Por: Mayor General (RP) William René Salamanca.
Hace 32 años, el monstruo de la corrupción le robó a Colombia la más prometedora de las esperanzas para combatir este flagelo que, año tras año, carcome los cimientos de nuestra sociedad e institucionalidad, condenando a millones de nuestros compatriotas a vivir en la miseria, la ignorancia, la enfermedad y el olvido.
El aleve crimen del que fue objeto el doctor Luis Carlos Galán Sarmiento, ocurrido la noche del 18 de agosto de 1989, nos sumergió en las tinieblas del pesimismo, el mismo que hoy, según la más reciente encuesta de Invamer, nos invade al 93 por ciento de los colombianos, quienes consideramos que el fenómeno de la corrupción va de mal en peor.
Son más de 50 billones de pesos que anualmente terminan en los bolsillos de los corruptos, el equivalente al 17 por ciento del Presupuesto General de la Nación. Se nos convirtió en pan de cada día escuchar el escándalo del momento, el mismo que en cuestión de horas es tapado por cuenta de un nuevo acto de inmoralidad. Es como si a Colombia la hubiesen convertido en una gran piñata, con la cual los corruptos hacen fiesta bajo el manto de la impunidad absoluta.
Así lo ratifica el Índice de Percepción de la Corrupción 2020 de Transparencia Internacional, en el cual Colombia ocupa el puesto 92, entre 180 países, con una calificación de apenas 39 puntos sobre 100, donde 0 significa corrupción muy elevada y 100, ausencia de corrupción. Es decir, estamos en la lista de los corruptos.
La realidad confirma esta percepción. En los últimos días, la Contraloría General de la República reveló la existencia de 1771 ‘elefantes blancos’ regados por todo el país, que nos han costado 24,5 billones de pesos.
Según el ente fiscalizador, en el 80 por ciento de estos monumentos inservibles hay indicios de corrupción, pero no pasa nada.
En la sola construcción y modernización de la Refinería de Cartagena (Reficar) los sobrecostos casi alcanzan los 3 billones de pesos, y, en Hidroituango, ya superan los 7 billones. Y ni hablar del desangre financiero que sufrió Bogotá o el que nos dejó el interminable Túnel de La Línea, cuya obra tardó más un siglo en ejecutarse.
Y es que no importa si las obras o los programas son pequeños o grandes. En casi todos hay algún vestigio de corrupción. Si se trata de un mercado para los damnificados de una tragedia o para los más golpeados por la pandemia del coronavirus, pues hay que robarse así sea una libra de arroz o inflar los precios de una lata de atún. Y si es la comida de los niños, los delincuentes no tienen problema en embolsillarse 85 mil millones del Programa de Alimentación Escolar (PAE).
Es un cáncer que ya hizo metástasis, pero que estamos enfrentando con calmantes, representados en repetitivas declaraciones de condena a los actos de corrupción y anuncios de eternas “investigaciones exhaustivas” que, en el mejor de los casos, terminan con penas irrisorias, que incluyen la casa por cárcel y multas que nadie paga.
También se volvió cotidiano que, de la noche a la mañana, servidores públicos pasen de vivir en modestos apartamentos a mansiones ubicadas en los más exclusivos sectores y hagan gala de fortunas de nuevos ricos, como si se hubiesen ganado la lotería.
Pareciera que todo tiene un precio oculto, desde colarse en la fila, evadir una infracción de tránsito, acelerar cualquier diligencia, elegir o ser elegido, entrar o salir de la cárcel, ocupar un pedazo del espacio público para llevar algo de comer a casa o hasta ganarse una licitación. Es un fenómeno generalizado que permeó tanto lo público como lo privado, incluido por supuesto el sector productivo del país.
Así lo demuestran las distintas mediciones de la Encuesta Nacional sobre Prácticas contra el Soborno en Empresas Colombianas. En estas, siempre ha ido creciendo el porcentaje de empresarios que aceptan haber pagado sobornos.
La cifra ya va en el 96 por ciento. Además, revelan que tienen que girar de mordida hasta el 16,7 por ciento de la totalidad de un negocio para poderse quedar con él, número que, obligatoriamente, se le traslada a los usuarios o redunda en baja calidad de materiales y en salarios de hambre.
Los hechos también confirman que no hay voluntad política para avanzar en la lucha contra este fenómeno.
