Por: Jair Peña Gómez
Hace algunos años, seis para ser precisos, en el Teatro Colón de Bogotá se firmó el Acuerdo de La Habana entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla marxista-leninista de las FARC, contra todo pronóstico —hay que reconocerlo— y en contra de la institucionalidad y la democracia colombiana.
Nadie discute sobre la importancia y la pertinencia de que el Gobierno Nacional, en el marco de sus obligaciones constitucionales, busque la paz por todos los medios necesarios (guerra, reinserción, negociación, etcétera), máxime cuando las Fuerzas Armadas se han impuesto en el terreno, han obligado el repliegue de los grupos al margen de la ley y han llevado orden a la mayoría del territorio patrio.
No obstante, en un Estado de Derecho —como lo es el colombiano a diferencia de Venezuela, Irán o Corea del Norte— la ley está por encima de los gobernantes y, por más noble que sea (o parezca) el fin, se deben respetar las reglas del juego; cosa que no hizo el entonces mandatario Juan Manuel Santos que, pese a convocar un plebiscito para someter a votación el Acuerdo, cuando fue derrotada democráticamente su propuesta de paz, decidió desconocer el NO rotundo de la sociedad a lo negociado con las FARC.
A través de artimañas jurídicas, con el beneplácito de una muy cuestionable Corte Constitucional y un excepcional trabajo comunicativo, el gobierno de Santos ignoró el mandato del constituyente primario (el pueblo) de dar por terminadas las negociaciones o cuando menos cambiar por completo los puntos acordados con las FARC, y presentó lo que el exalcalde liberal de Bogotá, Jaime Castro, calificó como «un nuevo texto del viejo Acuerdo».
Como era de esperarse, el expresidente Santos decidió no refrendarlo y aprobarlo a través de un mecanismo nunca visto en la vida republicana de Colombia: el “Fast-Track”. Sobre esto, el jefe máximo de las FARC, Rodrigo Londoño, alias “Timochenko”, se pronunció en rueda de prensa y dijo: «Lo grueso, la estructura fundamental del Acuerdo se ha mantenido». No se trata de llover sobre mojado, pero sí de recordar la génesis de la serie de eventos desafortunados que han colocado la democracia colombiana en riesgo y que mencionaré a continuación.
¿Qué ha ocurrido desde entonces? La guerrilla narcoterrorista de las FARC consiguió participación política y conformó un partido denominado Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC), que después pasó a llamarse Comunes, para maquillar su origen y evitar asociaciones con su teórico pasado beligerante y con su brazo armado, las mal nombradas “disidencias de las FARC”, frentes guerrilleros que continúan operando en distintas zonas de Colombia.
Es de resaltar que, a diferencia de los demás partidos políticos, Comunes no necesita alcanzar el umbral (la cantidad mínima de votos válidos que debe obtener una lista para que le sea aplicada la cifra repartidora) para mantener su personería jurídica y para ocupar escaños en el Congreso, ya que el Acuerdo les reconoce cinco curules en Cámara de Representantes y cinco curules en el Senado de la República, varias de ellas ocupadas por personas que cometieron crímenes de lesa humanidad y que a la luz del Derecho Internacional Humanitario no deberían gozar de participación política.
La incidencia de las FARC siempre ha sido patente en la política colombiana, algunos politólogos incluso han llegado a afirmar que esa guerrilla desde hace décadas ha sido la fuerza más determinante a la hora de quitar o poner gobernantes, bien sea porque la oscilante opinión pública exige su derrota por vía militar o porque pide diálogos y una salida negociada al conflicto. Ahora se hace mucho más notorio el rol protagónico de las FARC en la contienda electoral, no sólo porque cuenta con un brazo político legalizado (no legitimado), sino porque logró su objetivo de alcanzar presencia en las ciudades principales del país a través de las milicias urbanas.
Téngase como ejemplo la Primera Línea, una organización guerrillera que se conformó en medio de las manifestaciones convocadas por la extrema izquierda en el 2019, y que cuenta con el apoyo económico del ELN y las FARC, y con el respaldo político de algunos connotados congresistas y escuderos de Gustavo Petro, como Gustavo Bolívar, María José Pizarro y Alirio Uribe.
