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Una sala penal embelesada con criminales

por El Expediente
agosto 8, 2020
en Opinión
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Por: Leandro Ramos

Las altas cortes de justicia y la JEP le propusieron a los ciudadanos, a propósito del caso penal contra el ex presidente Uribe, que cumplieran con el “deber” de “salvaguardar” la “integridad” de las decisiones judiciales; también a: “confiar en la acción de los jueces, quienes toman sus decisiones con rigor y sensatez dentro del orden establecido por la Constitución Política y la ley”. Exigen también respeto y rechazan las “descalificaciones”. Estuvieron cerca de declarar su infalibilidad.

La propuesta ha sido ampliamente rechazada, salvo por cabecillas de la izquierda y automáticos de la “centro izquierda”, quienes revelan de esta manera su usual incomprensión de los preceptos republicanos. Como bien se señaló en un espacio de opinión: “el respeto no se impone por decreto”. Las libertades individuales nos permiten analizar y cuestionar públicamente la estructura y el funcionamiento del Estado entero. La pretensión de auto legitimación del aparato de justicia por parte de las altas cortes nunca será posible.

La legitimidad de los poderes públicos la confiere la ciudadanía, es decir, la atribución de conformidad o satisfacción con el ejercicio de su autoridad específica. Así como todos podemos calificar las realizaciones del ejecutivo o valorar la producción legislativa y el control político desde el Congreso; así mismo podemos y debemos juzgar la calidad de la actividad judicial.

Cierto que se les alcanzó a escapar en el comunicado de la propuesta que no es suficiente que sus decisiones estén “basadas” en el ordenamiento jurídico. Porque, afirman, las toman con “rigor” y “sensatez”.

La manera en que los funcionarios judiciales resuelven cada caso judicial es lo que determina si actúan o no conforme a la ley. De ahí que las providencias alcancen legitimidad individual (para las partes), colectiva (sus entornos) y pública en la medida en que impartan justicia en igualdad de condiciones a todos aquellos sub iudice, según sujeción al recaudo probatorio. Las evidencias judiciales se obtienen mediante construcción metódica y analítica, y se desenvuelven en una incuestionable aplicación de formalidades procesales.

En el caso del ex presidente Uribe, ha quedado bien establecido, por el contrario, que se ha quebrantado reiteradamente el debido proceso, afectándolo (no hubo notificación oportuna, se ha violado la reserva a favor de veteranos tergiversadores en medios de comunicación, se han integrado interceptaciones ilegales); pero resulta desolador comprobar lo que ocurre con el soporte probatorio, dado que descansa fundamentalmente en testimonios o declaraciones de criminales.

Que la principal fuente de las decisiones de estos magistrados constituya el circo de afirmaciones y retractaciones de un conjunto de criminales, muchos de ellos pagando condena, es anti-técnico y nocivo. A los criminales, por principio, no se les cree nada de lo que afirman. La criminología cuenta con decenas de líneas neurológicas, psicológicas, sociológicas, politológicas y antropológicas, por no mencionar algunos campos transdisciplinarios muy activos, que explican las múltiples aristas de la conducta criminal.

¿Acaso los magistrados penales del país no dominan las certezas procedentes del campo de conocimientos científicos que otorgarían rigor real a sus auto-proclamadas cuasi-infalibles decisiones? Cómo es posible que el material probatorio en contra del ex presidente Uribe provenga exclusivamente de los individuos que tienen las mayores probabilidades, dentro de la población, de mentir, embaucar, chantajear, carecer de empatía y perseguir recompensas descartando medios legales. De unos canallas, en breve.

¿El más alto juez penal formuló, aplicó y evalúo alguna técnica estandarizada que controlara o contrastara estos testimonios por doquier? ¿Practicaron algún examen psicológico independiente de personalidad o neurocognitivo? ¿Les aplicaron a estos “testigos” alguna técnica para establecer, controlar y resolver sus seguros déficit cognitivos (en atención, procesamiento abstracto, pensamiento lógico, memoria de corto o largo plazo) y de control de impulsos –aún comunes dentro de la población no criminal? Al fin y al cabo, todos suponemos que la sala penal más importante del país tiene experiencia y recursos para obtener “pruebas periciales” de todo tipo, ¿cierto?

