Por: Leandro Ramos
La previsible reactivación de la violencia criminal en el país se acompañó de las usuales interpretaciones cínicas de políticos y emprendedores de la paz. Las autoridades, sin embargo, reaccionaron de modo rutinario: declaraciones, consejos de seguridad, recompensas, desplazamientos de altos funcionarios a las zonas; ocasionalmente capturas de cuyo final nunca se sabe nada. El viejo libreto oficial de apaciguamiento de estas crisis.
Con una diferencia, hace una década, el Estado había conseguido construir una interpretación bastante fidedigna de las amenazas a la seguridad pública. Los colombianos tuvieron claro por un tiempo quiénes eran los criminales, dónde y cómo operaban, así como la manera en que se asociaban o guerreaban entre ellos. El perfilamiento público de la amenaza, construido muchas veces con la academia (no con “fundaciones” de izquierda) y apoyado por los medios de comunicación de esa época, surtió efecto entre la población, al conseguir que contribuyera con información para su detección precisa o identificación individual. Los resultados fueron esperanzadores.
Se avanzó en reprobar a todo este ramillete de delincuentes. Los “traquetos” perdían su aura de “benefactores” y “exitosos”; las “limpiezas” de barrios y cabeceras adelantadas por milicianos, guerrilleros o “paracos” se revelaban injustas, desproporcionadas, atroces. Por un momento fugaz de nuestra historia reciente, comenzó a echar raíces entre los colombianos la convicción de que cualquier conducta o dinámica de quebrantamiento de la relación entre metas anheladas y medios legítimos sólo podría terminar por afectar las oportunidades para los demás. Al final, todos terminaríamos fregados.
También comenzó a restablecerse la comprensión entre la población de la naturaleza nacional de la fuerza pública. Esa certeza de que los hombres y mujeres con uniforme militar o policial no solo tienen un empleo o una carrera, sino que han elegido exponer su vida e integridad física y mental, así como asumir sacrificios superiores a los de cualquier funcionario civil, para cumplir con el objetivo de combatir a aquellos que arrebatan vidas, bienes, tranquilidad y crecen corrompiendo y reclutando a otros.
Los estados-nación avanzados, conscientes de cómo su independencia, soberanía y orden interno dependen de estos cuerpos especiales de servidores públicos, no escatiman para minimizar los riesgos sobre sus vidas. Es decir, envían siempre a sus soldados a afrontar una guerra con las capacidades requeridas para derrotar al enemigo al menor costo posible. En el caso de los policías, disponen de todos los medios y brindan todo el entrenamiento para que logren aplicar la ley con efectividad. Está fuera de discusión, adicionalmente, su bienestar económico y la buena calidad que deberán tener sus sistemas de seguridad social y de aseguramiento del riesgo individual y familiar; incluyendo que no se verán sometidos a persecución judicial o disciplinaria.
Existe otra particularidad, los integrantes de la fuerza pública requieren del aliento y el respaldo de la población. De la comprensión, respeto y acatamiento a su autoridad impersonal. Este tipo de relación contribuye significativamente a mejorar el comportamiento de los uniformados, a que interioricen bien su rol, y a generar un clima hostil para los malos elementos. Aumenta al mismo tiempo la atracción del servicio, con lo cual se superan las dinámicas de reproducción cerrada de las fuerzas y las resistencias generales al enrolamiento obligatorio o voluntario.
De este respaldo social se nutre la moral de combate y la vocación por disciplinar, indispensable para que puedan cumplir con una actividad que riñe con inhibiciones naturales y culturales incorporadas. De ahí pues que las capacidades armadas o disuasivas, operacionales y logísticas, de soldados y policías, solo alcanzan una efectividad constante cuando se complementan con una interacción fructífera con el pueblo.
¿Qué se está haciendo para restablecer la unidad pendiente entre fuerza pública y población? No mucho. Los problemas están de alguna manera reconocidos pero no hay reportes públicos de avances. Así, el Plan estratégico del sector defensa y seguridad. Guía de planeamiento integral. 2018-2022, tiene como objetivo n.º 9: “Garantizar el bienestar, la salud y la seguridad jurídica de los miembros de las Fuerzas Militares y la Policía Nacional”, con seis metas relacionadas.
En el objetivo n.º 8 se encuentra la meta n.º 7: “Consolidar el capital reputacional del Sector Defensa y Seguridad a través de una efectiva estrategia de comunicación”, recurre al término “capital reputacional”, pero en realidad no va más allá de formular la necesidad de contar con “estrategias de comunicación”; y de seguimiento a encuestas de favorabilidad de las fuerzas y valoraciones recibidas en las redes sociales.
En las circunstancias que atraviesa el país, los aspectos de esta unidad no deberían ser un mero componente habitual de la planeación. Corresponden, por el contrario, a una labor política del presidente y su ministro de defensa. Argumentada y al mismo tiempo emotiva, persistente, que propenda por asegurar las diferentes aristas motivacionales, informacionales y de protección mutua entre la población y la fuerza pública. No se observa a la fecha nada en esa dirección.
Reluce más bien con frecuencia un programa ideológico para hacer trizas estos vínculos. Minusvaloran, por ejemplo, el sacrificio y las vidas de la fuerza pública en comparación con otras víctimas. Es una agenda que inculca la idea de que las fuerzas militares y de policía son un cuerpo extraño a la nación, que no emana de su población; compañías privadas en la práctica, al servicio de intereses propios y de la pequeña oligarquía local.
A estos activistas de izquierda se los ve afanados minando todo terreno de respaldo a soldados y policías, satanizando a sus colaboradores y calumniando a estos cientos de miles de compatriotas como “violadores sistemáticos de derechos humanos”. En su ensoñación, vislumbran el día en que derogarán los términos republicanos de su existencia y reharán estas fuerzas a la medida de sus privilegios.