Por: José Fernando Torres
Hace algunos años el país estuvo a punto se sucumbir frente a los embates de la guerrilla, cuyos avances fueron importantes y ocasionaron salida de capitales y temor en la población. Colombia se consideraba por muchos, en ese entonces, un Estado fallido. Sin embargo, el país dio un giro de 180 grados con la llegada a la presidencia de Alvaro Uribe Vélez. Colombia recuperó la senda de la inversión y de la seguridad y en los ocho años que duró su gobierno el país volvió a respirar y a recuperar la esperanza perdida.
Vino luego el gobierno de Santos, elegido para continuar las políticas de su antecesor, sin cuyo apoyo Santos no hubiera podido lograr la presidencia. No obstante, el país vio, estupefacto, cómo esas políticas fueron enterradas y sustituidas por otras que destruyeron la unidad nacional existente hasta entonces para combatir a la guerrilla. Estas últimas políticas dieron paso a un malhadado y malogrado acuerdo de paz, que a su vez le dio a aquella espacios políticos impensables y el oxígeno para recuperar todo lo que habían perdido, y sentaron en el Congreso de la República -“el congreso”, con minúsculas- a personas acusadas de cometer delitos de lesa humanidad, que se comportan ahora como si tuvieran autoridad moral para hacer leyes y, valiéndose de su investidura, continúan socavando los cimientos de la sociedad colombiana. Los líderes políticos que abanderaron el NO en el plebiscito, luego de su triunfo se arrodillaron en el Palacio de Nariño. Como se dice coloquialmente, “mataron el tigre y se asustaron con el cuero”, y la sociedad no tuvo la entereza suficiente para reaccionar frente a semejante afrenta.
A Santos no le importaron las consecuencias de sus actos y llegó al extremo, con la complicidad del Congreso y de la Corte Constitucional, de desconocer la voluntad popular expresada en el plebiscito, violando de tajo el preámbulo y varias disposiciones de la Constitución Política, en las que se dice, de manera rimbombante, que exclusivamente en el pueblo reside la soberanía y que de él emana el poder público, de la misma manera como las Naciones Unidas afirman que la voluntad del pueblo es la fuente de legitimidad de los Estados soberanos, y como la Declaración Universal de Derechos Humanos indica que “La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público”.
Llegó luego el gobierno de Duque, cuyo legado, en medio de circunstancias tan difíciles como la pandemia, en materia de administración pasó el examen -salvo en algunos puntos oscuros de su mandato-, pero se rajó en materia política, gobernando en el tema de la paz con banderas distintas a las que enarboló como candidato, en forma tal que su gobierno pareció más ser continuidad del de su antecesor, lo que le mereció que algunos lo calificaran como el Kérenski colombiano, recordando a aquel político de la Rusia zarista que entregó el poder a los bolcheviques, sin pena ni gloria.
Llega luego Petro. Colombia, a pesar de su flaca memoria, aún recuerda cómo este se hizo elegir: impulsando una guerra ruin y deshonesta, carente de ética, encaminada a destruir moral y políticamente a los adversarios, valiéndose del esparcimiento de mentiras y rumores infundados, imputaciones deshonrosas y calumnias, todo fruto de elaboradas campañas de desprestigio en las que “todo vale”. Electo, las denuncias de fraude electoral que pulularon en redes sociales nunca fueron investigadas y los partidos políticos y el gobierno guardaron conveniente silencio.
Con Petro ya en el poder, el país entero ha sido testigo de escándalos mayúsculos en los que ha estado involucrada gente de su entorno más cercano, lo que en cualquier país decente o con un mínimo de valores éticos hubiera significado la caída y apresamiento de tales involucrados, pero ya está demostrado que Colombia no lo es y que en el país del Sagrado Corazón nada pasa. Ni la “oposición” -que así se hace llamar-, ni el empresariado ni los medios de comunicación, ni las universidades ni los líderes alzan su voz con estridencia para pedir que cese la horrible noche. No. Se acomodan para seguir gozando de privilegios y, para usar una expresión tan de moda ahora en Venezuela, para seguir “enchufados”.
