Por: Eduardo Mackenzie
En su discurso de Cali, en un mitin el 28 de enero pasado con jóvenes y empresarios del grupo “Compromiso Valle”, el presidente Gustavo Petro contó una historia extraña sobre la comuna de Siloé. Dijo que él había estado allí en 1985, “en vísperas de un momento muy difícil” y que él había sido “un joven del distrito de Aguablanca” (¿?). “En aquel entonces, prosiguió, hubo [allí] una masacre de jóvenes de aquel entonces” (sic). Añadió que ellos [el M-19] habían hecho “campamentos de paz”, y que la “respuesta [del gobierno] a esa juventud fue una masacre, aun no bien contada, de trincheras y de un enfrentamiento armado prácticamente en cada calle de Siloé entre esa juventud y el Estado”.
Masacre y enfrentamiento armado son dos cosas diferentes y hasta opuestas. Masacrar es matar salvajemente y en masa personas sin defensa y en situación de inferioridad. Masacrar es sinónimo de exterminar. Luego, Petro mezcla términos no equivalentes para confundir a su auditorio.
Según él, tal “masacre” llevó a “la disolución de lo que era la ilusión de la paz”. Petro admitió que la paz había sido hecha después “pero sobre la base de una lucha popular (…) que dejó a muchísimas personas enterradas”. Y concluyó: “ahora la historia parece repetirse”. Tal fue su preámbulo para abordar el tema del llamado “estallido social” de 2021.
En esa curiosa evocación, imprecisa y sin rigor, Gustavo Petro omitió hechos esenciales. De haberlos tenido en cuenta ellos habrían desbaratado su acostumbrada narrativa. Según ésta, la fuerza pública, en 1985 y después, incluso hasta hoy, no cumple sino una sola función en la sociedad colombiana: entrar a las regiones, distritos, barrios, ciudades y universidades para atacar y matar sin razón ni piedad a los jóvenes indefensos.
Esa visión demente del nuevo mandatario colombiano es, sin embargo, muy útil para sus minorías fanatizadas. Con ella logra captar la atención e impresionar, con relativo éxito, a una población estudiantil y universitaria que ignora qué era y que atrocidades cometía, en esos años, y sin el menor escrúpulo, el M-19 y las otras organizaciones dependientes de Moscú, La Habana y Pekín.
Siloé es un barrio de la Comuna 20 que tiene cerca de 95 000 habitantes. Una televisión francesa describía así a Siloé hace dos años: “Ubicado en una ladera, con muchos callejones sin salida y una historia de violencia y pobreza, Siloé es uno de los barrios de Cali que ha puesto muchos de los muertos de los 14 días de protestas” en 2021.
Otro periodista, Juanjo Herranz, en un artículo de 2022, estimó que Siloé es “el barrio más peligroso de Colombia” que tiene “uno de los índices más altos de pobreza del país”. “Hay problemas con el sistema de basuras, de alumbrado, de alcantarillado. Hay una atención escolar y sanitaria precaria. Hay que bajar de la montaña para ir al hospital, al mercado o a la universidad”. Empero, Herranz elogió a Siloé por “las numerosas iniciativas que nacen en el barrio”, como el turismo comunitario y el Museo Popular de Siloé “que lleva más de veinte años recogiendo la memoria del barrio” y por tener un teleférico, inaugurado en 2015, que “facilita la movilidad entre el valle y el farallón”.
La visión que dio Petro de Siloé es otra cosa, es unilateral e instrumental. Su visión sólo busca alimentar el odio, el resentimiento y la violencia. Lo que Petro no dijo es que Siloé, cuando él pasó unos días por ese sector, era ya una barriada atormentada tanto por unos 20 grupos de delincuencia común, como por guerrilleros variopintos que bajaban de la sierra para esconderse o para proyectar acciones contra Cali o para atacar a la fuerza pública con francotiradores desde la parte alta de esa zona.
Aprovechando las ventajas de ese terreno y la escasa o nula vigilancia policial, el M-19, se creó allí, desde comienzos de la década de 1980, una especie de baluarte disimulado para disponer de escondites, reunir armas, reclutar menores y excavar “cárceles del pueblo”. Herranz, admite que en Siloé “el M-19 tuvo un cuartel permanente con 18 milicianos”, que estos disponían de “casas de seguridad” y habían establecido “rutas de escape”. “Perseguirlos por este meandro laberíntico resultaba imposible”, recuerda.
Aunque Petro conoce perfectamente esas historias, él disfrazó, 38 años después, esa implantación del M-19 en el mitin del 28 de enero. Calló obviamente otro hecho vergonzoso del “campamento de paz”. A mediados de 1985, Iván Marino Ospina, un dirigente del M-19 que había sido un guerrillero de las Farc, inventó una nueva arma para el M-19: reclutar niños abandonados y errantes de Bogotá (los llamados “gamines”) y de otras ciudades del país para comprometerlos en acciones armadas. Ese drama fue conocido pues dos niños de Siloé, desertores, le contaron a la agencia AFP la historia secreta de esa abyecta maniobra, del pago de salarios ridículos a esos niños y del uso de esos menores en operaciones de vigilancia. (Ver el cable de la AFP del 10 de julio de 1985).