Uno de estos magistrados salió a afirmar que habían recaudado y analizado “gran cantidad de material probatorio”, integrado por pruebas testimoniales, inspecciones judiciales, registros fílmicos, grabaciones e interceptaciones telefónicas; el cual les permitió “inferir” la presunta participación como determinador del ex presidente Uribe de los delitos de los que lo acusan ¿De verdad? ¿Eso es todo lo que su capacidad, su patrón mental de análisis, les permite concluir de un mero ramillete testimonial multimedia? ¿Algún recurso intelectual adicional al que puedan acudir? ¿Con esto o con más de lo mismo tendrán para convencerse, más allá de toda duda razonable, sus colegas?

Lo que parece evidente es que el expediente contra el ex presidente no proviene de un programa metodológico estructurado, el cual suele ser el fruto de una sólida educación permanentemente actualizada, incluso al alcance de trayectorias sencillas como las de los magistrados acusadores. Carece además, al parecer, de la preparación y aplicación de técnicas de investigación documental, de entrevistas estructuradas “representativas” de los actores relevantes (no solo bandidos), de construcción de contextos sociopolíticos, de análisis causales, de dosis mínimas de “sensatez”.

De ahí que las anunciadas más de mil quinientas páginas con evidencias, ¡quieta Margarita!, que justificaron la desigual e injustificada medida de la privación de la libertad del ex presidente, perfectamente puedan convertirse en un anti-precedente judicial, el material para un futuro estudio de caso sobre magistrados cuya subjetividad se encuentra embelesada por criminales irredimibles.

Sobre esta ausencia de rigor e incompetencia probatoria, cualquiera se puede llevar una idea al oír, por ejemplo, la entrevista que le hacen a uno de estos criminales avezados y “testigo” en el proceso, revelada por El Expediente –medio periodístico que cubre y ofrece información y análisis sobre actos en el campo del poder que ningún otro logra. La entrevista, pese a las graves afirmaciones que hace el testigo, se tratan de manera desordenada, imprecisa, sin obligar una cronología espacio-temporal estricta, sin establecer actores, motivaciones, sin ahondar, vagando de un lado al otro. Un desastre.

Claro que el peso real de la explicación de lo que está ocurriendo con el ex presidente bien pudiera recaer en una serie de variables latentes, relacionadas con el conjunto de datos hasta ahora incontrovertibles de una probable confabulación auspiciada por un cabecilla de la izquierda; quien encontró en la persecución a Uribe su oportunidad de salir de la irrelevancia revolucionaria, de la identificación que cargaba como comisario político promedio, de la etiqueta de delfín aburguesado de la Nomenklatura farcsiana en la “legalidad”.

La posibilidad adicional de participación de altos funcionarios judiciales en la trama estaría respaldada por variables de contexto: el Cartel de la Toga, otros casos de corrupción, la generalizada impunidad que nunca les afana disminuir y la manera en que se aferran a sus inmensos privilegios mientras convencen a “incautos” que la mejor reforma es que a ellos no los reformen.

Con todo, como lección de este proceso, ojalá no se vuelva a caer en las truculentas y maleables elaboraciones mentales que sobre los hechos realizan los criminales. El ex presidente Uribe no debe continuar intentando limpiar su nombre de montajes en su contra esperando una luz de verdad y sinceridad proveniente de quienes no merecen ninguna confianza.

Por ahora es importante alcanzar una victoria concreta de la justicia y el derecho en este caso, en tanto se preparan soluciones de fondo a la crisis permanente en esta rama. Se necesita también materializar un campo político legítimo y bien delimitado, para lo cual se requieren movilizaciones que vayan más allá de organizar “campañas”. Porque convocar, en las condiciones actuales, a una Asamblea Constituyente, puede terminar en que esta subvierta el orden republicano de libertades y el régimen de democracia liberal que varios invocan falazmente.

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