Por: María Fernanda Cabal
Bogotá D.C. Agosto de 2021
Buenas tardes:
Sea lo primero expresarle mi gratitud a Bruce Mac Master y a la ANDI, por su amable invitación a su Asamblea General y al Sexto Congreso Empresarial Colombiano, al tiempo con una disculpa por el malentendido surgido con esta invitación, que no solo me honra, por tratarse de la organización gremial más importante del país, sino que me complace, pues estoy segura de “jugar en la misma cancha y para el mismo equipo”, el de la democracia liberal, el de la libre empresa, el del Estado menos intervencionista y más generador de condiciones, el de la seguridad como bien fundante y el de la necesidad de acometer las reformas que el país ha aplazado repetidamente, las mismas que han pasado de expectativa a reclamo y de reclamo a exigencia por parte de la sociedad, acicateada por quienes se aprovechan esa frustración acumulada para erigirse en salvadores, sin duda alguna el gran riesgo que asoma para la democracia colombiana de cara a las elecciones de 2022.
Así pues, permítanme un recuento de esa historia de aplazamientos durante nuestra vida republicana, porque, sencillamente, nunca he encontrado un mejor consejero que la historia.
COLOMBIA… UN PAÍS APLAZADO
Cuando, en 1810, después de una pelea callejera por un florero, alguien lanzó un grito de independencia, esa aspiración tuvo que ser aplazada, pues, en lugar de buscar la unión y la fuerza para garantizar lo alcanzado, muy temprano, en 1812, ya estábamos enfrentados en la primera guerra interna del siglo.
No es en vano que a esos primeros años se les haya bautizado como “La Patria Boba” y, como consecuencia, que la dicha de la independencia haya durado muy poco, hasta el desembarco de Morillo en Cartagena, en 1815, “El Régimen del Terror” y la verdadera guerra de liberación del poderío español, que tuvo que esperar a las dos grandes batallas de 1819 en Boyacá.
Ahora sí, había llegado el momento de construir una “Nación”, de definir un modelo de organización política de consenso, plasmado en un “contrato social” o constitución, que permitiera crear instituciones fuertes para consolidar el territorio y administrar la independencia.
Pero no fue así; con una extraña incapacidad de aprender de la experiencia, el naciente país aplazó nuevamente sus posibilidades de futuro. Después de esa primera guerra civil temprana en 1812, hubo ¡diez! más de carácter nacional durante el siglo y, por si fuera poco, los huecos de las “entreguerras” se fueron llenando con ¡14! más regionales y decenas de revueltas locales. Las armas se habían institucionalizado como la forma de solución de las diferencias. Como una expresión más de esa inestabilidad endémica, en sus primeros setenta años el país tuvo seis constituciones y cinco nombres diferentes, hasta la Carta de 1886 y el nombre de República de Colombia.
Así transcurrió el siglo XIX, aplazando siempre la construcción de país, entre guerras y hegemonías de los dos partidos políticos que se fueron consolidando. Entre 1863 y 1886, durante 23 años, el turno fue para “La Primera República Liberal” y luego para la “Hegemonía Conservadora” durante ¡34 años! entre 1886 y 1930, periodo en el cual estalló la última gran guerra intestina, la de “los mil días”, una de cuyas consecuencias fue la mutilación del territorio con la separación de Panamá en 1903, y una de cuyas características, que reaparecería más tarde, a mediados del siglo XX, fue la aparición de las “guerrillas liberales”.
El siglo XX inició con la resaca de la guerra y una especie de “calma chicha” durante la hegemonía conservadora; pero como ninguna hegemonía es buena, porque todas llevan implícito el concepto de “exclusión”, pues en ella se empezó a cocinar la gran guerra no declarada del siglo XX, conocida como “La Violencia” entre los dos grandes partidos históricos, en un caldo de cultivo que incluyó la conmoción de la Primera Guerra Mundial y su posguerra, las repercusiones de La Gran Depresión y el surgimiento de nuevos actores en el escenario político-social del país.
En efecto, en los años veinte llegan los coletazos de la Revolución Bolchevique de 1917 y la internacionalización del comunismo, con la creación de los primeros sindicatos obreros con esa orientación. En 1930 hay cambio de turno y comienza “La segunda República Liberal”, al tiempo que nace el Partido Comunista Colombiano y en 1935 la Confederación de Trabajadores de Colombia, CTC, la primera gran central obrera que, con el apoyo del partido gobernante, aglutina las organizaciones obreras comunistas y, desde entonces, las relaciones obrero-patronales del país han estado marcadas por la confrontación, la lucha de clases, el antiimperialismo y todas las consignas y estrategias del comunismo internacional.
