Por: Abelardo De La Espriella
abdelaespriella@lawyersenterprise.com
Y aquí estamos, vulnerables, como la más débil de las criaturas, arrinconados por la impetuosa fuerza de la naturaleza. No creo en teorías conspirativas según las cuales el gobierno chino infectó deliberadamente al mundo; me resulta más lógico concluir que la misma Madre Tierra se está defendiendo de nosotros con sus propios “anticuerpos”. Después de tantos excesos, contaminación y sobrepoblación, la pandemia viene a ser como una auto purga del planeta. Los peces de colores en el gran canal de Venecia y los delfines en la bahía de Cartagena son apenas dos ejemplos palpables de que, cuando el ser humano se retira, la naturaleza resurge; a lo mejor, la peste somos nosotros y no nos hemos percatado. Y no es que no podamos vivir en armonía con todas las especies; simplemente el hombre no ha entendido que no es el amo, dueño y señor del mundo y que la coexistencia requiere de equilibrio, pero, sobre todo, de consideración y respeto hacia el medioambiente y hacia las distintas formas de pensamiento. Como no quisimos cambiar nuestro proceder – ¡vaya paradoja! – es precisamente la indomable naturaleza la que nos ha dado una implacable lección que transformará para siempre nuestras vidas. En lo sucesivo, la historia de la humanidad se dividirá en dos partes: antes y después del Coronavirus.
A pesar de los avances tecnológicos y de todo el universo de científicos que se dedican a estudiar patologías y epidemias, es la hora que nadie tiene idea a ciencia cierta de cuál es la forma más efectiva para combatir y derrotar al “monstruo” del Coronavirus; es más: creo que a estas alturas nadie sabe con certeza qué demonios es en realidad el mentado “bicho”. De nada han servido los miles de billones de dólares gastados por las grandes potencias y farmacéuticas en estudios y prevención sobre los virus en general: el Covid-19 es una “trompada” fulminante justo en el centro del ego de la humanidad: hasta antes de que apareciera, nos creíamos indestructibles, casi que inmortales. Se trata, pues, de un enemigo muy poderoso, que al que no mata lo enloquece: el encierro al que estamos sometidos (y que al parecer va para largo), de la noche a la mañana transformó todas nuestras costumbres y nos cambió las prioridades, y el aislamiento incluso puede ser mucho más peligroso que la misma enfermedad. No lo digo por mí: el hogar es mi hábitat natural, mi zona de confort, pero advierto, con preocupación, lo que el confinamiento está haciendo con la psiquis de algunos amigos y conocidos. Mucha gente se siente como un pájaro silvestre en una jaula.
La naturaleza es sabia. No dejo de pensar también que probablemente nos esté protegiendo de nosotros mismos: el ser humano es autodestructivo por definición; la mayoría del tiempo hace cosas que, de una manera u otra, terminan por causarle daño: fuma, a sabiendas de que puede desarrollar un cáncer; bebe y come en exceso, teniendo claras las consecuencias; arriesga el amor verdadero, siendo infiel, y así procede, contracorriente, casi en todo. Lo cierto es que hemos abandonado lo esencial para acoger lo banal, lo importante por lo superfluo, y, como no quisimos recapacitar por las buenas, tal cual lo hace un padre responsable, la naturaleza, con un taponazo monumental, nos llama al orden, para que retornemos al camino apropiado del que nunca debimos extraviarnos.
Asistimos a un proceso de liberación de muchas ataduras intrascendentes que arrastramos por la vida. Sin duda, es mucho más importante estar en casa compartiendo con la familia y no en la calle de farra o trabajando sin parar, de espalda a los afectos de los nuestros. Obviamente, los hábitos del pasado no eran los adecuados. Por tanto, es menester cambiarlos drásticamente. Ya no tenemos que ser parte del coro o seguidores de lo que está de moda. Estos tiempos de zozobra han traído con ellos la posibilidad de forjar un modelo de vida básico, sano y sencillo, en el que deberá primar lo espiritual. Estamos, pues, ante una oportunidad sensacional y única de transformarnos en mejores seres humanos, situación que no podemos desaprovechar. Quien no entienda lo que aquí digo es un tonto irredimible que será abatido sin remedio por la fuerza de los acontecimientos. Como en las arenas movedizas: entre más nos resistamos a entender la nueva realidad, más nos hundiremos.
La pandemia del Coronavirus revela nuestra pequeñez ante la fuerza de la naturaleza y sus embates. No hay duda: somos iguales de cabo a rabo y, al final, todos destilaremos cadaverina: esa es la ley ineluctable de la vida. Pero de lo malo siempre queda algo bueno, como reza el viejo adagio popular. Esta crisis nos permitirá reinventarnos como personas y como sociedad; es una coyuntura de lujo para cambiar lo malo y enaltecer lo bueno, porque todos tenemos un lado que mira al sol, y otro, hacia la luna; llegó la hora de hacer que la luz brille más y la oscuridad desaparezca para siempre.
En estos tiempos tormentosos cada uno de nosotros tiene el deber y la obligación, como ser humano, de vincular su mejor esfuerzo para coadyudar en la búsqueda de propósitos comunes, que le traigan beneficio a nuestra sociedad. Es un imperativo ayudar a los demás cuando se convive en sociedad, porque primero están los altos intereses de los asociados y después las apetencias particulares de cada quien. La Solidaridad Social obliga moralmente a que nadie permanezca indiferente frente a las vicisitudes y tragedias de otros. Desde el Estado, la sociedad y la familia debemos velar celosamente porque este principio sea acatado; de esta forma, tendremos sin duda a la postre un mejor país. En esto somos nuevos: la insolidaridad es una vergonzosa marca que llevamos los colombianos en el alma; pero llegó el momento de hacer lo que corresponde, porque, como decía Mark Twain, “nadie se equivoca cuando hace lo correcto”.
¿Cuál es la receta para salvarnos del Coronavirus? Sencilla: amor, solidaridad, resiliencia y bondad. Son, precisamente, estos atributos de la personalidad los que harán la diferencia en estos aciagos momentos, en los que Colombia se enfrenta a sus horas más oscuras y peligrosas.
Devoción y vocación de servicio por los demás. Esa debe ser la consigna que no podemos olvidar jamás.
Todo se resume en estas palabras del Papa Francisco: “Quien quiera ser grande que sirva a los demás, no que, se sirva de los demás”.
Yo estoy dispuesto a servir y a sacrificarme. Tú también debes estarlo, compatriota.