Álvaro Uribe Vélez para jóvenes y desmemoriados (II)

Por: Luis Guillermo Vélez Álvarez

(Para Miguel González, estudiante de la Universidad Nacional)

Miguel González, estudiante de la Universidad Nacional, a quien no conozco personalmente, a propósito de la primera parte, escribió lo siguiente:

“Soy joven estudiante de la Universidad Nacional, y este tipo de artículos definitivamente hacen una falta abismal en las aulas de mi universidad. Es una lástima para los jóvenes que no compartimos aquellas ideologías el vernos inmersos en ambientes donde no se educa, se adoctrina; y por la forma más notoria desde mi experiencia personal la encuentro en el hecho de que este tipo de opinión y escritos brillan por su ausencia. Espero leer los siguientes artículos, muchas gracias por esa labor”

Agradezco sus palabras que me han conmovido profundamente y me comprometen a continuar en esta tarea.

La segunda parte cubre el período comprendido entre el final de último gobierno del Frente Nacional, el de Misael Pastrana Borrero, y el incido del de Andrés Pastrana Arango. Son 24 años y seis periodos presidenciales. Son los años del crecimiento del fenómeno del narcotráfico, que marcaría trágicamente nuestra historia, los del fortalecimiento de las Farc y los del surgimiento de Uribe como político activo y de la formación de su personalidad política y de estadista.

I

Uribe, activo militante del Partido Liberal, desempeñaría algunos cargos públicos en los dos gobiernos de ese partido posteriores al Frente Nacional. En el de López Michelsen fue secretario del Ministerio de Trabajo y en el de Turbay Ayala, director de la Aeronáutica Civil. Como director de la Aeronáutica, Uribe lideró la construcción del Aeropuerto de Rionegro, que al término del gobierno de Turbay estaba construido en un 60%. También tiene a su haber otras realizaciones importantes que voy a dejar de lado para referirme a la primera gran falsedad con la que sus enemigos han pretendido empañar su biografía.

Entre otras funciones, la Aeronáutica tenía la de autorizar la construcción y operación de los aeropuertos del País. Todas esas autorizaciones debían contar con el aval del Consejo Nacional de Estupefacientes y del Comando de la Brigada Militar con jurisdicción en la zona, de acuerdo con lo establecido en el Decreto 2303 de 1981, expedido a instancias de Uribe, para controlar las pistas clandestinas de los narcotraficantes que entonces empezaban a proliferar. Fueron muchas las pistas clandestinas que se intervinieron en aplicación de esa norma. Sin embargo, con esa increíble capacidad de falsear las cosas, los enemigos de Uribe han querido enrostrarle su labor en la Aeronáutica por un supuesto favorecimiento a las actividades de los narcotraficantes. Ahí están los hechos.

Como Uribe se convirtió en una figura pública y yo me hice profesor universitario, era muy improbable que nuestras trayectorias se cruzaran nuevamente. Sin embargo, ocurrió. Fue en el Instituto de Estudios Liberales de Antioquia (IELA), un think-tank, que, con el apoyo de algunos académicos de Medellín, fundó Uribe para darle soporte intelectual a las ideas que promovía desde la disidencia, que, con el nombre de Liberalismo Democrático, le había montado al Directorio Liberal de Antioquia, manejado por ese zorro de la política clientelista llamado Bernardo Guerra Serna.

Guerra Serna era el típico representante del “cacique político” y de la forma como se hacía la política en el País hasta que el presidente Belisario Betancur y Jaime Castro, su ministro de gobierno, lograron hacer aprobar, en 1986, la reforma constitucional que introdujo la elección popular de alcaldes, con la que se le empezó a quebrar el espinazo al sistema bipartidista que había prevalecido durante más de un siglo. Después, con la Constitución de 1991, vendrían otros cambios en el régimen político y en el sistema electoral que lo sepultarían definitivamente.

En todo departamento había, en cada partido tradicional, uno o dos grandes jefes políticos en torno a los cuales se agrupaban los políticos locales y municipales, con el objeto de lograr un caudal de votos significativo que les permitiera una participación importante en la distribución de los cargos públicos. El gran jefe liberal del Valle del Cauca era Carlos Holmes Trujillo, el papá del actual ministro de gobierno, quien disputaba la supremacía con Gustavo Balcázar Monzón. Y así ocurría en todos los departamentos.