Desde 1930 se van calentando los ánimos en los dos partidos, hasta 1946, cuando un sector del partido liberal, que ya se confesaba social-demócrata, se radicaliza y nace el partido Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria (UNIR), liderado por Jorge Eliecer Gaitán. Con la división, los conservadores vuelven al poder, cuando ya los enfrentamientos armados están a la orden del día en las regiones, hasta el asesinato de Gaitán en 1948 y la generalización de la violencia entre el gobierno conservador y las reinventadas “guerrillas liberales”, ya con una fuerte influencia del comunismo internacional.
Y siguiendo “de tumbo en tumbo”, de aplazamiento en aplazamiento, en 1953 se produce un golpe de Estado militar que no lo fue tanto, la violencia disminuye sin desaparecer y el país entra en un periodo de ese progreso relativo que es posible cuando se conculcan las libertades y se consolida la dictadura.
Comenzando la década de los sesenta, los partidos históricos, que habían “consentido” el golpe militar, necesitan recuperar su espacio político y, por fin, después de más de cien años, se ponen de acuerdo, derrocan al dictador y nace el “Frente Nacional”, con la repartición sucesiva del poder durante 16 años, cuando ya el poder se entendía más como el manejo de la burocracia y la contratación, que como una delegación de la sociedad, a través del sufragio, para administrar el Estado.
Visto así, el Frente Nacional fue un aplazamiento -otro- de la democracia real, no solo por las restricciones a elegir y ser elegido, sino por el aletargamiento político derivado de la segura alternancia y la repartición milimétrica de la burocracia, un ambiente en que se empezó a incubar una de las tres grandes maldiciones del siglo XX para nuestro país: el fenómeno de la corrupción política que luego haría metástasis en el país.
No obstante, durante el Frente Nacional hubo un gran desarrollo institucional, sobre todos en los gobiernos de Carlos Lleras Y Misael Pastrana; pero también un “vaya y venga” entre las posiciones ideológicas y las decisiones de política pública, en temas como la reforma agraria expropiatoria de los liberales y la defensa del derecho a la legítima propiedad privada de los conservadores.
La violencia no ha tenido solución de continuidad en la historia del país, por ello, con el Frente Nacional, en la década de los sesenta, nacen las otras dos grandes maldiciones: la subversión armada comunista y el narcotráfico, que han marcado, como nunca antes y hasta nuestros días, un periodo de retrasos y aplazamientos en el desarrollo integral del país.
La primera es hija del triunfo de la Revolución cubana en 1959 y de la estrategia del comunismo internacional, en el marco de la “Guerra Fría”, de exportar la revolución armada a Latinoamérica, considerada por la URSS y por la China de Mao como el “patio trasero” de Estados Unidos. Así nacen, promovidas, entrenadas y armadas en Cuba, las guerrillas colombianas, entre otras, las Farc en 1964, el ELN en 1965, el EPL en 1968 y el M19 en 1970.
La segunda, el narcotráfico, nace con la “bonanza marimbera” en la Costa Caribe, que el país recibe con una mezcla de folclor e irresponsabilidad, llevada al extremo con la decisión de López de crear la “ventanilla siniestra” que legalizó millones de dólares de ingresos de la marihuana. A mediados de los setenta la marimba fue reemplazada por la coca, los caciques por los capos y los carteles, y el país se asoma a la década de los ochenta, de violencia narcotraficante sin precedentes.
En el gobierno Betancur es asesinado el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, y en el de Virgilio Barco, cuando el Cartel de Medellín declara la guerra frontal contra el Estado, caen tres candidatos presidenciales, entre ellos Luis Carlos Galán, cuyo asesinato da paso a la presidencia de César Gaviria. En su gobierno se proclama la Constitución de 1991, y la primera gran ola de internacionalización de la economía favorece a los llamados sectores modernos, pero deja postrado al campo, que para entonces ya estaba entre el fuego cruzado de guerrillas y paramilitares.
El Muro de Berlín había caído en 1989 y la URSS en 1991, con lo que las guerrillas comunistas pierden la fuente de financiación de la revolución y, para sustituirla, se dedican con mayor fuerza a la extorsión, el secuestro, y la minería ilegal, para terminar hermanadas con las mafias en lo que ha sido el combustible de la violencia y la corrupción desde entonces: el narcotráfico.
