Por: María Fernanda Cabal
Nada sorprende hoy día. Especialmente esa actitud hipócrita y «seudomoralista» de politiqueros oportunistas, que con enorme facilidad endilgan a los demás conductas que jamás cometieron. Su objetivo, avanzar en la propaganda de desprestigio para enlodar a quienes se opongan a sus intereses.
La semana pasada un nuevo “escándalo” se tomó las redes sociales y los medios de comunicación. Ésta vez, la afectada fue la vicepresidente de la República Marta Lucía Ramírez, a quien sentaron al patíbulo por una situación desafortunada ocurrida hace 23 años.
En el año 1997, su hermano Bernardo Ramírez se involucró en un negocio ilícito y como consecuencia fue acusado y condenado por ‘conspiración por tráfico de estupefacientes’ en los Estados Unidos. Pagó una pena de 4 años y medio de cárcel y fue liberado una vez cumplió su condena.
La vicepresidente ha sido clara en afirmar públicamente, que en ese momento le tendió la mano como lo hubiera hecho con cualquier familiar -es su hermano- en problemas. Firmó entonces una garantía -no una fianza- para asegurar que se presentaría a la justicia, como en efecto lo hizo; y lo llevó ante una Corte de la Florida para que reconociera su falta y respondiera por ella.
No era ningún secreto. Los archivos de éste tipo de delitos son públicos en los Estados Unidos. Quienes a lo largo de su carrera política han sido los jefes de la hoy vicepresidente, decidieron apegarse a su hoja de vida, en lugar de ‘inhabilitarla’ por una actuación ajena.
Dentro de su proceder, no hubo viso alguno que la convirtiera en una figura indigna para desempeñar el cargo que, por elección popular, ahora sustenta.
Por el contrario, desde el conocimiento pleno de la tragedia y el dolor que ha traído el narcotráfico a cientos de familias colombianas, su lucha firme contra éste flagelo ha sido probada a lo largo de su trayectoria política.
Sin embargo, sus enemigos resolvieron aprovecharse del acontecimiento y lanzar acusaciones temerarias y descaradas solicitando su renuncia.
Éstos “líderes”, que posan hoy como faros de la ética y la moral, omiten que no existen los delitos de sangre y que no se puede extender la responsabilidad individual de una conducta punible, a familiares que nada tuvieron que ver con el hecho.
Con un doble rasero, en una sociedad con los valores invertidos como la nuestra, se ha normalizado el aceptar que aquellos que actuaron desde la ilegalidad contra sus propios ciudadanos, sean quienes decidan si alguien merece o no ocupar cargos en el Estado.
Les parece admirable el hecho de tener un candidato presidencial cómo Gustavo Petro, quien habiendo pertenecido y participado de acciones atroces del M19 -que a sangre y fuego avanzaban en sus objetivos anarquistas-, sea uno de los primeros en hablar de la honorabilidad de aquellos que jamás empuñaron un arma, ni secuestraron, ni quemaron vivos a los magistrados del Palacio de Justicia.
Tampoco se sonrojan al guardar silencio frente al discurso revolucionario legalizado con el Acuerdo de las Farc, que ha ido lentamente minando la veracidad de los hechos de la historia; en donde los antiguos campos de concentración -cuya evidencia fue trasmitida por los medios de comunicación audiovisual, donde eran apiñados como gallinas en un galpón centenares de soldados, policías y civiles con cadenas en sus cuellos, ajustadas con pesados cerrojos-, sean descritos hoy como lugares de reclusión legal de «rehenes», donde se les brindaba un buen trato.
Son los mismos defensores a ultranza de los narcoterroristas que ahora dictan cátedra de paz en el Congreso de la República, mientras se hacen “los ciegos” con los nexos de sus “compañeros de lucha”, aliados con gobiernos mafiosos como la dictadura de Nicolás Maduro y los carteles de la droga.
Criticar una tragedia familiar y trasladar la responsabilidad a un impedimento ‘absolutista’ es grotesco. La realidad invertida de los asesinos indultados, traspasa cualquier límite, otorgándose a sí mismos el derecho a crear su «verdad» y señalar a los demás de ser culpables de delitos que jamás cometieron.
Ese es el costo que paga una sociedad sometida a vivir sin justicia, como la nuestra.