Naturalmente, existían ciertas afinidades ideológicas, pero, en definitiva, la razón de ser esas agrupaciones era tener una votación significativa en la elección presidencial, la única verdaderamente importante bajo el régimen político y el sistema electoral de la Constitución de 1886. Entonces, como ahora, en Colombia y en el mundo, los partidos y movimientos políticos son agrupaciones de individuos que se asocian para maximizar una votación que les permita obtener la mayor participación en los empleos públicos y la distribución del presupuesto. El número, la solidez y la duración de los partidos depende fundamentalmente del sistema electoral. En las democracias más respetables del mundo – las de Estados Unidos y Gran Bretaña, que tienen partidos centenarios – el sistema electoral está diseñado para que no existan más que dos o, a lo sumo, tres partidos políticos relevantes electoralmente y con representación en los cuerpos colegiados.

El modelo bipartidista o de pocos partidos es de gran importancia para el funcionamiento de las instituciones democráticas pues permite la conformación de mayorías gubernamentales sólidas y de bloques de oposición coherentes desde el punto de vista programático, dando a los ciudadanos opciones de elección relativamente claras y sencillas. Algo completamente distinto de la peligrosa confusión que crean el multipartidismo y el caudillismo que prevalecen hoy en la política colombiana.

Bajo el régimen político de la Constitución de 1886, el presidente, por medio de su ministro de gobierno nombraba a todos los gobernadores. Estos, a su turno, nombraban a todos los alcaldes de su departamento. Por esa razón, los líderes políticos locales, que aspiraban a gobernar su municipio, se agrupaban alrededor de un gran jefe político para lograr que sus votos contaran en la elección presidencial y obtener así la alcaldía tan anhelada o algún cargo en los gobiernos departamental o nacional.

Con la elección popular de alcaldes todo este esquema se vino al suelo pues los jefes locales entendieron que podían hacer valer sus votos por sí mismos y empezaron a proliferar las disidencias, inicialmente amparadas por las viejas marcas políticas – liberalismo popular, vanguardia liberal, conservatismo progresista, etc. – o, después, con otros nombres, a medida que aquellas perdían su antiguo lustre.

El Liberalismo Democrático de Uribe, como muchas otras disidencias que le salieron al Directorio de Guerra Serna, surge en el contexto de esa transformación del régimen político. Con el IELA, Uribe busca darle sustancia conceptual e ideológica a su movimiento. Consiguió atraer a varios académicos de prestigio como el economista Remberto Rhenals, el abogado constitucionalista Tulio Elí Chinchilla y el médico salubrista Leonardo Betancur, todos ellos hombres de gran sensibilidad social que vieron en Uribe el medio para incidir con sus ideas en la política pública.

Otros miembros del IELA fueron académicos e intelectuales de la izquierda democrática ampliamente reconocidos como Jaime Jaramillo, José Obdulio Gaviria, Alberto Rendón, Antonio Restrepo, Darío Ruiz, Libardo Zapata y Sol Marina de la Rosa. Porque Uribe era visto como un político de centro-izquierda, al punto de que su primera candidatura al senado fue apoyada por Gerardo Molina, destacado intelectual de izquierda cuya participación en la vida política se remonta a los años la Revolución en Marcha de López Pumarejo cuando fue senador por Antioquia. Hoy muchos de los amigos políticos de Uribe proceden del MOIR, el M-19 y otras agrupaciones de izquierda.

Nunca fui miembro del IELA, yo era más bien un “neoliberal”. Un día fui invitado por mi amigo Remberto Rhenals a dictar una conferencia en la que defendí la política del Presidente Barco y su Ministro de Hacienda, Luis Fernando Alarcón, de acabar con el control de cambios y abrir la economía a la competencia externa. Allí volví a ver a Uribe entre los asistentes, escuchando con esa atención respetuosa que le he visto poner siempre al discurso de interlocutor, cualquiera sea su condición. Al final, mostrando un acuerdo parcial con lo que dije, intervino y me asombró por ese conocimiento de los detalles que, sin ser de especialista, revela al hombre estudioso, de mente disciplinada y genuinamente interesado por entender cómo son en realidad las cosas. Todos los que han trabajado a su lado pueden dar testimonio de ello.

