Por: José Torres Fernández de Castro
El discurso presidencial del 1 de mayo ha suscitado toda clase de comentarios en las redes sociales y en columnas periodísticas. Dejó, en todo sentido, mucho que desear, empezando por apropiarse del Día Internacional del Trabajo, para convertirlo en ocasión para dar rienda suelta a sus instintos primarios y a sus odios; para descalificar de la peor manera posible a quienes osan pensar distinto a él; para soltar mentiras y calumnias con la convicción de que de la calumnia algo queda; para agredir a Israel anunciando con bombos y platillos el rompimiento de relaciones diplomáticas y, léase bien, para dejar aún más claro de lo que lo ha venido haciendo, que él no está sometido a la Constitución ni a las leyes, no simboliza la unidad nacional y desprecia los símbolos patrios.
Más allá del absurdo e inaudito calificativo, por decir lo menos, que Petro le dio a la marcha del 21 de abril, llamándola “marcha de la muerte”, de sus infundados improperios contra los empresarios y de sus necios y provocadores ataques a Uribe y al uribismo con miras a graduarlos gratuitamente de enemigo sempiterno, destacan en el discurso presidencial varios hechos, todos inexorablemente unidos:
En primer lugar, el desprecio por la bandera de Colombia, su significado y sus 224 años de historia, al cubrirla con la bandera del M-19, hecho que no puede significar nada distinto a que para Petro, a quien el Estado colombiano le concedió la gracia que le permitió ser presidente y a los integrantes del M-19 la reinserción civil, dicha bandera importa más que la de Colombia y que los símbolos patrios. Que estos, tan preciados para el pueblo colombiano, pierden relevancia frente a la bandera del M-19. Ello es, sin duda, causal de indignidad para un juicio político.
En segundo lugar, del discurso se desprende, inequívocamente, que, parodiando al Rey Luis XIV en Francia, cuando afirmó que “El Estado soy yo” (“L’Étatc’est moi”), Gustavo Petro ha hecho suya esa frase, en cuanto que para él su voluntad es la misma del pueblo o, lo que es lo mismo, que él es el pueblo y que este último no tiene pensamiento propio ni autonomía de pensamiento. Poco o nada importa lo que piensen quienes no votaron por él o se abstuvieron de votar, ni el club de los arrepentidos -que votaron por él y hoy se arrepienten de haberlo hecho- y poco o nada importa que el pueblo se exprese pacífica, numerosa y ostensiblemente el 21 de abril en rechazo a las políticas gubernamentales.
En tercer lugar, el presidente nuevamente alude a la constituyente y a cabildos populares, saltando por encima del precepto constitucional que regula la manera como esta puede reformarse, en forma tal que aflora de inmediato el vívido recuerdo de lo sucedido en Venezuela.
Finalmente, Petro dejó claro en su discurso que no aceptará un resultado desfavorable del juicio político que se le adelanta en la Comisión de Investigación y Acusación de la Cámara de Representantes, pues no otra cosa se desprende de haber afirmado que solo aceptará el designio del pueblo, es decir, su propio designio, que es el mismo del pueblo en la pobre concepción que él tiene de ese vocablo.
Este último hecho implica una decisión consciente y voluntaria, expresada anticipadamente, de violar la Constitución, que se suma a la de convocar la constituyente sin el cumplimiento de los requisitos constitucionales. La violación de topes electorales se traduce en la pérdida inexorable de la investidurapresidencial y las pruebas de la violación del tope electoral abundan, cada día que pasa surgen nuevas pruebas de esa violación y las mismas demuestran la ilegitimidad del mandato de Petro, por lo cual el juicio político debería conducir -todo parece indicar- a ese resultado, sin perjuicio de que la Corte Suprema de Justicia, en proceso independiente, investigue y juzgue la comisión de delitos durante la campaña presidencial o durante el ejercicio del cargo. El país espera tanto del Consejo Nacional Electoral como de la Comisión de Investigación y Acusación de la Cámara de Representantes, que la lentitud extrema con la que han adelantado las respectivas investigaciones sea superada a la brevedad, so pena de incurrir en prevaricato, y que las denuncias interpuestas ante la Corte Suprema de Justicia respecto de algunos miembros de dicha Comisión sean resueltas prontamente.
La historia reciente del país no conoce un caso en que se acumulen varias causales de indignidad para adelantar y sacar avante el juicio político. No es solo el grave asunto de la violación de topes. Es también la decisión presidencial de mancillar los símbolos patrios y de romper con la Constitución Política de Colombia, de insubordinarse frente a ella y, por ende, de hacer prevalecer las vías de hecho. La Constitución, como ley de leyes, como norma de normas (artículo 4º de la C.P. de Col.), contiene la estructura de la organización del Estadoy no puede quedar como letra muerta. Debe aplicarse siempre y no al vaivén de los acontecimientos.
Está en juego la democracia, que no solo se afecta por las razones antedichas, sino por otras potísimas razones.
En efecto, el debilitamiento de la fuerza pública, es decir, de las Fuerzas Militares y la Policía Nacional, no es gratuito y parece haberse convertido en política de Estado, colocándolas en condición de no poder cumplir sus fines primordiales, como son la defensa de la soberanía, la independencia, la integridad del territorio nacional y del orden constitucional. Lo anterior (i) en un momento en que los grupos armados al margen de la ley arrecian sus ataques y adquieren cada vez mayor control territorial y político; (ii) cuando por decisión presidencial la guardia indígena empieza a operar fuera de su territorio y se utiliza para apoyar los designios presidenciales y (iii) cuando la denominada Primera Línea, por decisión presidencial, ética y moralmente cuestionable -por decir lo menos-, será o está siendo remunerada, lo que la termina convirtiendo en ejército privado del presidente, sin que se comprenda cómo la Vicepresidente hubiese expresado su orgullo por pertenecer a la primera línea, sea que se refiera a esta o alguna otra que no se conoce.
Por otro lado, han salido a la luz pública denuncias sobre hechos que, de comprobarse su veracidad, desdicen de la independencia del Congreso y de su integridad, y que ponen seriamente en entredicho no solo a esta institución sino a la democracia misma. Se trata de denuncias de soborno al presidente del Senado y de la Cámara, a congresistas y a algunos funcionarios gubernamentales, para asegurar la aprobación de las reformas propuestas por el Gobierno. Ello inevitablemente conduce a que la ciudadanía decente se pregunte acerca de quién dio la orden y haga toda clase de conjeturas. ¿Vino de la Casa de Nariño? ¿Se está frente a otro caso de Yidis política, esta vez de mayor gravedad? ¿Debe la Corte Suprema de Justicia iniciar de inmediato y oficiosamente la respectiva investigación? ¿Actúa correctamente la Fiscal General al haber anunciado que participará en una “mesa técnica” con el gobierno, cuando los hechos denunciados implican a funcionarios de este? ¿No afecta ello su imparcialidad y objetividad y esa participación no se traduce en exculpación anticipada del Gobierno?
Es tiempo de que las instituciones operen de una vez por todas y que todos los estamentos sociales se unan en defensa de la democracia, o esta pronto pasará a ser un recuerdo del pasado.