La ingratitud de la Nacional con los intelectuales de Estado

Por: Leandro Ramos

El reconocimiento de las FARC de haber ejecutado una acción sicarial en 1999, dentro del campus de la Universidad Nacional de Colombia, que le quitó la vida al profesor e investigador Jesús Antonio Bejarano, no ha merecido ningún pronunciamiento de la rectora Dolly Montoña ni de la Facultad de Ciencias Económicas de la cual hizo parte.

El vil asesinato de este notable integrante de la comunidad universitaria y la profanación del alma mater de la nación debería haber provocado la contundente condena moral de sus perpetradores. No hace falta esperar las justificaciones que ofrecerán ante la JEP para calificar el acto como canalla, bárbaro y prueba cumulativa de la naturaleza criminal de esta organización subversiva, dogmática y vengativa. Con mayor razón si es cierto además que también ultimaron a Álvaro Gómez, a quien el tamaño de su capital intelectual le impidió ser un simple político.

Este reconocimiento tardío ofrece por lo menos la oportunidad de reafirmar ante la población la importancia de la academia, la ciencia y el pensamiento para el futuro de la nación. Para exaltar los principios de autonomía universitaria y libertad de expresión y opinión. Un momento especial para destacar y recuperar la figura del intelectual, quien cumple un papel angular en el funcionamiento de un Estado republicano y contribuye significativamente a la vitalidad de un régimen democrático. Pero se dejó pasar el momento y la oportunidad. Bajo un silencio conforme se impondrá la “verdad” del victimario.

Bejarano fue un intelectual independiente, orgánico a los intereses de un Estado imperfecto pero legítimo y transitoriamente representante de intereses gremiales. Proclamó desde la década de los ochenta la obsolescencia de la “lucha armada” y la inutilidad de la “vía insurreccional”. Insistió en el papel de la sociedad civil en los “procesos de paz” y se negó a admitir como negociador oficial la pretensión de las guerrillas de adelantar diálogos “entre iguales”. Como se sabe, luego de su desaparición, estas pretensiones fueron cuajando entre los siguientes “comisionados de paz” hasta obtener su acatamiento; al final, hasta su absorción ideológica, descontando la interrupción uribista.

Su labor pública, anclada en su condición intelectual, que tornaba inclasificable su lugar político, aún representa las opciones de académicos y estudiantes de las universidades públicas que no ceden cándidamente a la ideología, al confort de la aplicación de fórmulas capaces de producir únicamente críticas ensañadas y parcializadas sobre los “dueños del poder”. Son probablemente la mayoría, dubitativa, ocupada en su formación y en la producción de conocimientos válidos, sin tiempo para ganar las habilidades que requieren la notoriedad mediática o incapaces de montar un negocio sobre la paz velado como saber experto. Al igual que Bejarano, no se dejan reclutar en las diferentes variaciones de las “praxis emancipadoras” o “revolucionarias”.

La emergencia de nuevos intelectuales requiere de marcos institucionales. Sin embargo, parece que la actual Universidad Nacional se aleja de designios como los expresados por su sobresaliente rector Gerardo Molina, quien en la década de los años 40 estipulaba que la UN debería ser: “el cuerpo asesor de la patria y como la correa de transmisión entre la inteligencia y el pueblo”; “una fuerza moral e intelectual de primer orden en el país”. Guillermo Páramo, rector en los noventa, señalaba de manera semejante que: “La Nacional debe proyectarse al país, no como una universidad más, sino como la universidad del Estado, que sirve a la nación y que es incluyente para todos los colombianos”.

La actual rectora, elegida por el gobierno Santos, sostiene que “la paz sigue siendo el foco” y destina importantes recursos a iniciativas que adhieren completamente con el discurso validador de un “proceso de paz” que hasta ahora perpetúa el desafío armado y criminal al Estado y la sociedad (“Red Paz”).

Nadie se opone a que el conocimiento contribuya a que la nueva ola de combatientes desmovilizados se reincorpore o se brinden soluciones al esquivo desarrollo de áreas rurales. Lo que riñe con el diseño de la Universidad Nacional es que sirva institucionalmente a intereses ideológicos, y que se imponga desde la rectoría un unanimismo interpretativo sobre la realidad social. La universidad del Estado colombiano debe dedicarse únicamente a crear las condiciones para que la libertad del ejercicio de la razón y las reglas de la producción científica entreguen sus productos a la sociedad sin libreto político predeterminado.

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