En aquellos años aciagos del período de gobierno del Presidente Barco, volví a verlo en medio de una dolorosa circunstancia: las exequias de Leonardo Betancur Taborda, asesinado por los paramilitares. Allí pude apreciar otra vez su valentía y determinación cuando, en contra del querer de los militantes de la izquierda totalitaria que lo abucheaban, se puso de pie, al aire libre, en el cementerio Campos de Paz, con su mano puesta sobre el cofre, a hacer una oración fúnebre en honor de su amigo asesinado.

Volví a ver a Uribe cuando era Gobernador. Yo era gerente de una empresa estatal de la cual la Gobernación de Antioquia era accionista. La empresa requería una urgente capitalización y le pedí una cita para hablar del asunto. Me recibió en su despacho y fue una entrevista seria, precisa, al grano, como son las cosas con él. Estaba al tanto de la situación de la empresa y de mi gestión al frente de ella. Me felicitó por mi trabajo y, sin ningún rodeo, me dijo que el Departamento tenía otras prioridades y que le era imposible realizar esa capitalización. Salí sin un peso, pero teniendo por él más respeto y admiración.

Durante su primera campaña electoral preparé algunos documentos para directivos de la misma. Seguramente Uribe no se enteró de ello. Después de la elección, uno de esos directivos, que sería ministro en el primer gabinete, me pidió la hoja de vida, para ver dónde podía ayudar, según dijo. Decliné su ofrecimiento pues prefería mi trabajo de consultor independiente, a pesar de que por esos días las cosas estaban difíciles para los “informales” como yo. Nunca en sus ocho años en la presidencia desempeñé cargo en su administración ni tuve contrato alguno con dependencias del gobierno nacional. No por eso puedo decir que no le debo nada a sus gobiernos porque en realidad les debo todo: bajo ellos pude adelantar, con seguridad y confianza en el futuro, mi vida profesional y proveer con mi trabajo las necesidades de mi familia. El vigoroso inicio de su primer gobierno, que en pocos meses cambió la correlación de fuerzas con las Farc, llenándonos a todos de esperanza, me hizo desistir de mi propósito de abandonar el País para instalarme en Canadá. Estoy seguro de que este fue el caso de miles de colombianos.

II

Aún sin registrar tasas de crecimiento espectaculares, como las de los llamados “tigres asiáticos” – Taiwan, Corea, Singapur y Hong Kong- que por entonces eran la sensación, la economía colombiana venía creciendo de forma sostenida, lo cual, unido a la reducción de la tasa de crecimiento de la población, se traducía en un aumento continuo del producto por habitante. Crecía también la cobertura en educación a todos los niveles, mejoraba también la cobertura en salud y aumentaba la construcción de vivienda popular, bajo el impulso que al crédito hipotecario le había dado la adopción del sistema UPAC, creado en la administración de Pastrana Borrero. Con el final de Frente Nacional se estaba abriendo paso en el País una democracia más abierta y competitiva.

Los acuerdos de China y la Unión Soviética con Estados Unidos llevaron a una reducción de la intensidad de la llamada guerra fría, haciendo que esos países se mostraran más interesados en atender sus problemas internos que en apoyar unos movimientos guerrilleros en el otro extremo del mundo. A finales de los ochenta, con la transformación de China en una curiosa forma de capitalismo autoritario y el colapso de la Unión Soviética, el derrumbe de las guerrillas colombianas parecía inminente, como efectivamente ocurrió con las de otros países de América Latina.  Esta circunstancia y las mejoras persistentes en el bienestar de la población permitían presagiar que las guerrillas se irían debilitando hasta desaparecer, faltas de apoyo financiero y carentes de arraigo en la población. Pero no ocurrió así a causa del narcotráfico, que, además de brindar soporte financiero a la guerrilla, obligaría al Estado a dedicar ingentes recursos para enfrentar su enorme desafío.

Fue solo en el gobierno de Belisario Betancur cuando la sociedad colombiana se percató de la gravedad de la enfermedad que padecía como consecuencia del veneno que se le había inoculado a mediados de los años setenta: el veneno del narcotráfico, que cambió por completo la historia del País. Por eso hay que detenerse para hablar, así sea brevemente, de la aparición, desarrollo y consolidación del narcotráfico.

