Por: Andrés Villota
En Colombia se acaba de aprobar el monto más alto en toda la historia republicana del Presupuesto General de la Nación. Se aprobó un monto de COP$350,4 billones para la vigencia fiscal del año 2022. Solamente el 17,75%, es decir, COP$62,2 billones de pesos se destinarán a la tan cacareada inversión social, mientras que COP$210,1 billones de pesos, el 60,00% del presupuesto se destinará a cubrir los enormes gastos de funcionamiento del aparato burocrático estatal que, sumado al servicio de la deuda por COP$78 billones para pagar todo lo que dilapidó Juan Manuel Santos en nombre de la paz, se puede afirmar que el 82,22% del total del presupuesto se destina a financiar la actividad del Establecimiento y de sus calanchines.
Eso sucede en un país en el que todo el ahorro pensional de los colombianos está representado en enormes portafolios de TES y que el Mercado Público de Valores es utilizado, casi en su totalidad, para financiar al Estado a través del Mercado de Deuda Pública Local, quitándole a las empresas del sector real colombiano la posibilidad de obtener financiación en un mercado que fue creado para financiar a los empresarios y no para poder pagarle el sueldo a los funcionarios públicos o los contratos a tipos como Emilio Tapia.
Son evidentes los malabares que deben hacer los ministros de Hacienda y Crédito Público de turno para sostener y mantener un modelo de Estado y de administración pública que heredamos desde la presidencia de Alfonso López Pumarejo, quien antes de irse a vivir a su mansión en Londres ubicada en la exclusiva calle de Wilton Crescent, colombianizó el New Deal que ante la ausencia de los efectos dañinos de la Gran Depresión lo bautizó como Estado Social de Derecho y lo impuso para justificar políticas intervencionistas y la injerencia del Estado en la actividad privada, aplicando una ecuación en la que se legitimó el dominio y la toma de control de la sociedad por parte de una minoría que se mantiene hasta nuestros días.
En su momento, Ludwig von Mises equiparó el New Deal del demócrata Franklin Delano Roosevelt con las políticas de dictaduras comunistas como la de José Stalin en la Unión Soviética, Benito Mussolini en la Italia fascista y de Adolfo Hitler en la Alemania nazi, no solo por la omnipresencia del Estado que destruyó la autonomía y la libertad del ámbito privado, sino porque se expropió la riqueza de la sociedad para dársela, solamente, a un grupo de privilegiados cercanos al poder con la disculpa que era una forma de redistribuir la riqueza entre los más vulnerables en una época que no se había inventado, todavía, el cirirí de la amenaza del cambio climático como disculpa para poder repartir el erario público sin mayores controles o cuestionamientos.
En la Era Bipartidista del Frente Nacional y en el periodo pre Constitución de 1991, a manera de chiste, decían que el significado real de los colores de la bandera de Colombia era, el amarillo, el oro y la riqueza inconmensurable de Colombia y el azul y el rojo los colores de los partidos entre los que se repartía, haciendo una clara alusión al azul del partido Conservador y al rojo del partido Liberal. Tal vez por eso, ahora, se puso de moda la bandera del arco iris porque esa bandera representa mejor la multidistribución que se hace de la riqueza nacional entre los variopintos partidos y movimientos que abundan en el microcosmos del panorama político, en nombre de la inclusión, de la democracia, de la equidad de género y de la participación ciudadana.
Me acuerdo que cuando estaba en el colegio, en medio de mi ignorancia e inocencia, me parecía lo más normal y lógico que el hijo del congresista o del ministro lo recogieran en el carro más lujoso, viviera en una mansión, tuviera el monopatín de última generación y se vistiera con ropa traída del extranjero cuando eso era considerado un lujo. Confieso que pasaron muchos años para que me diera cuenta que un funcionario público tenía un ingreso muy inferior al del presidente de un banco o al del dueño de una PYME, aunque en la realidad, el político tenía una fortuna muy superior a la del banquero o a la del empresario. Creo que muchos naturalizaron esa situación y se convirtió en algo socialmente aceptado, sin mayores preguntas o suspicacias. El funcionario público era multimillonario porque sí.