Ese influjo desestabilizador y corruptor se hace patente con la elección de Ernesto Samper y el Proceso 8.000, sucedido por Andrés Pastrana, quien, con más buena voluntad que realismo político, se deja embaucar por las Farc y les entrega la Zona de Distensión del Caguán, cuyo estruendoso fracaso, sin embargo, da inicio al Plan Colombia y al fortalecimiento de las Fuerzas Militares.
Entrado el nuevo milenio, en 2002, se produce una de las grandes transformaciones del país, en un momento en que nuestra democracia entraba a una condición de inviabilidad. Con la llegada al poder de Álvaro Uribe se inicia un periodo de persecución del crimen en todas sus formas, a través de la política de Seguridad Democrática, al tiempo que se lleva a cabo el sometimiento de las autodefensas a partir de la Ley de Justicia y Paz (2005).
En medio de un rechazo sin precedentes a las Farc, convertidas en la principal mafia narcotraficante, un nuevo intento de negociación fracasa y, como consecuencia, la lucha contra la subversión y el narcotráfico se endurece durante los dos gobiernos de Uribe, al final de los cuales las Farc están diezmadas y el narcotráfico en su más bajo nivel desde el inicio del Plan Colombia.
Pero en este país de aplazamientos y retrocesos, uno más debía surgir por cuenta, primero, de un nuevo entorno continental, y segundo, a partir de una enorme traición política local.
En el continente, con el ocaso del siglo, Hugo Chávez asume como presidente de Venezuela en 1999, dando la largada a un factor perturbador que no estaba en las cuentas de nadie: El Socialismo Bolivariano del Siglo XXI, que empieza a inyectar los petrodólares de Venezuela al Foro de Sao Paulo, para avanzar en la nueva estrategia del comunismo internacional, hacia la toma del poder en las urnas, comenzando por Lula da Silva en Brasil (2002), y luego en Uruguay, Bolivia, Chile, Ecuador, Nicaragua, Paraguay, El Salvador, Perú y Argentina.
Cuando, a finales de la era Chávez, la economía venezolana empieza su caída libre, víctima de los errores del comunismo y de la corrupción desde el poder -otro de los errores del comunismo-, el dictador encuentra otra fuente de financiamiento, ya probada en Colombia por las FARC y el ELN: el narcotráfico. Venezuela se convierte entonces en asilo permanente de estos grupos mafiosos, ante lo cual el presidente Uribe rompe relaciones diplomáticas y comerciales.
En Colombia, mientras tanto, llega al poder Juan Manuel Santos en 2010, elegido con los votos de Uribe y con la bandera de la Seguridad Democrática, pero más se demoró en terciarse la banda presidencial que en traicionar a sus electores y dar comienzo, ya no a un aplazamiento de las posibilidades del país, sino a un verdadero y enorme retroceso, que tuvo varios hitos:
Los anuncios en su discurso de posesión; el reconocimiento de Chávez como su “nuevo mejor amigo” y el restablecimiento de relaciones; La Ley de Víctimas y Restitución de Tierras como una señal para las Farc (2011); el inicio de negociaciones secretas ¡en Cuba! a comienzos de 2012; el reconocimiento del “conflicto interno” y, como consecuencia, de las Farc como parte negociadora; el destape de las negociaciones en agosto de 2012; el show de Oslo y el inicio de negociaciones; la polarización del país entre amigos y enemigos de la paz; el afanoso show de Cartagena en agosto de 2016; el plebiscito del 3 de octubre y la victoria del NO; la renegociación que no lo fue y el maquillaje hasta el show de cierre en el Teatro Colón, validado ilegalmente por el Congreso de la República.
El proceso de negociación con las Farc, no hay duda, fue un asalto a la democracia frente al cual la dictadura de Rojas Pinilla, a mediados del siglo XX, fue un juego de niños. Todas las instituciones fueron pervertidas: El Ejecutivo, que no solo traicionó a sus electores, sino que se entregó a unas negociaciones bajo la amenaza extorsiva de la violencia; El legislativo, que entregó también su autonomía, su competencia deliberante y su iniciativa legislativa, bajo el régimen del “fast track”, la antítesis de la democracia, y con el incentivo de “la mermelada” de la burocracia y los contratos, el “plato de lentejas” del siglo XXI en Colombia; el sufragio, que perdió su condición soberana de expresar la voluntad popular, cuando el Acuerdo regaló curules sin votos; la lucha contra el narcotráfico, negociada con la principal mafia narcotraficante…; y la justicia, que no solo aplazó una vez más la reforma mil veces aplazada, sino que entregó competencias, aceptó sin remilgos la impunidad total de la JEP y la participación en política de culpables de crímenes de lesa humanidad, y lo peor, desde la altura de las altas cortes validó semejante asalto a la democracia.