Debo decir en este punto que siempre fui contrario a prohibición de las drogas pues creo que la decisión de consumirlas es asunto del fuero invidual de cada cual. Sin embargo, nunca fui partidario de la legalización unilateral de su producción y tráfico porque habría convertido a Colombia en un país paria, habría dado a los narcotraficantes un poder mayor sobre la sociedad colombiana y nos habría transformado en un narco-estado como lo es hoy Venezuela.

A los gobiernos hay que juzgarlos por lo que hacen y también por lo que dejan de hacer. El fenómeno del narcotráfico empezó a manifestarse con fuerza bajo el gobierno de Alfonso López Michelsen, 1974-1978. Todo inició con la llamada “bonanza marimbera” resultante de la exportación masiva hacia Estados Unidos de la marihuana cultivada en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta. Santa Marta Golden, la llamaban.  Poco a poco el País se fue percatando que el valor de las exportaciones de cocaína superaba con creces el valor de las exportaciones de marihuana y que el problema estaba en otra parte.

Como Presidente de la República, López Michelsen pudo ver lo que estaba pasando y decidió desentenderse de ello. En múltiples oportunidades declaró paladinamente que ese era un problema de Estados Unidos: “Aviones norteamericanos, con pilotos norteamericanos transportan cocaína para consumidores norteamericanos”, solía decir. Pero, además de renunciar a combatir a los narcotraficantes, el gobierno de López les dio a estos y la sociedad entera un equívoco mensaje de tolerancia cuando decidió modificar el régimen de control de cambios entonces vigente.

El control de cambios consistía, básicamente, en que el Banco de la República tenía el monopolio de la compra y venta de divisas en el País. Quien necesitaba dólares para importar mercancías o realizar cualquier pago al exterior debía comprarlos al Banco de la República justificando el uso que les iba a dar. Así mismo, quien realizaba exportaciones o recibía dólares por cualquier concepto estaba en la obligación de venderlos al Banco, demostrando la legitimidad de su procedencia. Esta operación recibía el absurdo nombre de reintegro.  Por supuesto que había un mercado paralelo de divisas que, aunque ilegal, era más o menos tolerado. Era tal la afluencia de divisas que ingresaban por el narcotráfico que, contrariamente a lo que ocurre cuando hay control de cambios, el dólar del mercado negro o paralelo se cotizaba a un precio inferior al dólar oficial.

El gobierno de López decide que en las taquillas del Banco de la República podrán venderse hasta cincuenta dólares en cada transacción sin justificar su procedencia. Pronto las sedes del Banco en todas las ciudades se vieron atestadas de ciudadanos que hacían fila una y otra vez para cambiar de a cincuenta dólares en cada oportunidad. Los narcotraficantes pagaban por ese servicio. En esta decisión, aparentemente anodina, los narcotraficantes y la sociedad entera vieron un mensaje de tolerancia. Y no podía ser de otra forma: si el gobierno recibe los dólares del narcotráfico, por qué no he de hacerlo yo, razonaba el ciudadano común. Si el gobierno recibe nuestros dólares, el gobierno es nuestro cómplice, razonaban las narcotraficantes. El expresidente Carlos Lleras Restrepo calificó esa decisión como la apertura de la “ventanilla siniestra”.

Durante los gobiernos de López Michelsen y de Turbay Ayala, aunque no dejaron de realizarse confiscaciones de droga y algunas detenciones, el narcotráfico creció desmesuradamente. Los principales narcotraficantes eran personajes públicos que no necesitaban esconderse. De hecho, eran populares, la gente celebraba sus extravagancias, como construir plazas de toros en su fincas,  y las personas acaudaladas estaban dichosas vendiéndoles, a precios exorbitantes, apartamentos, casas, fincas, caballos, obras de arte, etc. Los políticos los cortejaban y recibían sus donativos electorales. En fin, la sociedad colombiana despreciaba a los narcos, pero apreciaba sus dólares. La forma en que el narcotráfico permeó la sociedad a todos sus niveles está descrita en la dolorosa novela La mujer de los sueños rotos de María Cristina Restrepo.

