Por: Juan José Gómez
En tiempos donde el patriotismo parece una reliquia, aún quedamos quienes defendemos a Colombia como madre, como origen, como destino. Amamos esta tierra porque aquí nacimos, aquí aprendimos a vivir, aquí soñamos, amamos y enterramos a nuestros muertos. Por eso, cuando el poder la mancilla, no cabe el silencio.
Lo que estamos viviendo bajo la presidencia de Gustavo Petro no es simplemente un mal gobierno: es una degradación institucional que rebaja a Colombia tanto en el interior como en el exterior. Petro no llegó al poder por sus méritos, sino por el error de una ciudadanía engañada o impulsada por el resentimiento. Su pasado violento, su desprecio por las formas republicanas, su complejo mesiánico y su errática vida privada eran conocidos. Aun así, se le confió la jefatura del Estado.
Su promesa de “cambio” nunca fue definida, y hoy, tras más de tres años de mandato, ese cambio se revela como un populismo de izquierda radical, con tintes de decrecimiento económico y desprecio por la institucionalidad. La economía se ha resentido por su obsesión anticapitalista; la salud pública, antes modelo regional, ha sido desmantelada por una política improvisada y vengativa contra el sector privado; y la Fuerza Pública ha sido debilitada mediante despidos masivos, recortes presupuestales y una narrativa que la trata como enemiga, no como garante de la seguridad nacional.
La llamada “Paz Total” ha sido otro fracaso. En lugar de desmovilizar a los grupos armados, les ha cedido espacio, legitimidad y poder territorial. Hoy existen zonas vedadas para el Estado, donde la ley no rige y la Fuerza Pública no entra. El resultado: más violencia, más inseguridad, más impunidad.
En el plano internacional, Petro ha aislado a Colombia de sus aliados históricos. Ha ofendido reiteradamente a Estados Unidos, nuestro principal socio comercial y estratégico, y ha roto relaciones con Israel, país que cooperaba en defensa y tecnología. Pero lo más grave es su cercanía con las peores tiranías del continente: Venezuela, Cuba y Nicaragua. Esa alineación ideológica no solo desprestigia a Colombia, sino que la arrastra hacia el eje del autoritarismo latinoamericano.
Colombia no merece esta degradación. La historia juzgará, pero antes de eso, corresponde a los ciudadanos, a las instituciones y a la prensa levantar la voz. Porque callar ante el deshonor es traicionar a la Patria.
Y más aún: corresponde a los colombianos organizarse desde ahora, con criterio, con civismo, con amor por la democracia. Las elecciones del próximo año no pueden ser una repetición del engaño, la improvisación y la traición. Deben ser una oportunidad para recuperar el rumbo, para elegir con conciencia y responsabilidad a quienes representen la paz, la libertad, la igualdad y la prosperidad. No se trata de partidos, se trata de principios. No se trata de ideologías huecas, sino de compromisos reales con la Nación. Que cada voto sea una defensa de Colombia, no una condena.
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