Por: Leandro Ramos
Aseguraron y promocionaron a los cuatro vientos que el país alcanzaba por cuenta de la firma del acuerdo con las FARC una “paz estable y duradera”. “Terminaba” así el “conflicto social y político armado” más largo del hemisferio occidental. Los artífices y emprendedores de la paz aguardaban la ovación internacional, la consagración “histórica”, el premio internacional, los múltiples y jugosos contratos como conferencistas, consultores o negociadores.
Pero ha quedado claro ahora que la tal “paz” no existe y apenas equivale a la impune “legalización” de los cabecillas de esa organización y sus riquezas, más la desmovilización de un número de combatientes de fácil reemplazo. El ahora partido de las FARC es una copia de la Unión Patriótica, mientras que su envés: la organización criminal armada de las FARC-EP, es la misma de antes y de ahora.
Las noticias de la recuperación en hombres de las FARC-EP y su aumento de acciones ofensivas aparecen cada tanto. Que nadie se ponga a esperar descalificaciones mutuas entre el brazo político y el armado; mucho menos delaciones del primero sobre el segundo. No vale la pena asumir que, como estos últimos se “reincorporaron”, cumplirán con su deber de ayudar a la persecución de los alzados en crímenes. Eso sí, las FARC-EP continuarán atacando y masacrando a algunos integrantes del partido de las FARC que pongan en riesgo la división del trabajo, la tradicional combinación de todas las formas de lucha. Así como antes.
Entramos pues a un nuevo ciclo del eterno retorno de un Estado que no alcanza nunca a cumplir con el contenido de su definición necesaria: poseer el monopolio perpetuo e incontestable de la fuerza. Es la consecuencia lógica de tener una élite política subordinada recurrentemente a la búsqueda de la “paz” con organizaciones armadas. Les aceptan que se autoproclamen “representantes del pueblo”, aunque se dediquen a violentar, abusar y enriquecerse durante años mediante innumerables actividades criminales. Luego se pensionan como líderes de la “reconciliación”, gracias al siguiente proceso de paz que les abren.
El monopolio estatal de la fuerza, premisa de la seguridad pública, por el contrario, desataría todas las capacidades virtuosas de desarrollo y modernidad que anidan entre la población, la cual espera, con increíble paciencia dentro de la ley, el día en el cual los criminales dejarán de ser los protegidos y mimados de la agenda nacional. Por su parte, el sector privado sigue anestesiado, en mora de exigir la reconducción del Estado hacia el cumplimiento de su primera obligación en seguridad.
En cambio, todo se alinea nuevamente para que se repita el sainete político de la paz y por tanto se justifique la prolongación del horror criminal a lo largo del país. La izquierda ya está diciéndole a una parte del pueblo colombiano que, no obstante que “creyeron como ellos” que se alcanzaría el fin de la “guerra” con el acuerdo, el retorno de las acciones armadas y de las modalidades de “financiación” de la “guerrillerada” es culpa del actual gobierno. Duque “frustró” el “anhelo de paz”. Los dejaron “sin alternativa”.
Por su lado, los emprendedores de la paz se frotan las manos, socios, ahora más que nunca, de la izquierda (aunque piden ser etiquetados de “centro-izquierda”). Se acerca de nuevo su hora. Señalan que la reactivación de las FARC-EP es el fruto de la “traición” de algunos; evitando comentar, por ejemplo, cómo ocurrió el traslado interno de los mismos subscriptores del acuerdo desde el Congreso al campamento. Eluden reconocer también que el fracaso de su invento es el resultado del programado incumplimiento de los desmovilizados de sus obligaciones ante el retórico “sistema integral de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición”.
En este relato, “la nueva Marquetalia” no es el fruto de que Santos y su equipo aceptaran, con una frivolidad equivalente a complicidad, que surgieran y sobrevivieran al acuerdo las sangrientas “disidencias”. Cómo no recordar que hasta los negociadores del gobierno manifestaban que su cifra estaba por debajo del promedio del mismo indicador de otros procesos de paz: ¡un exitazo!, clamaban.
El amargo retorno a un país plagado de guerrilleros y bandoleros no tiene nada que ver tampoco con la decisión de “negociar” con una sola marca “guerrillera” mientras se soslayaba a la otra. El disparate se refleja en que no existe una sola mención al ELN en el texto del acuerdo, como si no existieran. Cambiaron pues la Constitución Política por una luctuosa “paz” a medias. El ELN, ni corto ni perezoso, aprovechó los ocho años de acuartelamiento de la fuerza pública para recuperarse y crecer. A la vista de todos.
Lo importante para Santos, artífices y emprendedores era lucirse en las pantallas del mundo con frases de cajón alrededor de la “paz”, nunca planear y actuar como cabezas de Estado orientados a someter por la fuerza o la justicia a toda expresión desafiante del monopolio estatal de la fuerza. El “halcón” por carambola justificó que le había llegado la hora de ser paloma, solo para revelarse apenas como pavo real lleno de mensajes optimistas.
Al fin y al cabo, no era malo para la industria de la paz dejar abierta la opción de volver a echarse el cuento en el futuro. Ya comenzaron de hecho a presentarse como los competentes para adelantar un nuevo proceso de paz con los excluidos del anterior o los “nuevos” que “causó” el gobierno actual –aunque es difícil identificar, la verdad, cuál es el planteamiento preciso en curso en materia de seguridad pública y el modo en que avanza.
Pero es claro, entre los que buscan dentro de la ley y las reglas de la guerra imponer el monopolio estatal de la fuerza, por un lado, y los integrantes de la industria de la paz, por el otro, cuáles son los que actúan como cultivadores soterrados de la violencia y el crimen sinfín.