Por: Alejandro Ramírez.
Inolvidable el 2 de octubre de 2016. Recuerdo estar atendiendo en familia la transmisión televisada de los conteos electorales como un momento de gran emoción. Estimo que la votación del referendo, demostró la voluntad mayoritaria de la sociedad colombiana en contra de un acuerdo con amargo sabor a claudicación ante actores violentos: no valió el cambio del umbral, ni las sumas invertidas en cuantiosas campañas en los medios de comunicación, mucho menos el fragor de las acusaciones que el ejecutivo tendió sobre un sector de la opinión nacional, quien lleno de valentía y sentido patriótico, marchó de forma pacífica y sin prebenda alguna a las urnas para sentar su señal de protesta.
Los que arremetieron con tanta ferocidad sobre colombia, lograron dejar sus estructuras y negocios vigentes luego del asilo que le prodigaron sus socios al mando de países vecinos. A quienes aún no han leído el libro “Los documentos de las Farc: Venezuela, Ecuador y el archivo secreto de Raúl Reyes” del IISS, les recomiendo pasar por sus páginas para analizar las relaciones impunes de las farc con la política y cómo se produjo el concierto delictivo entre esos gobiernos y la guerrilla, cuya cúpula, una vez en Colombia, prometió la entrega de armas; negó estar incursa en el narcotráfico; afirmó, sin sonrojarse, que no tenía bienes para reparar a sus Víctimas; y lo más bajo de todo, subestimó la gravedad del reclutamiento y la violencia sexual de sus cuadros sobre jóvenes indefensos en campos y ciudades de nuestro país. Todo ello, al amparo de una justicia distante y ajena en la defensa de los postulados de la justicia transicional, cuyos 51 magistrados y su estructura burócrata resultan más que cuestionables en un país con necesidades básicas insatisfechas, como son padecidas en muchas de nuestra regiones.
Mientras que algunos defensores del acuerdo persisten en los beneficios que idealizaron, las farc hacen gala de avanzado y renovado armamento con el cual propician masacres en todo el territorio. Con obstinación, y a pesar de la evidente falta de arrepentimiento de esa guerrilla, no dudan en señalar al gobierno del incumplimiento de los acuerdos, no obstante su rearme, el que se manifesta en su sangrienta lucha por el control del territorio y un esfuerzo fiscal millonario por parte del Estado, que sumado a “externalidades” como compensación a víctimas, desmovilización de guerrilleros, etc., que dejan a las futuras generaciones tan endeudadas como sea posible, o imposible, de pagar. Impresiona cómo unos y otros omiten la contrariedad que significa, después de 4 años, el que vastos sectores de la sociedad colombiana vivan bajo la extorsión de quienes prometieron desmovilización. Todo ello sucede, mientras la ignominia para las víctimas crece al son de cada desentonada manifestación de quienes, sin un día de cárcel, hoy hacen parte del legislativo, precisamente lo que el constituyente primario evitó refrendar aquél 2 de octubre.
4 años que nos confrontan con una dura realidad: mientras en Colombia haya narcotráfico, debemos encontrar fórmulas para hacer efectiva la reinserción de aquellos que han sido obligados o seducidos por beneficios individuales, al margen – y en contra- del desarrollo social. A 4 años de un acuerdo sin la vocación de comprometer a ninguna de las partes, como ha quedado demostrado por la voluntad de las farc de mantenerse en la delincuencia, los colombianos entendemos que la única forma de lograr la paz es con la democratización de algo tan determinante, pero tan escaso para los habitantes en muchas de nuestras regiones, como es la oportunidad de hacer parte del desarrollo económico y social, lo que, entre otros temas, pasa por lograr un sistema de justicia recto, eficaz, legitimado por decisiones prontas y en derecho, tan ausentes en nuestro cotidiano vivir.