Por: Mayor General (RP) William René Salamanca Ramírez
Había que caminar con extremo cuidado para no profanar a tantos muertos. En medio de lamentos, quejidos y un penetrante olor a azufre, exacerbado por el recalcitrante sol, tratábamos de robarle al fango centenares de vidas casi sepultadas debajo de los 350 millones de metros cúbicos de avalancha que la noche del miércoles 13 de noviembre de 1985 convirtieron a Armero en un campo santo.
Recuerdo que, con tan solo 21 años y recién egresado de la Escuela de Cadetes de Policía ‘General Francisco de Paula Santander’, me asignaron la responsabilidad de comandar, en compañía de otros 160 policías, la zona de desastre que acababa de dejar más de 25.000 muertos, entre ellos 33 uniformados.
Era imposible contener el llanto ante la dantesca escena de sufrimiento en la que se había convertido la alegre y jovial ‘Ciudad Blanca’ del Tolima, el otro nombre con el que fue bautizado San Lorenzo de Armero, en reconocimiento a su inmensa producción de algodón y arroz.
Policías, soldados, socorristas, voluntarios anónimos y sobrevivientes nos convertimos en uno solo para intentar abrirnos paso en este cementerio de hombres, mujeres, niños, abuelos, mascotas y parte de las 38.000 cabezas de ganado que pastaban en sus alrededores, docenas de las cuales, en medio de la penumbra, protagonizaron una estampida que atropelló a más de un sobreviviente. La muerte y la desolación lo cubrían todo. Solo las serpientes se arrastraban entre los escombros.
Aunque ya han pasado 36 años de aquella tragedia de dimensiones apocalípticas, similar a la propiciada por el monte Vesubio en la Pompeya del año 79, los recuerdos de docenas de armeritas con fotografías de sus seres queridos desaparecidos siguen invadiendo mis pensamientos. Todavía los escucho clamando ayuda para encontrarlos.
El solo saber que su búsqueda aún no termina es agobiante, tal como lo revela el álbum fotográfico de la Fundación Armando Armero, entidad sin ánimo de lucro que desde hace una década trabaja en la reconstrucción histórica de este pueblo que ya había sido sacudido por otras avalanchas en 1595 y 1845, cobrando la vida en ese entonces de más de mil lugareños.
También perturba la memoria recordar cómo tuvimos que enfrentar a cientos de saqueadores, de distintas partes del país y hasta del extranjero, que llegaron a Armero con el único propósito de apoderarse de cualquier vestigio de riqueza que encontraban a su paso, incluidas las pertenencias más sagradas de quienes agonizaban entre el barro.
En ese entonces, no había tiempo para descansar. Patrullábamos día y noche, hasta entrada la madrugada, siempre acompañados de una inusual luna llena que, extrañamente, se hizo más brillante después de la tragedia. Además, teníamos que estar alerta para poner en marcha planes de evacuación ante potenciales nuevas avalanchas.
Tampoco daban ganas de comer. Era como si todos hubiésemos entrado en un ayuno permanente por cuenta de la fetidez y un estado de ánimo de pesadumbre perenne. Saciar la sed también resultaba difícil ante la escasez de agua potable. Hasta respirar resultaba asfixiante.
Con el pasar de los días, la soledad se fue apoderando de una región que a través de la historia atrajo a ingleses, alemanes, franceses, italianos, chinos y japoneses. Una invasión de avisos vendiendo fincas a precios irrisorios se tomó las fértiles tierras, donde se sembraba café, sorgo, árboles frutales y plátano y pastaban miles de animales.
Los pocos sobrevivientes que decidieron quedarse se aferraban a la memoria de la pequeña Omaira, la niña de 13 años que durante tres días soportó con estoicismo y valentía el estar atrapada entre los escombros y los cadáveres de su padre y otro familiar, hasta sucumbir ante la muerte.
Incluso, el maestro Rodrigo Silva, integrante del famoso dueto musical Silva y Villalba, decidió hacerle un respetuoso ‘Reclamo a Dios’, tras viajar a la zona devastada y conmoverse con una escena que lo hizo derrumbarse: el cráneo de una niña perdido en la llanura, tan solo acompañado de un pequeño caminador.
“Vengo de recorrer el sufrimiento. Vengo de sentir el dolor. Vengo de compartir triste lamento. Vengo de muy lejos. Vengo a hablar con Dios… Aquel Armero del pasado ya no existe. Nieves eternas se llevaron su recuerdo. Ya no existe el camino, tan solo se oye el eco, el bastón y los pasos del abuelo. Y vengo a recordar aquella noche, noche de llanto, de tristezas y nostalgias. Niños y viejos cayeron a tus plantas. Se fueron para siempre. Señor, ¿en dónde estabas?…”.
Este himno a la tristeza denota la fragilidad humana frente a las fuerzas inconmensurables de la naturaleza, como las que habitan en las entrañas del volcán Nevado del Ruiz, que por estos días volvió a encender las alarmas en varios pueblos del Tolima, en especial en los alrededores del Armero que vive en el corazón de quienes recorrimos su sufrimiento.
Fue un largo año que marcó para siempre mi vida. De allí partí con la satisfacción del deber cumplido, pero con una profunda herida en el alma, la cual duele con mayor intensidad cada 13 de noviembre.