Por: Leandro Ramos
La toma terrorista y la masacre del Palacio de Justicia en 1985 dejó en claro el nivel de la amenaza que pendía sobre el Estado y con ello sobre toda la institucionalidad que le daba vida a la nación. No pudo haberse encarado de peor manera. Las élites del país, en lugar de haber revisado todo lo que venían haciendo y omitían hacer, prefirieron transitar el camino de la capitulación a las exigencias y a la agenda de los criminales. Con sutileza y buena perorata justificativa, cómo no. Proliferaron luego los “procesos de paz”, las “justicias transicionales” y se instituyó una redefinición incesante de cualquier piso fundacional. Hasta el sol de hoy.
Apenas cinco años después de la catástrofe se redactaba una nueva constitución política junto a la organización criminal que acaba de calcinar la rama de justicia. La aventura interpretativa de coyuntura de un grupo de estudiantes, que terminó en la convocatoria de una asamblea constituyente, se le había aparecido a una élite predispuesta como la mejor ruta para evitar afrontar su incapacidad de construir el poder de Estado necesario para derrotar todos los tipos de amenazas sustantivas.
Sus protagonistas, convertidos y nuevos reinsertados, terminaron formando una generación, no etárea, sino de poder, que desde entonces capitanea el declive institucional del país. Uno de los más repulsivos y peligrosos de esos reinsertados, reincidente seudo intelectual camuflado como visionario, aún tiene la opción legal de ganarse la presidencia.
Esta generación logró consolidar su posición tergiversando la trayectoria y los acumulados republicanos. Colombia no nació en 1991. Nuestras instituciones se activan desde la creación del Virreinato de la Nueva Granada (comienzos del siglo XVIII), bajo el peso a su vez de una tradición secular española y europea. Alcanzan su apogeo con la independencia y las disputas en torno a la frustrada Gran Colombia; y continúan enseguida bajo varias oleadas modernizantes aunque turbulentas alrededor de los intereses centralistas o federalistas.
A finales del siglo XIX y durante el siglo XX, son innumerables los procesos de maduración que atraviesan las ramas del poder. Se multiplican también las organizaciones estatales en todos los niveles y para todos los ámbitos. El país también conoció antes del 91 la creación de un mercado nacional básico y consiguió un desarrollo exportador. Estabilizó además su régimen democrático y superó la violencia ideológico-partidista; entre otros logros.
Seguramente ninguno de éstos impecable desde la cómoda perspectiva actual, ni siquiera óptimos –especialmente cuando se comparan con trayectorias simultáneas más exitosas. Pero siglos de construcción imperfecta han quedado encerrados en descalificaciones como “Estado de sitio”, “régimen autoritario”, “democracia restringida”; “garantes” a su vez de una sociedad “oligarca”, “inequitativa”, “excluyente”, etc.
Cuando no renombra y caricaturiza, la generación del 91 se dedica a hundir el pasado institucional en el olvido, lo cual les permite erigirse a ellos mismos como figuras fundacionales. Anularon la obligación intelectual que impone nuestra larga historia, cancelando con ello su efecto de poner a cada actor actual como eslabón raso de una extensa cadena que continuará.
Tres décadas después, el país bajo el poder de esta generación sigue estancado en el subdesarrollo y la mediocridad. La economía aún no se sobrepone a la apertura precipitada y sin modelo de recambio impuesta por el primer gobierno de la generación. La rama de justicia se pretendió reconstruir convirtiéndola en mero servicio masivo y popular (tutelas, conciliaciones, consultas, negociaciones penales), pero terminó en cambio saturada de corrupción, activismo político e inoperancia; aparte de regida por un galimatías doctrinal agravado ahora por la última asamblea constituyente de facto, conocida con el alias de fast-track.
El monopolio estatal de la fuerza se descartó como objetivo primero y esencial del Estado para cederle así el puesto a gestores y emprendedores de “la paz y la reconciliación”. El orden de policía y el civismo se sustituyó por la teatralidad inefectiva de la “cultura ciudadana”. Gobernadores y alcaldes vienen deshaciendo la idea de república unitaria, y no es coincidencia que entre sus protagonistas se encuentren herederos y militantes duros de esta generación.
Sus integrantes se encuentran en todos los partidos. Algunos son asintomáticos hasta que la prueba de realidad da positiva. Según ellos mismos, nunca el poder antes del 91 se encargó de la necesidad de mejorar la comida, el techo, la salud, la educación, la multiculturalidad; o la libertad y la dignidad de los colombianos. Carreta.
El efecto de cortar la extensión temporal y la complejidad de las referencias institucionales será siempre devastador para una sociedad. No podría ser de otra manera, dado que políticos, funcionarios y ciudadanos dejan de trabajar en sus fuentes autónomas de energía. Se torna así imposible ver el horizonte de objetivos y estaciones intermedias porque en lugar de treparse la élite en colinas talladas por el tiempo se dedica de hecho a aplanar cualquier poder público que imponga reglas de juego universales y abstractas; o se dedique a conseguir resultados materiales.
No es por tanto raro que Colombia no destaque en nada como nación. No posee la autoconfianza que solo procede de la acumulación de todas las formas de capital. Carece de la determinación colectiva para salir adelante dado que cedió toda conducción pública a un grupo superficial, ambicioso y vanidoso con el síndrome del pionero y el de Estocolmo.
Élite autogobernada por el evangelio empalagoso de los “derechos”, cuyo mantra operativo es el de “crear realidad mediante el lenguaje”. Como consecuencia, el poder del Estado ha quedado contraído, agarrotado, al trámite de una ley, a la expedición de una “política pública”; últimamente, a la pomposa manifestación diaria de una micro posición moral tuitera o televisada de hechos digitalizados.