Hoy seguimos en modo aplazamiento, por cuenta de la pandemia, una difícil realidad convertida también en disculpa, y agravada por la revuelta social violenta, que un gobierno, bienintencionado, sin duda, no logra controlar, con algo de temor al “qué dirán” político nacional e internacional, alimentado por la propaganda negra de la izquierda, y en medio de una difusa mezcla de garantismo excesivo y la ausencia orientadora de los principios, que parecen refundidos, de la preeminencia de la Ley, la seguridad como bien supremo y la autoridad legítima delegada por la sociedad misma.
ENTRE EL AVANCE Y EL APLAZAMIENTO
Este apretado resumen no pretende, en forma alguna, afirmar que, entre guerras y aplazamientos, el país no avanzó. Sí que lo hizo, en una demostración del coraje -que hoy llaman resiliencia- del pueblo colombiano. Es un avance sorprendente, en lo económico y en lo social inclusive, en medio de tan adversas circunstancias durante toda la vida republicana, aunque en lo político hayamos perdido la asignatura, por el desprestigio de la clase política, sumida en un lodazal de corrupción, de leguleyismo inane y sin prioridades, frente a la urgencia de menos leyes, pero eficaces; de la mentira mediática como arma de lucha política en pro de intereses mezquinos; del olvido de la honrosa condición del “servidor público”.
Y en esa ausencia de la clase política, sumada a las maldiciones que no abandonan a Colombia, el “aplazamiento” del futuro siempre prometido es una frustración permanente para los colombianos, por demás peligrosa para la continuidad de la democracia. El pueblo colombiano, en su íntima sensatez, no cree en la igualdad que pregona el comunismo; el pueblo sabe que existen y seguirán existiendo diferencias, pero lo que mina la confianza de la sociedad y se convierte en munición para el populismo de izquierda, es la persistencia de la corrupción, la indiferencia arrogante de la clase política, y el incumplimiento sistemático de lo prometido.
HACIA EL DESPLAZAMIENTO: RESCATEMOS EL ESCUDO
El país, que no es un concepto, sino la sumatoria de 50 millones de historias individuales, de colombianos de carne y hueso; ese país así entendido, no solo tiene derecho, sino que merece salir de la trampa de aplazamientos sucesivos de las posibilidades de un mejor estar. Ese país necesita volver a creer en la honestidad moral e intelectual de sus gobernantes, necesita creer que un mejor mañana es posible, porque ese país también está hiperinformado en las redes sociales, en las que, parafraseando a Segismundo en su soliloquio, ostenta el rico su riqueza y se lamenta el pobre en su pobreza…, y esa inevitable comparación, aupada por los interesados en manipular e instrumentar en su beneficio el inconformismo colectivo, puede llegar al hartazgo por la frustración sostenida y a la tentación a seguir a falsos salvadores. Ya conocemos la experiencia del vecindario.
Por eso es vital para la democracia la recuperación de la confianza ciudadana, pero la confianza, que se destruye de un plumazo, no se reconstruye sino con resultados y evidencias de cambio, y el cambio no se producirá sin un retorno a los valores fundacionales de la patria, que pueden resumirse en el lema de nuestro escudo: LIBERTAD Y ORDEN, que bien podrían ser invertidos, porque EL ORDEN es un medio, una condición o un camino, si se quiere, en tanto que LA LIBERTAD, en su sentido más amplio, es el resultado, el “deber ser”, la finalidad del gobernante y la aspiración del gobernado.
Hacia la recuperación del ORDEN
Entonces, la prioridad para no seguir aplazando un mejor mañana, para poder comprometerse a “construir el futuro juntos”, es la recuperación del orden, a partir de tres premisas fundamentales:
Primero: El imperio de la ley como máxima norma de convivencia, más no entendida como una imposición externa o ajena a nosotros mismos, sino como la renuncia voluntaria a una parte de nuestra libertad individual, que entregamos a partir de nuestra adhesión al pacto social, Ley frente a la cual todos tenemos los mismos derechos y nos asisten las mismas obligaciones.
