Por: Juliana Alvarado Romero
Como mujer católica y patriota, no puedo guardar silencio frente al avance de un proyecto de ley que, bajo el ropaje de la inclusión y los derechos humanos, amenaza con desfigurar principios fundamentales de nuestra sociedad. Me refiero al Proyecto de Ley Integral Trans, actualmente en primer debate en la Comisión Primera de la Cámara de Representantes.
A simple vista, este proyecto parece querer proteger a una población vulnerable. Pero si se analiza con detenimiento, queda en evidencia que no se trata solo de reconocer identidades, sino de imponer ideologías, reconfigurar instituciones y socavar los cimientos morales y jurídicos que han sostenido a Colombia como nación.
Nos preocupa, y con razón, que se hable de “ajustes razonables” en todos los ámbitos del Estado, cuando en realidad se abren las puertas a la coacción ideológica en empresas, deportes, escuelas, iglesias y hasta en el seno familiar. ¿Dónde queda la libertad de conciencia? ¿Dónde queda el derecho de los padres a formar a sus hijos según sus convicciones?
Más grave aún es lo que esta ley propone respecto a los menores de edad. El texto habilita el acceso a tratamientos médicos de transición sin que importe la opinión de los padres. ¿Quién protege entonces a los niños de decisiones irreversibles tomadas en medio de la confusión propia de la adolescencia? ¿Qué Estado se atreve a suplantar la patria potestad bajo la bandera de lo “diverso”?
Esto no es progreso. Esto es un experimento social donde los niños se convierten en campo de batalla, y los adultos en meros espectadores, acallados por el miedo a ser cancelados.
Pero el problema no se detiene ahí. Este proyecto también abre la puerta a la creación de nuevos puestos de poder, burocracias paralelas y oficinas especializadas, todo ello en nombre de una causa que no ha sido ni debatida ni votada por las comunidades en los escenarios legítimos de participación ciudadana. Se desnaturaliza así el uso de los recursos públicos, que en lugar de responder a las necesidades reales de las regiones, terminan financiando agendas ideológicas impuestas por colectivos afines a partidos como Comunes, antes FARC, visiblemente involucrados en la promoción del proyecto.
Además, la posibilidad de cambiar completamente la identidad legal de una persona sin filtros ni controles efectivos sería el sueño de cualquier criminal que desee ocultar su pasado, burlar a la justicia o evadir responsabilidades penales. Una legislación tan laxa en este aspecto no solo afecta la seguridad jurídica, sino que pone en riesgo directo a la ciudadanía y a las instituciones encargadas de la seguridad nacional.
Colombia no necesita leyes que enfrenten a padres contra hijos, a médicos contra su ética, ni a la fe contra el Estado. Necesitamos políticas que reconozcan la dignidad humana sin destruir la verdad, sin fracturar la familia ni convertir la justicia en ideología.
Cuando el Estado decide qué se puede decir, cómo se debe pensar y hasta qué género puede tener un niño, eso ya no es democracia: es totalitarismo disfrazado de compasión.
Por eso, hoy levanto la voz con firmeza: los derechos de los niños no se negocian. No en nombre del progreso, no en nombre de una minoría, no en nombre de ninguna ideología. Porque cuando el amor se desconecta de la verdad, lo que queda es una tiranía que sonríe mientras destruye.
Alcemos nuestra voz ahora, o no existirá una oportunidad después.