Por: Leandro Ramos
Un cambio hacia la izquierda en el signo político del país parece inevitable. En el contexto latinoamericano, Colombia se suele calificar como una nación conservadora, y la última elección presidencial pareciera haber ratificado tal inercia. Sin embargo, el clima ya no es definitivamente el de antes.
Los avances electorales; la absorción ideológica de amplios grupos de la población y de sectores influyentes de la sociedad; la recurrencia y tratamiento acrítico que reciben de los medios tradicionales de comunicación militantes y afines; así como las fusiones, alianzas y militancias políticas intercambiables entre organizaciones tradicionales de izquierda y otras antes consideradas de “centro” e incluso de derecha; permiten asegurar que la izquierda ha dejado atrás su marginalidad y se encuentra muy cerca de alcanzar la silla presidencial.
El momento en que esto ha ocurrido y la ruta que ha tomado son una sorpresa analítica. El contexto internacional es adverso: desde la caída del muro de Berlín no existe ninguna restauración de socialismos o comunismos en Europa, Asia, Oceanía o África; y los numerosos ascensos al poder presidencial en el vecindario latinoamericano apenas comienza el siglo, sostenidos por la fuerza o la farsa electoral, carecen de resultados aceptables, menos notables (en Venezuela, deplorables).
A su vez, el país venía conociendo gestiones locales de la izquierda mediocres, incluso corruptas y malas. El descenso hacia la criminalidad de la izquierda armada desde los años ochenta coronaba la carga de reprobación interna hacia los incubadores de estos regímenes de estatismo despótico. Una concurrencia pues de realidades que se supondría frenarían la capacidad de convocatoria pública de la izquierda, al punto de estancarla o marchitarla.
Pero ocurrió en cambio lo inesperado. El mecanismo de crecimiento de la izquierda se encuentra activo y productivo. Sin duda, su repotenciación se debe al proceso y acuerdo de “paz” con las FARC, con los cuales se legitimó un amplio espectro de sus replicadores expertos y especializados por “tema”. A partir de entonces, gozan de acceso a recursos y palancas del poder público en el orden nacional, respaldados por el conjunto de políticos de la élite que mantuvieron con vida este proceso a cambio de beneficios millonarios –no sin terminar descubriéndose y autoproclamándose conmovidos por una visión del mundo que les aligeraba la carga de actuar como agentes de los intereses de la nación y de un estado republicano.
Ahora bien, el mecanismo de crecimiento depende de masificar sus componentes cognitivos de ideologización masiva y de alimentar organizaciones restringidas. De ahí que sean tan importantes y comunes entre todas sus vertientes las categorías de masas o pueblo y vanguardia o partido. No alcanzamos acá a describirlo integralmente, pero cabe mencionar algunas de sus características.
Surgido a finales del siglo XIX mediante la articulación de una ideología anticapitalista orientada a borrar la enajenación material y de consciencia del proletariado industrial, el mecanismo madura con la revolución rusa. La subsecuente aplicación permite cosechar desde entonces varias tomas o ascensos al poder. Se adapta además frecuentemente a las circunstancias, dado que no deja de prometer entregarle el poder a un grupo excluido por tradición, pero especialmente porque asegura que podrán sujetarlo de forma continua por medios que simplifican las vicisitudes de una democracia liberal.
En el mecanismo mental, aunque es complejo y suele enfrentar la fuerza de la tradición, las evidencias y el ejercicio continuo de la razón, logra vencer si consigue encadenar sus fases.
1. En primer lugar (supongamos a un novato en el trámite), ofrece una crítica radical o relativización integral y cruda de todas las realidades que se observan y padecen: pobreza, desigualdad, injusticia, jerarquía, privilegios, abusos, discriminaciones, etc. Un momento ciertamente liberador y en ocasiones bien fundamentado.
2. Continúa enseguida con una asignación directa de culpabilidades de estas situaciones indeseables: los responsables de todas las penurias son los “dueños” del poder político, económico y cultural (la oligarquía, las élites, el establishment). Luego cementan cognitivamente este patrón de culpabilización atribuyendo incesantemente a estos responsables plena consciencia y coordinación en la producción de efectos de privación y dolor a los demás, para mantener sus privilegios. Al mismo tiempo, consiguen estos blindar el “sistema” mediante dispositivos de seguridad públicos, privados e ideológicos de “control social”.
3. Sobreviene después la fase de titularización mediante decreto ideológico. Inoculan una noción del tipo: “el desarrollo material de la sociedad nos pertenece a todos por igual, compañero”. Desaparecen por tanto del cuadro condiciones, procesos, requisitos, esfuerzos o desventuras para disfrutar de vivienda propia, transporte cómodo, servicios eficientes, entornos sostenibles, salud de calidad, educación ilimitada, trabajo bien remunerado, diversión paga o planes de datos generosos para teléfonos inteligentes que deberían ser subsidiados.
Bienes y servicios, esenciales o no, son engullidos así por unos “derechos” ensanchados, inalienables, “los cuales no pueden seguir siendo un negocio y eso es innegociable”. Somos todos pues titulares de derechos equiparables en su materialización –en un mundo irracional y virtualizado, claro está–, cuya ausencia de “garantía” es nada menos que un “estado de cosas inconstitucional”. Al fin y al cabo, agregaría el guion, el desarrollo material es enajenado o arrebatado por los culpables de siempre a sus productores originales: el pueblo.
4. A esta altura, sería inaudito que el aprendiz no alcance un despertar de consciencia y se quede inmóvil ante la indignante subyugación provocada por la “oligarquía”. No se podría esperar nada menos que su tránsito hacia la “acción transformadora”, ojalá en todos sus escenarios públicos y privados. Los practicantes suelen ya en este punto hacer parte de comunidades de conversos, donde tienen un incesante flujo de retroalimentación de carácter dogmático y donde, imperceptiblemente, y gracias a predisposiciones psicológicas universales, terminan acatando la conducción de un líder.
Muchos continuarán únicamente como “progresistas”, nivel uno, “personas de avanzada”, el grueso de la masa conversa que no puede ir más allá en su compromiso por las afugias diarias que le impone el “sistema”. Pero otros irán varios pasos más allá hacia una “praxis” que les dará la confianza para anunciarse como “revolucionarios”. Su nivel de “compromiso” los tornará “cuadros” del nuevo hombre y la nueva sociedad, miembros de la vanguardia o la primera línea de confrontación. Lo “arriesgarán todo”, por lo que obtienen la ovación interna, el estatus de querido líder y, a partir de ahí, sabrán que no enfrentarán ningún obstáculo para acumular privilegios para sí y sus comparsas. Promesa cumplida.
Las democracias liberales y los estados de derecho han desarrollado, cometiendo errores y con excesos, vacunas y antídotos para estos mecanismos de relativización analítica, culpabilización recurrente, titularización imaginaria, clausuramiento gregario y culto a la personalidad política. No parece que se estén aplicando.
Entre tanto, continúa el crecimiento de la favorabilidad y de los votos puestos, en contra de intereses propios bien meditados, a una izquierda impresentable.