La Consulta Anticorrupción se quedó en eso: una simple consulta. Nos gastamos más de 300 mil millones de pesos para que todo siguiera igual o peor.
Además, en la legislatura pasada, el Congreso solo avanzó en tres de las nueve iniciativas presentadas para frenar esta práctica. Pero lo más preocupante fue que, en junio último, el proyecto bandera, el 341 de 2020 -que contempla la prevención de este flagelo, el trabajo articulado de las entidades del Estado, la recuperación de los recursos afectados por este delito y el cambio en la cultura ciudadana de respeto por la legalidad y lo público- sufrió un grave revés al serle cercenado todo el capítulo que buscaba proteger a denunciantes de hechos de corrupción; una fiel copia de lo ocurrido un año atrás con la iniciativa ‘Pedro Pascasio Martínez’.
Como bien lo advierte Transparencia por Colombia, fallar a este compromiso implica, en la práctica, perder otros cuatro años de gobierno y de periodo legislativo sin avances en una de las piezas clave de la lucha contra la corrupción.
A lo anterior se suman las desprestigiadas Rendiciones de Cuentas que, en la mayoría de las veces, no son más que largas, inútiles y costosas reuniones que nadie ve y nadie verifica, caracterizadas por hacer creer, en el papel, que todo está en orden, mientras la corrupción campea.
Quienes hemos ostentado cargos de responsabilidad en la lucha contra la corrupción sabemos lo difícil que resulta liderar esta batalla. Parecemos llaneros solitarios luchando, casi siempre con escasos recursos jurídicos, humanos, logísticos y técnicos, contra un engranaje de intereses oscuros, con gran poder intimidatorio. Resulta hasta frustrante ver cómo, a pesar de sólidos acervos probatorios, los procesos terminan durmiendo el sueño de los justos y los corruptos son promovidos a nuevas dignidades, mientras los investigadores quedan hasta en el asfalto, eso sí con una cadena de peligrosos enemigos.
Pero no podemos darnos por vencidos, porque, de lo contrario, estaremos condenados a vivir de reforma tributaria en reforma tributaria, exprimiendo cada vez más los ya raídos bolsillos de los colombianos, y corriendo el riesgo de no poder pagar nuestras obligaciones de una creciente deuda externa, que ya supera los 157 mil millones de dólares.
De ahí que es urgente encontrar una vacuna efectiva contra la pandemia de la corrupción, y ello implica convertir esta problemática en uno de los puntos centrales de la campaña presidencial que se avecina. Sería muy bueno que los aspirantes a la primera magistratura se comprometieran con una verdadera política integral de lucha contra la corrupción, que prevenga este delito, permita identificarlo a la mayor brevedad y lo castigue con las más altas penas, similares a las del homicidio o el terrorismo, porque robarse la plata de la salud, la educación, la vivienda o cualquier otra necesidad de los colombianos es un atentado contra los derechos fundamentales de todos, en especial de los más vulnerables, como lo son los 22 millones de compatriotas carcomidos por la pobreza.
Esta estrategia debe contemplar que todos los colombianos, sin distingos de cargos o dignidades, seamos investigados y procesados por jueces idénticos, para acabar con esas instancias privilegiadas que han convertido en certeza el dicho popular que reza que la justicia solo es para los de ruana. En ese orden de ideas, los corruptos no deben gozar de ningún beneficio judicial: ni rebajas de penas ni casa por cárcel. Deben de ir a parar a una celda similar a las de los demás delincuentes y quitarles todo lo que se robaron.
Hay que acabar con tantos artilugios y gabelas que disfrazan actos espurios como acciones de solidaridad o responsabilidad social. Hay que vincular al ciudadano de manera expresa en el control de lo público, en especial en las auditorías de obras y programas que lo afectan directamente. Hay que proscribir el famoso “cvy” (cómo voy yo) y la cultura del atajo y del vivo. Y hay que acabar con ese lenguaje eufemístico con el que a diario alimentamos la cadena de la corrupción: “Ayúdeme”. “Hay 50 mil formas de ayudarle”.
“No me vaya a perjudicar”. “Acépteme este detallito”…
Solo así no estará tan lejano aquel 18 de agosto en que podamos celebrar el Día Nacional de Lucha contra la Corrupción, y de esa manera rendirles el verdadero homenaje que se merecen hombres de la talla moral de Luis Carlos Galán Sarmiento y Pedro Pascasio Martínez, dos símbolos de la Colombia honesta y justa.