Segundo: La justicia debida, oportuna y democrática, es decir, para todos, como el instrumento para garantizar el imperio de la Ley, para dirimir las diferencias entre los ciudadanos y entre los ciudadanos y el Estado, y para perseguir y castigar el delito en todas sus formas. “Si el hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo”, sentenciaba Camus, al tiempo que San Agustín, siglos antes, se preguntaba: “Cuando se suprime la justicia, ¿qué son los reinos, sino grandes bandas de ladrones?
Tercero: La seguridad, en su sentido más amplio, como derecho fundamental inalienable y bien fundante de la sociedad. Ese “sentido más amplio” no se limita a la preservación de la vida y la libertad también física, vulnerada tan dramáticamente en nuestro país por el secuestro, sino a la garantía de preservación de esa “libertad integral” que pregona el escudo como resultado; en otras palabras, la garantía de seguridad asociada a todas las libertades que no entregamos voluntariamente en la adhesión al pacto social: la libertad de expresión y opinión, la libertad de emprendimiento empresarial, la libertad de credo, de trabajo, de asociación alrededor de objetivos lícitos, en fin, LA LIBERTAD del escudo.
Dentro de ese orden de ideas, el “desaplazamiento” del país, en cuanto al orden se refiere, reclama de compromisos en varias direcciones:
1. Colombia necesita una reforma política, tantas veces prometida y tantas veces evadida por sus propios protagonistas; una reforma política que, a partir de la resignificación del “servidor público”, dignifique el papel de las colectividades políticas y el ejercicio individual de la política, erradique la corrupción derivada de confundir el poder con el manejo de la burocracia y la contratación, ya sea para enriquecimiento propio, o bien, para, sostenerse indefinidamente en el poder con todos sus beneficios.
Una reforma política que redefina los espacios y las competencias de los tres poderes, que evite las puertas giratorias y las componendas; una reforma que garantice el fortalecimiento de las instituciones democráticas y, con ello, el funcionamiento del Estado; en últimas, una reforma que le devuelva la confianza al ciudadano.
2. Como condición de supervivencia de la democracia, Colombia necesita la reforma profunda a la justicia que todos los gobiernos han ofrecido durante las últimas décadas, y que siempre se ha estrellado con los intereses de la magistratura, con los intereses del Congreso, con los intereses y la falta de gobernabilidad del Ejecutivo, con los intereses ideológicos de los sindicatos de la rama judicial, y hasta con los intereses de las mafias del narcotráfico, las que en los ochenta “estallaron” literalmente el país para evitar la extradición, y con las bandas narcoterroristas que, más recientemente, el gobierno Santos sentó en una mesa para negociar, no su reinserción al Estado de Derecho al cual todos estamos sometidos voluntariamente, sino la transformación a su amaño de ese Estado de Derecho, incluida una justicia que les garantizara impunidad total.
Colombia necesita, está exigiendo que la igualdad ante la justicia no sea un discurso, sino una realidad sin excepciones de alcurnia ni de poder económico.
Colombia necesita una justicia que garantice los logros de la Constitución de 1991, especialmente la tutela, pero que evite su abuso sistemático, que se ha convertido en una nueva trampa para el acceso que buscaba facilitar.
Colombia necesita una justicia que no caiga en el juicio sumario de las dictaduras, pero que logre superar los juicios eternos y la manipulación dilatoria de los actores judiciales, porque, simplemente, una justicia inoportuna, deja de serlo.
Colombia necesita una justicia articulada, desde la acusación, la investigación y la transparencia en los procesos, hasta la debida sentencia y el castigo que resocialice y no se convierta en incubadora de más delito y más violencia.
Colombia necesita voluntad política y gobernabilidad para hacer la reforma a la justicia, sin duda, la necesidad más sentida de transformación y fortalecimiento de nuestras instituciones, por su relación directa con dos males endémicos de la patria. En la falta de justicia se estrellará todo esfuerzo en la lucha contra la corrupción y el narcotráfico.
