Por: Leandro Ramos
En 1953, luego de la amnistía concedida a las guerrillas liberales por parte del General Rojas Pinilla, el país tuvo la mejor oportunidad de cancelar cualquier posibilidad futura de surgimiento, operación o crecimiento de organizaciones armadas subversivas.
Junto a esa amnistía, debió haberse colocado la piedra angular de la definición misma de un Estado moderno y su fuente vital de viabilidad futura: la coacción física, el uso de la fuerza, es monopolio estatal perpetuo e incontestable.
En otras palabras, se debió establecer que en el territorio nacional solo podrá existir una única fuerza de carácter militar, la cual deberá conseguir la rendición o derrota de cualquier organización interna que plantee un desafío o adelante acciones militares (y terroristas o criminales) contra el Estado o la población. Adicionalmente, que este mandato es y será inmune a cualquier tipo de planteamiento político, social, étnico, religioso o bucólico que utilicen las organizaciones subversivas para autojustificar su existencia.
A un Estado moderno le tienen sin cuidado los pretextos (sean “idearios”, “causas” o “luchas”) de quienes se alzan en armas. Apenas arremeten, activa su respuesta automática de fuerza y justicia, hasta que consigue restablecer el monopolio. Claro y sencillo. Comprensible para todos los actores, especialmente políticos, de una nación.
El gobierno del General Rojas tenía a su disposición, para reconstruir el monopolio estatal de la fuerza, luego del período de violencia entre liberales y conservadores, las lecciones de Europa (arrancando en 1648), Estados Unidos (Enmienda XIV de 1866) y México (1917). No faltaban además las formulaciones del pensamiento político que relacionan inequívocamente la existencia del Estado con un territorio sobre el cual este ejerce el monopolio de la coacción física. Las pasó por alto. El Frente Nacional, también.
Desde entonces, se prefirió convivir con bandoleros y guerrillas, se aceptó en los hechos que el Estado no tenía el monopolio de la fuerza y que no eran tan relevantes tales desafíos armados de “campesinos” o “radicales”; de ahí que nunca se los enfrentó seria y decididamente. Hasta que a comienzos de los años ochenta comienza un cambio en la correlación de fuerzas entre el Estado y la subversión, que al mismo tiempo es la semilla de la proliferación de todo tipo de criminales sanguinarios.
La clase política concluye entonces que para detener el crecimiento del “conflicto” requería de un “nuevo enfoque”, el cual los condujo a adoptar una concepción ajena, contradictoria y equívoca sobre la primera tarea de un Estado. Nació la “paz”.
Elevada a nivel presidencial por Belisario Betancur y sancionada constitucionalmente en 1991, el país político consiguió entonces trocar, canjear o invertir el monopolio estatal de la fuerza por la “consecución de la paz”. De este modo, termina acogiendo, validando y legitimando la autojustificación construida por las organizaciones subversivas sobre su existencia y valor. La institucionalidad pasa a convertirse en una caja de resonancia del discurso que la acecha.
Son inocultables las limitaciones personales y generacionales, tanto de liderazgo como administrativas, de los integrantes de las élites políticas. No han logrado conducir el Estado hacia el monopolio de la fuerza y exhiben incompetencia a la hora de desempeñarse como comandantes en jefe de las fuerzas militares. De ahí que prefieran, por comodidad, aceptar que la violencia de estas organizaciones está justificada por causas sociales y políticas.
Salvo lo ocurrido durante el período presidencial de Álvaro Uribe, cuando se avanza en restablecer como misión primera y superior del Estado el aseguramiento del monopolio de la fuerza en todo el país, la consecución de la paz sigue produciendo su resultado más probable: la reproducción de la violencia subversiva-criminal, la autorización tácita para que luego de golpes o desmovilizaciones continúen su dinámica de regeneración celular hasta que alcanzan nuevamente su estructura orgánica amenazante.
Los procesos y acuerdos de paz no traerán el fin de las organizaciones subversivas; de la criminalidad que generan y practican; o de las formaciones ilegales de autodefensas y paramilitares que desencadenan. Dan también continuidad a una “industria de la paz”, integrada por “políticos de la paz”, comisionados, nóminas estatales, recursos de financiación, fundaciones, institutos, analistas y gurús de la reconciliación.
Esta industria tendrá que hacerse a un lado el día en que la élite política del país decida hacer lo único que evitará la prolongación del ciclo de producción de muertos, secuestrados, lesionados, desplazados, cadenas de venganza y odios que opera desde la década de los cincuenta: avanzar sin tregua hasta asegurar irreversiblemente el monopolio estatal de la fuerza –cumpliendo las reglas de la guerra, sin más “negociaciones” que lo que establece la ley para los “rebeldes”.
La disyuntiva no es semántica. El monopolio estatal de la fuerza ha demostrado su efectividad y, dada la verdadera pacificación interna que ha traído consigo a las naciones modernas, resulta ser moralmente superior respecto a su alternativa: repetir políticas de reproducción de organizaciones violentas y criminales, justificadas como una búsqueda noble de la “paz”.