El gobierno de Turbay Ayala negoció y firmó un tratado de extradición con los Estados Unidos. El embajador en Washington era Virgilio Barco Vargas, quien participó activamente en la redacción del documento. La tremenda inconciencia de la sociedad colombiana frente a la trasformación que a su interior se estaba operando, como consecuencia del narcotráfico, la prueba el hecho de que la noticia de la aprobación del tratado en el Congreso de la República solo mereció en El Tiempo un pequeño titular de tres columnas en la parte baja de la primera página. El País empezó a percatarse de lo que le subía pierna arriba cuando las principales ciudades se llenaron de gigantescas vallas en las que, los narcotraficantes, desafiantes, proclamaron: “Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en los Estados Unidos”. Esto anunciaba el terrible ataque que los narcotraficantes desatarían contra la sociedad colombiana.

III

En 1982 viajé a Francia con mi esposa Gloria Cecilia a adelantar estudios de posgrado. Prácticamente estuve fuera durante todo el gobierno de Belisario Betancur, el hombre bueno y bien intencionado que más daño le ha hecho al País en su historia reciente. Cualquiera diría que el refrán popular que dice: “de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno”, fue inventado a su propósito.

La campaña presidencial de 1982, en la que Betancur se enfrentó a López Michelsen y a Luis Carlos Galán, estuvo marcada por el temor de que los narcotraficantes desataran una guerra sin cuartel, como después lo harían, contra el tratado de extradición. Betancur prometió que no aplicaría el tratado e inicialmente así lo hizo. Dudo mucho de que López Michelsen hubiera procedido de manera distinta. Solo Galán, quien venía combatiendo a los narcotraficantes y a sus aliados en la política desde la tribuna y desde la prensa, hubiera sido capaz de enfrentarlos con decisión. Esa actitud vertical le costaría la vida años más tarde.

A pesar de que los narcotraficantes tenían intimidada a la justicia y asesinaban a placer policías, jueces, otros narcotraficantes y ciudadanos del común, Betancur empezó cumpliendo su promesa de no aplicar el tratado de extradición. Pero, fiel a esa característica de los pusilánimes de poner una vela a Dios y otra al Diablo, nombró como Ministro de Justicia a Rodrigo Lara Bonilla, uno de los principales dirigentes del Nuevo Liberalismo, el nombre con el cual Galán había bautizado su disidencia del Partido Liberal.

Lara, como suele hacer la mayoría de los políticos, hubiera podido pasar de agache – a lo mejor eso era lo que quería Betancur, interesado sobre todo en pasar a la historia como el «Presidente de la Paz» – incautando una toneladita aquí o allá y apresando dos o tres peces pequeños; pero, sorprendentemente, decidió tomar en serio la consigna retórica de Betancur de someter al narcotráfico a nuestra propia justicia y se embarcó en una lucha frontal contra los narcotraficantes, que tenía perdida de antemano, y decidió darles donde les dolía: Tranquilandia.

De Tranquilandia sabía todo mundo en Colombia, empezando por el Gobierno. Se trataba de un gigantesco complejo para la producción de cocaína instalado en medio de las selvas de Meta y Caquetá, con 20 laboratorios y 10 pistas de aterrizaje. Tranquilandia era la expresión escandalosa de la nefasta mutación que el negocio de la cocaína había tenido en Colombia durante los años de indiferencia tolerante con la que sucesivos gobiernos, y la sociedad colombiana toda, lo habían tratado; antes de que, el desafío que representó el asesinato de Rodrigo Lara, forzara, a Belisario Betancur, a afrontar la guerra que los narcotraficantes le habían declarado a su gobierno y la sociedad entera.

En sus inicios, las etapas del proceso de producción y comercialización de la cocaína estaban localizadas en varios países. En Bolivia y Perú estaban los cultivos de la coca, que abastecían el consumo tradicional de los indígenas y la creciente demanda de los productores de cocaína. La llamada pasta base, que no es más que un amasijo de hojas de coca prensadas para facilitar su transporte, también se producía en esos países, donde la compraban los narcotraficantes colombianos para transformarla en la cocaína que exportaban a Estados Unidos, para ser vendida al consumidor final.