A los que no les pareció tan normal esa situación y empezaron a cuestionar esas diferencias abismales entre los ingresos certificados y los movimientos de miles de millones de pesos que realizaban en sus cuentas, fue a los bancos privados que reportaron esas operaciones inusuales o sospechosas a la Unidad de Información y Análisis Financiero (UIAF) dependencia del ministerio de Hacienda y Crédito Público creada para perseguir el lavado de activos por actividades asociadas a las economías ilegales y la financiación del terrorismo. Quizá por eso, ahora, prefieren el efectivo que transportan en bolsas o morrales para evitar la fastidiosa trazabilidad que los delate. Cuando aparezca el peso colombiano digital y el dólar estadounidense digital y desaparezca el efectivo, se les va a acabar la guachafita a muchos.
Las investigaciones sobre esas transacciones financieras anómalas coincidieron con el gobierno del presidente Álvaro Uribe. Los investigados, al verse cogidos, empezaron a culpar al gobierno de “chuzar” sus comunicaciones y se mostraron ante la opinión pública como unos pobres inocentes perseguidos políticos del gobierno que estaba utilizando a sus entes de control y vigilancia para husmear en sus asuntos personales. El presidente Álvaro Uribe redujo el tamaño del Estado, lo que tampoco cayó bien entre los miembros del Establecimiento que vieron afectado su flujo de caja por culpa de esa decisión.
Investigar el origen de las fortunas de los miembros del Establecimiento y la reducción del tamaño del Estado le granjearon al presidente Uribe la animadversión de la minoría que se vio afectada y que trató de escalar y socializar la amenaza a sus intereses personales. Desde ese momento a Álvaro Uribe lo empezaron a calificar de “paramilitar” y asociaron a su familia con el narcotráfico, en complicidad con los periodistas y los académicos que se benefician de la fortuna del Establecimiento. Si revisan la información sobre el presidente Álvaro Uribe durante toda su actividad pública antes de ser presidente de Colombia, no existe ninguna acusación de ese tipo, ni su nombre es asociado con el paramilitarismo o el narcotráfico. El mensaje era muy claro: con el Establecimiento nadie se mete, es intocable. Los miembros del Establecimiento y su prole con pensamiento básico, odian al presidente Álvaro Uribe por haber osado meterse con ellos y afectar sus intereses personales.
Lo mismo pasa en Estados Unidos con el presidente Donald Trump y su intención de desmontar el macro tamaño del Estado y cortar con el despilfarro del dinero de los contribuyentes, lo odia el Deep State (Estado Profundo) y sus esbirros que pretenden magnificar ese supuesto odio acusándolo de ser un supremacista blanco y “un hombre naranja malo” (no es un chiste, eso le dicen), sin embargo, en las calles es impresionante el fervor que despierta Trump entre la gente que trabaja y produce que se cansó de financiar y de mantener a esa clase parásita que los domina. Incluso, los jóvenes que estudian en las mejores universidades de los Estados Unidos que, por ende, son los que poseen las mentes más brillantes y evolucionadas, muestran todos los fines de semana en los partidos de fútbol americano su rechazo a Joe Biden y a su modelo de gobierno que solo favorece a esa élite que permanece enquistada en Washington DC.
Que se vuelvan multimillonarios los que han ocupado cargos públicos después de haber administrado los recursos que son de todos, abre enormes interrogantes sobre el origen real de sus fortunas si tenemos en cuenta que por su trabajo, que no produce nada, ganan mucho menos que cualquier gran ejecutivo de las grandes empresas que sí generan valor y producen riqueza. Se supone que el político quiere llegar al poder para servirle a su comunidad y no, porque pretenda volverse millonario. O eso dicen.