Cuando el presidente colombiano cuenta que en 1985 hubo un “enfrentamiento armado prácticamente en cada calle de Siloé entre la juventud y el Estado”, oculta el dato principal: que ese enfrentamiento no ocurrió entre “la juventud de Siloé y el Estado”, sino entre los guerrilleros y las bandas de derecho común, de un lado, y las fuerzas del orden, del otro. Y que ese combate, que se saldó con 19 muertos (4 uniformados, 4 milicianos y 11 “civiles”) y 40 heridos, si uno tiene en cuenta el contexto de entonces, estaba plenamente justificado. La operación “Cali, Navidad limpia”, buscaba recuperar el control del barrio en manos del M-19, restablecer el orden público y la seguridad para sus habitantes.
Esa refriega comenzó el 30 de noviembre de 1985, tres semanas después del ataque del M-19 al palacio de justicia de Bogotá, el 6 y 7 de noviembre de 1985. En vista de la peligrosidad demostrada por ese grupo terrorista, financiado por Pablo Escobar, el Ejército desató una ofensiva nacional. La operación en Siloé buscaba darle a Cali nuevos márgenes de seguridad. Fue pues un acto necesario y heroico de la fuerza pública. Petro quiere borrar de la memoria nacional esos hechos.
El cobarde e implacable asalto terrorista contra el Palacio de Justicia acabó con la vida de gran parte de los magistrados más importantes de Colombia y de decenas de empleados y destruyó los archivos judiciales. Esa atrocidad fue la que realmente acabó con “la ilusión de la paz”. Con ese asalto, el M-19 quiso poner fin al gobierno de Belisario Betancur: quería derribar al mandatario mediante un grotesco “proceso” desde ese edificio por no haber hecho lo que esa banda le había exigido. Belisario Betancur –el mismo que, en noviembre de 1982, mediante una escandalosa amnistía, había permitido que salieran de la cárcel, sin condición alguna, 80 miembros del M-19, entre ellos seis de sus más peligrosos jefes, era el mismo que había instalado, a finales de 1984, la “Comisión de Diálogo” y sus 10 mesas de trabajo–. El presidente no tuvo más salida que ordenar al Ejército y a la Policía el rescate de los rehenes y del edificio en una operación sin cuartel.
La colonización de Siloé por parte del M-19 en los años 80 agravó todos los problemas del barrio y empeoró la insularidad, miseria y amargura de esa comunidad. El M-19 no ayudó a la población en nada, la utilizó descaradamente y no la liberó del crimen. En sólo el primer trimestre de 1995, Siloé registró 19 homicidios, la cifra más alta de los barrios de Cali, según el programa Desarrollo, Seguridad y Paz (Desepaz). Entre 2001 y 2015, en la Comuna 20, de la que hace parte Siloé, hubo 1.606 asesinatos. Y la detestable semilla que dejó, siguió mostrando su poder disolvente hasta el llamado “estallido social” de 2021.
Durante los alzamientos organizados por la CUT y el movimiento de Petro, de 2020 a 2022, en Siloé hubo graves disturbios, muchos actos vandálicos y balaceras donde las fuerzas del orden tuvieron que encarar las milicias del Eln y de las Farc, así como gente del ex M-19 y la delincuencia común. Al borrar esos hechos, Gustavo Pedro tiene la desvergüenza de mentir y predicar el odio contra los gobiernos anteriores y contra las fuerzas del Estado que están ahora bajo su mando.
La propensión de Petro a exagerar y a usar la mentira como arma viene de lejos. En septiembre de 2007, le reveló esto a la periodista María Jimena Dussán: “Aprendí que la noticia como tal es una mercancía que necesita del escándalo como ingrediente. Entonces me dí a tarea de fabricar escándalos” (1).
Ni lo del 1 de diciembre de 1985, ni el “estallido social” de 2021, fueron “movilizaciones sociales”, ni “protestas pacíficas”, ni “masacres” realizadas por un “gobierno criminal”, como la extrema izquierda intenta hacerle creer a sus clientelas.
Como tampoco es cierto que él, Gustavo Petro, sea un buen gobernante, un viejo sabio que está más allá del bien y del mal, un amigo del “diálogo” con la juventud que es “masacrada” por el Estado colombiano.
Tampoco fue un embrión de “guerra civil”, ni de “guerra étnica”, en donde “la élite blanca” se dedicó a matar “a los negros”. Lo que dice Petro es racista y racialista, de una indecencia chocante y de una irresponsabilidad fuera de lo común. Pero es coherente con su moral respecto de la verdad.
(*) Eduardo Mackenzie es el autor de La Crisis Colombiana del Año 2022 (Ediciones Gato Azul, Bogotá, 2022) y de Colombia el terrorismo nunca fue romántico (Cangrejo Editores, Bogotá, 2021).
(1).- El Tiempo, Bogotá, 25 de septiembre de 2007.
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