No exigen por escrito, ni con comunicaciones dirigidas a la Comisión de Investigación y Acusación de la Cámara de Representantes, la aplicación del artículo 109 de la Constitución Política y los presidentes de las Cámaras tampoco pidenpremura en las investigaciones. Ni le exigen a la Fiscalía resultados en el esclarecimiento y sanción de los escándalos. Nadie se cae y no sólo no se caen, sino que a veces caen “hacia arriba” y las graves denuncias formuladas sobre sobornos a congresistas -que cobijan a miembros de esa Comisión que investigan las denuncias sobre violación de topes electorales en la elección presidencial y también a congresistas de la “oposición”- no han impedido que el congreso -con minúsculas- apruebe las reformas que el gobierno ha presentado, sin que estas hayan sido objeto de debates, ni que los funcionarios acusados sigan olímpicamente en sus cargos.
Las voces de oposición en el congreso no se trasladan a memoriales ni a escritos, sino que se las lleva el viento. Dan la impresión de la existencia de oposición, pero hasta ahí. Nada más. ¿Ha, acaso, denunciado la sospechosa actuación de la Comisión? ¿Ha presentado denuncias penales? ¿Ha exigido resultados a la Fiscalía ante su falta de resultados en la investigación y sanción de los involucrados en los escándalos? No. ¿Progresaron los debates de control político y las mociones de censura contra el Mindefensa y el Minsalud, no obstante que el país ve perplejo cómo el gobierno debilita a las FFMM, permite el avance de los grupos ilegales y el notable deterioro del orden público, y cómo se desmorona el sistema de salud?
La respuesta es muy obvia: la oposición no parece ser tal. No es firme. No es fuerte. No acude a todos los medios legales a su disposición para hacerse valer y sentir. Y el Congreso de la República no es tal sino apenas un congreso descolorido, ensombrecido, que está bajo toda sospecha.
Colombia ve cómo, mientras el gobierno pide mayores impuestos, la corrupción campea a sus anchas y se lleva el fruto de las reformas tributarias. Sus protagonistas continúan con su vida normal como si nada hubiera pasado y la Fiscalía parecería no ser consciente de la necesidad de respuesta urgente o, si lo es, no se le nota, es decir, no se advierte ningún esfuerzo, aun cuando en otros casos parecería ser evidente la urgencia. A la Fiscalía debe medírsele por resultados y hasta ahora no muestra ninguno. Vaya a uno a saber por qué. Su enorme presupuesto de poco sirve si no hay voluntad de producir resultados.
La democracia tambalea. El congreso -con minúsculas- no es creíble y no desempeña el rol que la Constitución le ordena. Las acusaciones de soborno no le han impedido seguir aprobando lo que no deben aprobar y cerrar investigaciones sin previo análisis. Las universidades, las facultades de derecho y los colegios de abogados actúan como si la grave problemática actual les fuera ajena. Los medios de comunicación, en general, cuidando que les llegue la publicidad estatal y sus propietarios velando por que no se afecten sus importantes negocios. Los grupos de WhatsApp, con excepciones, desgastándose en interminables debates y diagnósticos. Hay algunos buenos colombianos y grupos haciendo su tarea, pero son una gran minoría. La esperanza está en las Cortes, baluarte de la democracia. Confiamos que no le fallen al país.
El expresidente Darío Echandía decía que Colombia era un país de cafres. ¿Tuvo razón? ¿O será un país de indolentes e indiferentes, de meros espectadores, testigos de la debacle, que merece su suerte? Quienes hablan del 2026 y no de la aplicación del artículo 109 de la Constitución están, en realidad, otorgando una patente de corso al presidente para que profundice el estado actual de cosas y siga haciendo de las suyas, confiando ingenuamente en que el 2026 las cosas cambiarán.