La Primera Línea, aunque diezmada gracias a la captura de varios delincuentes que la integran, opera en las grandes metrópolis, actuando como grupo de choque contra los escuadrones antidisturbios de la Policía y propiciando una sensación de caos e inseguridad. En ese río revuelto supo pescar el hoy presidente Gustavo Petro y su movimiento del Pacto Histórico, capitalizando un gran apoyo popular que, junto con un muy turbio manejo de las elecciones por parte de la Registraduría, le alcanzó para imponerse en los escrutinios y ocupar el solio de Bolívar.
Actualmente, como jefe de Estado y de Gobierno, Petro ha nombrado en su gabinete a personas de su círculo ideológico y ha anunciado cambios institucionales y administrativos profundos, que en dos o tres años podrían conducir a Colombia a un altísimo desempleo, una hiperinflación similar a la de Argentina, una ola de inseguridad mayor que la vivida en los ochentas y noventas a causa del narcotráfico, una crisis sin precedentes en el sistema de salud, al desabastecimiento energético y a la pérdida paulatina de la democracia.
Los diez ingredientes del fracaso socialista
1. Reforma tributaria confiscatoria: Cargas fiscales insostenibles para cualquier persona (natural o jurídica), lo que derivará en fuga de capitales y quiebra del aparato productivo.
2. Fin del contrato de prestación de servicios: Un incentivo perverso para que las empresas (sobre todo las MiPymes) dejen de contratar.
3. Cese de la exploración petrolera y “aceleración” de la transición energética: Encarecimiento paulatino de los combustibles a medida que las reservas se agoten y, por ende, del transporte de mercancías, lo que se verá reflejado en más inflación. Es un compromiso que no han asumido ni siquiera las grandes potencias porque pone en riesgo la soberanía energética. Colombia se volvería dependiente del gas y el crudo de la tiranía venezolana (ya lo manifestó la ministra de Minas, Irene Vélez, sin ruborizarse).
4. La Policía Nacional dejará de integrar el Ministerio de Defensa y pasará a manos del Ministerio del Interior: Pérdida de capacidades militares de la Policía. Renuncia a la erradicación de cultivos lícitos.
5. Cambios doctrinarios, logísticos y misionales en las FF. MM: Ya no enfrentarán grupos armados ilegales y resguardarán la soberanía nacional, sino que, como lo anunció Petro, se dedicarán a la construcción de distritos de riego y casas.
6. Cambio de enfoque en la lucha contra las drogas: Cero aspersión aérea y erradicación manual de cultivos ilícitos. Llevará al crecimiento exponencial de las hectáreas sembradas de marihuana, amapola y coca.
7. Eliminación de las EPS y cambio del modelo de salud: Hasta hoy coexisten el régimen contributivo y el régimen subsidiado, pero con la reforma todo pasaría a manos del ineficiente y corrupto Estado colombiano.
8. Reforma electoral: Cambiaría el periodo presidencial de 4 años a 6 años y le permitiría a Petro reelegirse de manera inmediata.
9. Reforma pensional: Fin de las Administradoras Privadas de Fondos de Pensión (AFP) y traspaso de los ahorros individuales al Régimen de Prima Media (Público). Todos los recursos que los colombianos han destinado para su pensión pasarían a ser administrados por una entidad estatal y serían utilizados para concederle pensiones a personas que nunca cotizaron. Es un modelo demostradamente insostenible en el tiempo.
10. Reanudación de las negociaciones con el ELN: La guerrilla más radical y purista en sus postulados ideológicos no se conformará con menos de lo que se le otorgó a las FARC, buscará una participación política igual o mayor. Colombia quedaría entonces con dos partidos políticos de corte comunista que obtendrían curules por defecto, sin necesidad de votos.
Nota: Pese a lo que puedan afirmar los medios de comunicación colombianos, eternamente dependientes de la pauta gubernamental, Gustavo Petro no ha dado muestras de moderación, por el contrario, ha radicalizado su discurso y da pasos raudos hacia la estatización de la economía colombiana y la pérdida de las libertades civiles y políticas de los ciudadanos. ¿Dictadura a la vista?