De manera imperceptible en un principio, después de forma abierta y descarada, el cultivo de la coca se fue trasladando hacia Colombia. Los narcotraficantes colombianos integraron todas las etapas de la actividad, desde el cultivo de la coca hasta la comercialización minorista de la cocaína, producida en los laboratorios de Tranquilandia, en las calles de algunas ciudades de Estados Unidos. Esto se produjo a lo largo de varios años, mientras la sociedad colombiana miraba para otra parte y sucesivos gobiernos trataban de lidiar con la guerrilla, alternando infructuosos “procesos de paz” con ofensivas militares erráticas y deficientemente preparadas.

El País no se había dado cuenta de que con el desarrollo de los cultivos de coca y la instalación de laboratorios en los territorios selváticos donde operaban las guerrillas, se había sellado una alianza de intereses entre los narcotraficantes y las Farc, que permitiría el fortalecimiento económico y militar de ésta y su posterior transformación en la principal organización de narcotraficantes de Colombia. Entre tanto, sucesivos gobiernos creaban, una tras otra, comisiones de paz para buscar la terminación del “conflicto armado”.

Personajes como el expresidente Lleras Restrepo, que presidió la primera creada bajo el gobierno de Turbay Ayala, el entrañable intelectual Otto Morales Benites, el empresario John Agudelo Ríos, el obispo Mario Rebollo, la colaboradora de todos los gobiernos, Nohemí Sanín, y muchos otros más, fueron reyes de burlas en esas “comisiones de paz”, con las que las Farc “dialogaban”, mientras se fortalecían económica y militarmente, preparándose para enfrentar la próxima ofensiva del gobierno, que inevitablemente seguía al fracaso del diálogo como consecuencia de las descaradas exigencias de la organización guerrillera.

Las negociaciones bajo el gobierno de Belisario Betancur, culminaron en el llamado Acuerdo de La Uribe, que dio lugar a la creación de un partido llamado Unión Patriótica, integrado por combatientes de la Farc. El absurdo de ese acuerdo era evidente: las Farc entraban a la política electoral sin abandonar las armas, logrando así el objetivo de combinar todas las formas de lucha para alcanzar el poder. Hoy, como consecuencia de los acuerdos de La Habana, el País enfrenta una situación semejante, aunque mucho más grave.

A causa de su pusilanimidad y su deseo de complacer a todo el mundo, el gobierno de Belisario Betancur dejó el País en una situación calamitosa: una economía debilitada, la guerrilla de las Farc fortalecida y unos carteles de narcotraficantes con ingentes recursos económicos y militares que les permitieron lanzar el más despiadado ataque contra la sociedad colombiana durante el gobierno de Virgilio Barco Vargas.

Los acontecimientos que se presentaron en los años del gobierno de Barco son de los más dolorosos en la historia del País. “Es difícil encontrar – escribió el historiador británico Malcom Deas – en la historia reciente de Occidente un Estado democrático confrontado con amenazas tan graves como fue el caso de Colombia a mediados de los años ochenta”. Una enumeración no exhaustiva de algunos sucesos basta ilustrar la magnitud del desafío que enfrentó.

Un mes antes de la posesión de Barco, en julio de 1986, es asesinado Hernando Baquero Borda, juez de la Corte Suprema. En diciembre es acribillado Don Guillermo Cano, director de El Espectador. Después vendrían los secuestros de Andrés Pastrana, Álvaro Gómez y Francisco Santos y los asesinatos de los candidatos presidenciales Jaime Pardo, en octubre de 1987, Luis Carlos Galán, en agosto de 1989, Bernardo Jaramillo, en marzo de 1990, y Carlos Pizarro, en abril de 1990.  Cayeron también asesinados el procurador Carlos Mauro Hoyos, en enero de 1988; el gobernador de Antioquia, Antonio Roldan, en julio de 1989, y el coronel Franklin Quintero, el 18 de agosto de 1989, el mismo día que Luis Carlos Galán. Y el colmo de los ultrajes a la sociedad: la bomba al Espectador, en septiembre de 1989, y, en noviembre de ese mismo año, las bombas al edificio del DAS y al vuelo 203 de Avianca, y la operación pistola contra la policía de Medellín, desatada por Pablo Escobar, que dejó más de 200 agentes muertos.