Hoy más que nunca cobra vigencia aquella frase del líder conservador, Álvaro Gómez Hurtado, cuando sentenciaba: «Hemos llegado a una situación escandalosamente paradójica en la que nuestro sistema de justicia parece estarse pasando al bando de los criminales»
Hacia la consagración de LA LIBERTAD
Son retos para hacer realidad el disfrute pleno de la LIBERTAD que se pregona en nuestro escudo; son tantas como expresiones tiene ese concepto integral de libertad, pero es menester concentrarse en los “aplazamientos” de mayor impacto para la sociedad, que se han convertido, a la vez, casi en imposibles categóricos, por esa incapacidad crónica de construir país, que no se refleja solamente en la violencia recurrente, sino en la dificultad del consenso, acentuada por la polarización inducida desde los intereses ideológicos del comunismo internacional a través de sus agentes locales.
1. Colombia necesita una reforma laboral, tantas veces prometida y tantas veces impedida por los sindicatos de izquierda, que sea la palanca de la formalización y de la creación de más y mejor empleo, diverso en sus modalidades, como diverso es el país, pero que garantice el bienestar y la dignidad del trabajador, en el campo y en las ciudades, en todos los oficios y competencias, en los pequeños emprendimientos y en los grandes.
2. Colombia necesita una reforma pensional, tantas veces intentada y tantas veces torpedeada por las centrales de trabajadores de orientación comunista. El actual sistema no solo es insostenible para el erario -la bomba pensional-, sino de una inequidad manifiesta. La incapacidad para “tocar las pensiones”, derivada de una falta de “gobernabilidad real”, es uno de los aplazamientos más costosos, tanto en lo económico, como en lo social, por el abandono en que mantiene confinada a la gran mayoría de la población de la llamada “tercera edad”, dentro de la cual están los ancianos más pobres del país.
3. Colombia necesita una reforma educativa, que enseñe lo que deba enseñar en consonancia con los tiempos que corren, menos instrumental y más interpretativa de la realidad, a partir, principalmente, de la lectoescritura, para acabar con el “analfabetismo efectivo” de bachilleres y profesionales. Colombia necesita una educación en que las humanidades, la historia y la formación en valores personales y ciudadanos se recupere y deje de ser una “costura”.
Colombia necesita una educación que valore al maestro, pero que también le exija; una educación que permita la evaluación y el crecimiento del docente; una educación que no adoctrine en ninguna doctrina, una educación que no esté secuestrada por FECODE y la ideología de izquierda.
En esa dirección, he presentado un proyecto de Ley que, en aras de no cercenar el derecho a una educación de calidad, permita la contratación con la educación privada, cuando no exista oferta pública o la calidad ofrecida por el Estado en sus diferentes niveles, no alcance los estándares aceptables de la evaluación institucional de calidad.
Colombia necesita una educación gratis para el que no pueda pagarla, y subsidiada de acuerdo con las posibilidades de ingreso de las familias, porque la gratuidad total y universal es una promesa populista e innecesaria, que termina profundizando la inequidad.
La financiación de la educación superior, tanto pública a través del ICETEX, como privada a través del sistema financiero, no puede terminar en exacción amenazante para un egresado sin empleo. El Estado debe subsidiar los intereses durante la etapa de estudio y, con los controles debidos, debe consultar también las posibilidades de pago del egresado.
4. Colombia necesita una reforma tributaria estructural, y eso no quiere decir “inamovible”, sino que contenga los instrumentos para su actualización cuatrienal, presentada por el Gobierno para la ejecución de su Plan de Desarrollo, pero que supere la colcha de retazos y de las reformas anuales; una reforma que no pueda ser revisada durante el cuatrienio, sino por circunstancias sobrevinientes de grave afectación de la economía, como la pandemia.
Colombia necesita una estructura tributaria que genere seguridad jurídica y, por ende, que fomente la inversión nacional y extranjera, pero que diferencie, en la tributación, a los emprendimientos por su tamaño y su condición rural o urbana.
Colombia necesita una reforma tributaria que fomente la formalización empresarial, como el camino hacia el pleno empleo, porque la informalidad prevalente es uno de los mayores factores de inequidad.
Colombia necesita un sistema tributario que penalice al evasor, también diferencialmente, no solo a los grandes, porque el ciudadano o la empresa evasora de ingresos medios, también le roba al Estado, como le roba el pequeño contribuyente que no paga lo debido.
A la par con la recuperación del ingreso tributario, el Estado debe comprometerse, como nunca, con la reducción del gasto. El Congreso puede ser más pequeño y ya hay proyectos de acto legislativo en esa dirección, las consejerías y otras instancias deben ser evaluadas con el prisma del costo – beneficio, y deben revisarse excesivos beneficios de los más altos cargos del Estado, cuya ostentación no solo es costosa, sino que envía un mensaje social contraproducente a los colombianos sujetos a rigores y necesidades.
