Leandro Ramos
La instalación digital del Congreso estuvo bien organizada. Los congresistas solo tenían que preparar sus equipos, seguir instrucciones sencillas, acatar el orden y respetar las formas. Una oportunidad para demostrarle al país que hacer las cosas bien no pelea con nadie, especialmente cuando las circunstancias obligan a la introducción repentina de cambios.
Sin embargo, varios congresistas de izquierda hicieron lo contrario, incluyendo al adalid de la facción “santista”. Asistieron presencialmente al recinto, por lo que no lograron conectarse adecuadamente; prolongando con ello las verificaciones de quórum. Cuestionaron además inútilmente la validez de las votaciones electrónicas.
Su pequeño acto lo acompañaron con un despliegue de conductas que trasgreden reglas formales e informales del debate parlamentario, correspondientes más bien a técnicas importadas de la protesta callejera, del mitin y la agitación de masas: portar carteles, arengar, reiterar consignas, “denunciar” minúsculos gestos de los opositores, transubstanciar gazapos presidenciales privados en pruebas del “régimen del terror” que nos gobierna en su imaginación. Incluso uno de ellos, ascendió extasiado al presidente de su corporación a “reyezuelo”; con la seguridad de propinar así un valiente y enérgico golpe al orden monárquico que está a tiro de guillotinar con sus compañeros.
La visibilidad que otorgan conductas como las anteriores las aderezan con acciones “simbólicas”; lo que equivale a tener fe en que los actos iconoclastas cambiarán el mundo (como mostrar el trasero a estudiantes o congresistas). Al fin y al cabo, cómo podría olvidar una vertiente de este grupo que su “profesor” logró convertir una ofensa grotesca en una “teoría pedagógica”; con la cual se abrió paso a una carrera política meteórica y lucrativa –incluyendo la de ellos mismos, literalmente. También transmitieron al público sensaciones atractivas y reconfortantes, típicas de etapas infantiles y juveniles, como la frescura, la informalidad o la camaradería.
En conjunto, este grupo consigue, mediante la convulsión de los escenarios, la iconoclasia y el atractivo juvenil, dar lugar a un espectáculo político permanente. Un performance fructífero, tanto para acceder como para sostenerse en cargos de poder; dirigido a un electorado juvenil y de “opinión” que no logra ser atraído y canalizado por otro tipo de política.
Ojalá las cosas fueran tan sencillas. En general, existe un orden simbólico de los actos relevantes del Estado que los torna ceremoniales y solemnes. Los que participan en estos, de modo directo, deben mantener la compostura de sus acciones y palabras. Son reglas de juego tácitas del lugar en el que “vive la democracia”.
La solemnidad hace parte de los mecanismos de dominación del Estado. Sin duda. Algo estaría mal si no fuera así. La pompa y la ostentación, así como la exhibición del poderío militar, son notificaciones internas y externas de la vitalidad y la fortaleza de un Estado conformado para proteger celosamente los intereses comunes de un territorio y su población. Claro que si les incomoda tanto a ciertos congresistas esta realidad casi universal, ¿qué tal renunciar y así aliviarse de ese dolor auto infligido?
La formalización de los actos de Estado, pero también de las relaciones interpersonales en las organizaciones públicas evolucionaron durante siglos con el fin de evitar la irrupción perturbadora de la personalidad de los servidores, así como para favorecer la producción de resultados con efectividad. La formalidad coarta lo accesorio. Evita que los caprichos, los impulsos bajo escaso control, los protagonismos y toda otra forma de acaparamiento del escenario, se impongan, aturdan y obstruyan la labor de los demás.
Por otra parte, la formalidad termina al final convertida en paisaje. Cuando todos cumplen con ella, nadie termina obteniendo ventajas derivadas de su individualidad, por más fabulosa que le parezca a su portador: la formalidad solo admite, de hecho, diferencias de competencia técnica, de capacidad específica. Por tanto, el contenido, la materia, el objetivo, lo que fueron a hacer los congresistas o los funcionarios del gobierno: fluye, se realiza, se cumple. El protagonismo lo tiene el cumplimiento de las obligaciones, la calidad del desempeño de las funciones, no la forma o el estilo al hacerlo. Quienes pretenden alterar esto y continuar profundizando el declive del hombre público, procuran así revertir un logro de la modernidad.
Pero es difícil que los actores del espectáculo político, que tanto le deben a su explotación, cambien. Tendremos que acostumbrarnos este período a más acciones ridículas y carentes de oportunidad, a payasadas. Las nuevas mesas directivas no deben temer en todo caso hacer lo que les corresponde, en esta o en la siguiente reencarnación: imponer a la izquierda parlamentaria la observancia de las reglas explícitas y llamarle la atención por no acatar las implícitas.