Por: Rafael Nieto Loaiza
La gobernabilidad no es una opción, no es una alternativa. Es una condición indispensable para un buen gobierno. No es posible hacer un buen gobierno si no se tiene gobernabilidad. Pero, peor, si no se tiene gobernabilidad es probable que el gobierno fracase y, en todo caso, es seguro que quedará condenado a ser rehén de los congresistas de la oposición.
La gobernabilidad tiene dos fuentes que puede no concurrir pero que confluyen en las más felices ocasiones. Una, la más deseable, proviene del apoyo ciudadano a la gestión del gobierno. El ejemplo paradigmático es el de Uribe en sus dos períodos, con una aceptación que nunca bajó del 70% y que en momentos alcanzó el 85%. Con esa fuerza, el gobierno tuvo la certeza de que el grueso de sus iniciativas constitucionales, legislativas y de acción política saldría adelante. La oposición siempre fue muy minoritaria y nunca tuvo fuerza ni respaldo para detener las propuestas gubernamentales. Y el Presidente no tuvo necesidad de negociar con los partidos, aunque siempre fue respetuoso de los congresistas y nunca los atropelló.
La otra fuente es un acuerdo con partidos y movimientos que garantice unas mayorías en el Congreso. Santos fue tan impopular como efectivo a la hora de obtener apoyos tanto legislativos como en los medios de comunicación y las altas cortes. Que sus métodos hayan sido inmorales y en ocasiones además ilícitos, no le resta eficacia. Incluso se dio el lujo de violar de manera abierta y descarada la democracia y desconocer el triunfo del NO en el plebiscito y de manosear la Constitución hasta volverla un trapo con la venia de la mayoría de la Constitucional.
Santos, sin embargo, basó su gobernabilidad no en la solidaridad con ideas o propuestas sino en complicidades en el delito y en el desangre de los presupuestos públicos. Inventor como fue de los “cupos indicativos”, extendió su comprar voluntades a otras modalidades aún más perversas: concedió contratos a tutiplén y entregó ministerios y entidades a parlamentarios y políticos para que aumentaran sin pudor la burocracia y entraran a saco a sus presupuestos, sin control fiscal, disciplinario o judicial alguno. Todos los días nos enteramos de otro fulano, algunos de ellos periodistas con ínfulas de adalides de la moral, que se enriqueció con los contratos que el entonces presidente otorgó sin compasión con los bolsillos de los ciudadanos. El de Santos y sus amigos es el ejemplo por definición de lo que Álvaro Gómez denominó el “régimen”, complicidades cruzadas y nauseabundas que se apodera del Estado y lo usa en su propio beneficio y sin preocuparse del bien común. Un “régimen” que, por cierto, mantiene aún el control de un buen número de entidades públicas y la mayoría en las cortes.
Pues bien, desde septiembre del 2018 vengo insistiendo en que Duque necesita gobernabilidad y que obtenerla debería ser su prioridad. Sin ella, repito, no puede sacar adelante sus propuestas en el Congreso. Peor, como lo mostró el debate de censura a Guillermo Botero, hoy es rehén de una mayoría parlamentaria en manos de coaliciones coyunturales de partidos “independientes» y la oposición. Duque necesita quitarse de encima esa sombra permanente y amenazante, construir las mayorías que le permitan ser exitoso en el emprendimiento de cambios constitucionales y legislativos y, de paso, concentrarse en el resto de sus propuestas de gobierno.
Para ese propósito requiere que Cambio Radical, con quien hay afinidades programáticas naturales, entre al gobierno. Y que también lo haga, de hecho y no solo formalmente, la mayoría de la U (con Roy y sus secuaces no es deseable un acuerdo). Quizás sea posible también un compromiso con el liberalismo o con la parte del mismo dispuesta a impulsar las reformas que el país exige.
Ahora bien, para que esta gobernabilidad no se funde en la mermelada ni el complicidad delincuencial, es indispensable que el acuerdo con los partidos sea fundamentalmente programático y público; que los nombres de quienes harán parte del gobierno no sean impuestos sino cuidadosamente escogidos por el Presidente; y que Duque se reserve para si el segundo de a bordo y, en todo caso, los encargados del control interno.
Un gobierno de coalición es lo usual cuando la elección del jefe de gobierno es resultado, como fue la de Duque, de una alianza electoral. Que quienes hicieron parte de esa alianza hagan parte del gobierno no solo no es incorrecto sino que es lo natural. Acá y en Cafarnaún. Lo que es indeseable e inaceptable y hay que evitar a toda costa, es la corrupción. No puede olvidarse ni por un instante que a este gobierno lo elegimos para romper con el régimen y para luchar, sin tregua, contra los corruptos.
Un par de observaciones finales: en este complejo rompecabezas, Duque tiene que cuidarse de no abrir un hueco tratando de tapar otro. La ecuación no puede cuadrarse a costa de los que desde el primer día han apoyado su gobierno y que hoy, es un secreto a voces, no se sienten adecuadamente representados. El peor escenario es el de un gobierno que incendia su lado de la pradera. Y un mejor equilibrio regional no sobra. Hay muchos ministros del suroccidente y, por ejemplo, ni uno solo de Antioquia, el eje cafetero o Norte de Santander. Muchos de donde perdió y casi ninguno de donde ganó.