IV

Los primeros grupos paramilitares aparecieron en Colombia bajo los gobiernos de Belisario Betancur y de Virgilio Barco. En su condición de Ministro de Gobierno, Cesar Gaviria denunció en el Senado, en 1986, la existencia de 140 grupos paramilitares formados bajo el amparo de una legislación de 1968 que permitía la creación de grupos civiles de autodefensa. El gobierno los declaró ilegales, derogó la legislación que los amparaba, tipificó el delito de paramilitarismo y creó una fuerza especial para combatirlos.  A los jóvenes se les ha hecho creer que Álvaro Uribe fue el creador del paramilitarismo. Los hechos históricos desmienten ese mito difundido por la izquierda.

También es falso que Uribe, como Gobernador de Antioquia, haya creado las Convivir que a los jóvenes se les ha enseñado a identificar con el paramilitarismo. Estas organizaciones, cuyo nombre exacto es “Cooperativas de Vigilancia y Seguridad Privada” fueron autorizadas por el gobierno de Samper Pizano mediante el decreto 356 de 1994 o Estatuto de Vigilancia y Seguridad Privada. Previo el cumplimiento de ciertos requisitos, estas cooperativas obtenían licencia de funcionamiento expedida por la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada, entidad del orden nacional, la misma que autoriza y supervisa los cientos de empresas privadas que prestan servicios de vigilancia y seguridad en residencias y oficinas de los centros urbanos.  En síntesis, el gobierno de Samper dio vida legal a las Convivir y una dependencia de orden nacional autorizaba su funcionamiento. En concesión a las Farc, el gobierno de Andrés Pastrana suprimió esas cooperativas. No existían cuando Álvaro Uribe llegó a la presidencia en 2002.

Álvaro Uribe fue Senador de la República entre 1986 y 1994.  Nunca me crucé con él durante esos años, pero estuve al tanto de su actividad como congresista:  cumplido, estudioso y eficiente. Fue autor y ponente de numerosos proyectos de ley, entre ellos la llamada Ley de Metros, durante cuyo trámite mi esposa Gloria Cecilia, que era Directora Financiera del Metro, trabajó intensamente con él.

El hecho de asumir la ponencia de dicho proyecto, es prueba de la dimensión de estadista de Uribe. Era una ley absolutamente necesaria para garantizar la viabilidad financiera del Metro, pero era totalmente impopular porque le imponía a la ciudad de Medellín y al departamento de Antioquia obligaciones fiscales con la Nación para que esta pudiera otorgar su garantía al financiamiento externo de la obra. En su momento, la opinión pública de Antioquia, azuzada por los politicastros de siempre, rechazaba esa ley pretendiendo que el esfuerzo fiscal recayera totalmente sobre la Nación.

Álvaro Uribe asumió el costo político que implicaba sacar esa ley que ha sido de gran importancia para el País, pues definió el esquema de financiación de todos los sistemas de transporte masivo que posteriormente se construyeron en varias ciudades, justamente en los gobiernos de Uribe. La financiación del metro de Bogotá ha sido posible gracias al esquema de la que a mí me gusta llamar la Ley Tamayo-Uribe. Mi esposa consagró a ese proyecto muchos días de trabajo y puede dar testimonio del empeño y la tenacidad del senador Uribe para sacarlo adelante en el Congreso.

El gobierno de Cesar Gaviria impulsó grandes reformas que cambiaron para bien el rumbo de la economía. Conocedores los ministros de Gaviria de la inteligencia, capacidad de trabajo y habilidad política de Uribe, lo buscaron para que fuera ponente de los proyectos de ley de dos de sus más importantes reformas: la laboral, ley 50 de 1990, y la seguridad social, ley 100 de 1993. El arquitecto de esta última fue el economista Juan Luis Londoño de la Cuesta, quien moría en un trágico accidente cuando se desempañaba como ministro en el primer gobierno de Uribe. Con su muerte, Colombia perdió un hombre bueno que con su inteligencia, su entusiasmo, su alegría desbordante estaría hoy contribuyendo al progreso del País. Me siento honrado de haber sido su amigo.

