Por: Mayor General William René Salamanca Ramírez
No hay nada que le genere más aburrimiento y pereza a un colombiano que verse obligado a realizar alguna diligencia ante entidades del Estado. A priori, ya se imagina eternas colas, tramitomanía en exceso, burocracia y funcionarios distantes, poco eficientes y hasta arrogantes, como si fueran los dueños de la institución. Para el ciudadano, ese trato ominoso se convierte en un viacrucis, un calvario que le demanda tiempo, recursos y más de un dolor de cabeza.
Es obvio que no se debe generalizar, porque hay muchos funcionarios que cumplen a cabalidad con su labor, pero es una realidad que a más de uno se le olvida lo que reza nuestra Constitución Nacional, en su artículo 123: “Los servidores públicos están al servicio del Estado y de la comunidad”; o lo que ya había advertido el libertador Simón Bolívar, cuando señalaba que el servidor público debe tener siempre vivo que el bien de la comunidad es su principal propósito.
Eso significa que el ciudadano no es un limosnero del Estado, es su mayor cliente, su razón de ser. Las instituciones no son del grupo de personas que, transitoriamente, está a cargo de ellas. Son de la comunidad y financiadas con sus impuestos. Y sus trabajadores son empleados de la sociedad, remunerados para que, en uso de sus principios éticos y capacidades profesionales, nos ayuden a disfrutar de nuestros derechos y a cumplir con nuestras responsabilidades y obligaciones.
El servidor público debe ser integérrimo y tener claro que su labor es una vocación, basada en el humanismo, la eficiencia y la transparencia. Pero el primer acto poco humanitario hacia el ciudadano lo constituye ese saludo autómata y frío, como si lo hiciera solo por cumplir un mandamiento propio de los buenos modales; muchas veces acompañado de un gesto todavía más molesto, como lo es el ni siquiera levantar la mirada para preguntarle en qué le puede servir. Saber que un “buenos días”, una sonrisa o cualquier otro gesto de cordialidad no solo lo enaltecen como servidor, sino que contribuyen a consolidar la razón de ser de la entidad y a creer en la institucionalidad, para así cimentar la confianza en lo público.
No se puede argumentar exceso de carga laboral o agotamiento para no ser gentiles. A diario, nuestros campesinos nos dan lecciones de urbanidad en ese sentido en cualquier camino de Colombia: si cien personas encuentran a su paso, cien veces saludan con la misma amabilidad.
Pero, sin lugar a dudas, uno de los pecados capitales es ese dejo de arrogancia con el que muchos servidores ‘atienden’ al ciudadano. Se sienten superiores, irónicamente por el cargo que ostentan, precisamente gracias a ese ciudadano, el mismo que les permite tener una estabilidad laboral y familiar, reconocimiento y hasta alcanzar nuevas dignidades. Sin embargo, muchas veces le hacen sentir al cliente que es un ignorante, abusan de su poder y hasta desatienden las preguntas que les resultan incómodas, lo que siempre provocará, como mínimo, un mal recuerdo hacia la persona y, por ende, hacia la institución, conductas que tarde que temprano serán castigadas por el mismo ciudadano.
Al humanismo hay que sumarle una muy buena dosis de eficiencia, es decir esa capacidad profesional para realizar o cumplir adecuadamente la función que se le encomendó, para que el ciudadano encuentre solución efectiva a su requerimiento, reclamo o consulta o, en el menor de los casos, obtenga la información mínima para avanzar en tal propósito.
Nada peor que un funcionario desinformado o que no sepa cómo orientar al ciudadano, incluso dentro de su propia institución, porque lo último que le interesa saber al cliente es cómo funciona internamente una entidad. Ese es un asunto administrativo, de exclusiva competencia de quienes la dirigen y laboran en ella.
La eficiencia tiene el don de cerrarles espacios a los corruptos e intermediarios, a aquellos que dentro de las entidades o en las afueras de las oficinas públicas ofrecen atajos para obtener una respuesta positiva a sus necesidades, siempre con el único ánimo de lucrarse.
Y como el mal ejemplo cunde, los vicios propios de lo público han trascendido a lo privado. Para venderle sus productos y servicios al ciudadano, grandes empresas le insisten con llamadas amables, llenas de elogios hiperbólicos, como que usted es el mejor de los clientes. Pero, una vez logran su cometido, lo convierten en rehén de números telefónicos que nadie contesta o atendidos por voces virtuales, eternas y repetitivas grabaciones, páginas de internet que no funcionan y engorrosos trámites que exacerban los ánimos del más paciente.
Vuelven al ciudadano un eterno nómada de sus distintas dependencias internas. Parece que la institución no fuera una sola, sino una colcha de retazos, donde cada quien solo responde por su isla, olvidando que la empresa debe funcionar como un archipiélago, como un todo, capaz de entregar soluciones integrales a sus clientes.
Deberíamos de aprender de varios países europeos, como Islandia, donde incluso la puerta del Primer Ministro está abierta para atender a cualquier ciudadano que decida hablar personalmente con él, o de líderes empresariales que abandonan sus inaccesibles y cómodas oficinas para ayudar a atender a su clientela.
En Colombia tiene que cambiar esa manía de buscar al ciudadano solo cuando requieren de su favor, para luego encerrarse en sus confortables despachos a atender a manteles a poderosos e influyentes, olvidando que en su agenda diaria siempre debería haber un generoso espacio para escuchar al ciudadano, llámese líder social, campesino, vendedor informal, estudiante, desempleado o ama de casa, porque, como bien lo dice el papa Francisco: “Quien no vive para servir, no sirve para vivir”.