas por sus partidarios y familiares.
Cabe otra corrección al columnista: es la izquierda la que ha sido “perdedora en el terreno electoral”, insignificante en el plano de las ideas y ajena a un “omnipresente” concepto de liberalismo que coloca los retos generales inalcanzados o inacabados en primer lugar. De ahí que nuestra acostumbrada mayoría democrática se enfoque en particularidades, velocidades y estándares para resolver la ausencia del monopolio estatal de la fuerza, la debilidad de las economías de mercado o el déficit en infraestructuras de calidad.
Pero hay razones para preocuparse. El gobierno actual no luce conectado con la realidad que lo llevó a la victoria. Si bien aún queda tiempo para sincronizar con el mandato democrático, crece cada vez más una alternativa de izquierda que, gracias a mecanismos anti-liberales pero efectivos, puede lograr pronto el margen que le permita pasar a gobernar. Luego desatará la deformación anunciada de la democracia hasta convertirla en tiranía de una minoría.