5. Asociada a la reforma tributaria estructural, Colombia necesita una política de generación, de empleo, con la lucha contra la informalidad como objetivo central y con la “desregulación” como herramienta principal. El Estado, lejos de “ponérsela difícil” al emprendedor, tiene que facilitarle el camino, no solo por la relación directa entre emprendimiento y empleo, sino porque en la excesiva regulación y en la abundancia de requisitos y trámites se esconde la corrupción y se ahoga la iniciativa privada.
Colombia necesita una política de empleo que reconozca la diferencia en tamaños de emprendimiento, pues los requisitos de una empresa de cinco empleados no pueden ser los que aplican para un gran conglomerado. El crédito para la pequeña empresa, el microcrédito, no puede seguir siendo de usura, bajo el alegato del mayor riesgo. La dificultad de acceso y los intereses del microcrédito, son la puerta de acceso al delito del “gota a gota” y una expresión de inequidad sin parangón. El Estado debe subsidiar el riesgo del microcrédito, como un camino para la formalización del empleo de baja y mediana escala, que, paradójicamente, sustenta una gran tajada de la actividad económica del país.
Colombia necesita una política de empleo que reconozca la diferencia entre el entorno rural y el urbano. Y algo muy importante para contrarrestar el discurso populista de la izquierda: el campo necesita con urgencia una política pública que rescate de su pobreza al pequeño productor rural. Tenemos que convertirlo en grande, conectarlo con los mercados y garantizarle una retribución adecuada a su esfuerzo estratégico frente a la seguridad alimentaria del país. El camino es una política pública y sostenida de ASOCIATIVIDAD RURAL que, además, construya tejido social y posibilite el encadenamiento con medianos y grandes productores.
6. El tema ambiental, no por urgente bajo la amenaza del cambio climático, debe dejar de tratarse con realismo. El Gobierno debe encontrar el equilibrio entre la necesaria conversión energética progresiva y la dependencia innegable de los combustibles fósiles. Es fácil rechazar la dependencia del petróleo y hasta perseguirla, pero seguir exigiendo la infinidad de bienes y servicios asociados a su producción. Es fácil perseguir la extracción de petróleo, sin tener en cuenta el costo impagable de importarlo en su totalidad, lo cual haría inviable la economía nacional.
La recuperación de la naturaleza exige también el apoyo gubernamental decidido a los sistemas de producción sostenible de alimentos, a partir, entre otras opciones, de los Sistemas Silvopastoriles Intensivos para la producción de carne y leche, pero también la persecución del narcotráfico, de la tala ilegal que alimenta el comercio informal de madera, y la minería también ilegal.
Es urgente la revisión de la institucionalidad y de la legislación ambiental, que no solo no han cumplido con su cometido, a juzgar por los resultados, sino que dan pie a la introducción de competencias judiciales externas, como las contempladas en el Acuerdo de Escazú, en contra de la soberanía judicial del país y de la preservación de derechos constitucionales como el de la legítima propiedad de la tierra.
Concluyo esta breve exposición con la reiteración de mi gratitud primero, a Bruce Mac Master, a los afiliados a la Asociación Nacional de Empresarios de Colombia y a los invitados al Sexto Congreso Empresarial Colombiano. Ha sido para mí un gran privilegio compartir con ustedes, no solo mi preocupación por acometer, sin más dilaciones, las reformas que han sido aplazadas y que el país reclama, sino este Marco General de mi visión sobre el camino a seguir, que iré desarrollando con el foco puesto en temas más específicos y de su interés, relacionados con la reactivación del país, la generación de condiciones para profundizar la formalización empresarial, el papel del Estado y del sector privado en este cometido del despertar económico del país.
Es grato compartir con colombianos, que entienden el momento crucial por el que atraviesa Colombia, en la mira de los populismos de izquierda que han ido y vuelto en América Latina durante los últimos años, y frente a los cuales había estado blindado el país, pero hoy está amenazado.
Debemos defender a Colombia, para que las elecciones de 2022 no sean las últimas en democracia y con garantías, como ya ha sucedido en buena parte del vecindario.
Segura de que volveremos a vernos, les envío una invitación al compromiso y un mensaje de optimismo.
Muchas gracias.