La ley 50 no es mala por lo que dice sino por lo que le faltó decir. Entonces, aún ahora, la legislación laboral estaba diseñada para proteger a quienes tienen empleo a expensas de los que carecen de él o subsisten en la mal llamada informalidad. Esa legislación es defendida por la izquierda, enemiga de todas las libertades, entre ellas la libertad de contratar entre empleadores y empleados. Aún con sus limitaciones, los cambios introducidos por la ley 50 favorecieron el empleo y la inversión.

La ley 100 puso término a un sistema de seguridad ineficiente – el del Instituto de Seguros Sociales – controlado por la corrupción política y los sindicatos del sector salud; creando un sistema de salud que cubre a toda la población y un sistema pensional que ha estimulado el ahorro y permitido notables avances en la cobertura. Hoy, la familia colombiana típica solo destina el 1,2% de su propio ingreso al gasto en salud: ese es el peso que tienen dicho gasto en la canasta familiar con la que se calculan las variaciones del Índice de Precios al Consumidor. Es bueno decirlo también aquí, que, en esa canasta, el gasto en educación solo representa el 4,2%. Esas dos cifras muestran por sí solas los notables avances del País en la financiación del acceso a la salud y la educación de toda la población, que la izquierda totalitaria se empeña en desconocer y la derecha democrática no ha sabido defender.

Igualmente, a pesar de sus deficiencias, el sistema pensional permite que millones de personas reciban hoy puntualmente su jubilación y que los cotizantes tengan la certeza de recibirla en su momento, porque sus ahorros están bien administrados por las AFP y están respaldados por una economía que, en medio de las dificultades coyunturales, ha crecido satisfactoriamente en el largo plazo. Esto es importante entenderlo: sin crecimiento económico no hay empleo ni bienestar y tampoco pensiones para nadie.

Quizás no sobre recordar que Uribe también fue ponente de la ley 7 de 1992, que impidió que los cabecillas del M-19 fueran llevados a juicio y, eventualmente, condenados por los delitos de lesa humanidad cometidos durante la toma del Palacio de Justicia en noviembre de 1985. Esa ley, de dos artículos, estableció que, los guerrilleros beneficiados con indultos y amnistías, fueran cobijados por el principio de favorabilidad y el beneficio de la cosa juzgada. Eso explica que varios de los dirigentes del M-19 se hayan convertido en partidarios de Uribe y militen en el Centro Democrático. Otros, como Antonio Navarro y Gustavo Petro se convertirían en sus implacables enemigos. La gratitud no es una virtud que adorne a todo mundo.

Tampoco fue muy agradecido el abogado Carlos Gaviria Diaz, cuya elección a la Corte Constitucional fue impulsada decididamente en el Senado por Uribe. Como Gobernador de Antioquia, Uribe le otorgó a Gaviria la máxima distinción del Departamento, el Escudo de Antioquia en Categoría Oro. Es sorprendente que Gaviria no hubiese rechazado la distinción por provenir de un gobernador que por su férrea política de seguridad ya era acusado de paramilitarismo por sus enemigos. Sin Uribe, que con sus acciones elevó su prestigio, Gaviria no habría dejado de ser el oscuro profesor de Introducción al Derecho que había sido toda su vida. Los maltratos que recibió Uribe del antiguo profesor no se compadecen con la admiración y cariño que siempre le tributó el más prominente de sus alumnos.

V

El apoyo de Uribe al gobierno de Cesar Gaviria muestra una importante evolución en su pensamiento político y económico, apartándose de la visión intervencionista del liberalismo de sus años de juventud – la de López Pumarejo y Lleras Restrepo, principalmente – y orientándose a una mejor apreciación del papel del mercado y de la importancia de la función empresarial.

Gaviria, que había sido Ministro de Hacienda de Barco, continúo con el proceso de desmonte del férreo intervencionismo económico cepalino iniciado por su antecesor. Bajo su gobierno se redujo el nivel y la dispersión del arancel proteccionista, se liberalizó el sistema financiero, permitiendo la llegada de la banca extranjera, se abrió el sector de los servicios públicos a la inversión privada y se hicieron las ya mencionadas reformas a la seguridad social y al régimen laboral de las que fue ponente el senador Uribe.

Estas importantes reformas, que la izquierda moteja de “neoliberales”, delinearon en gran medida la orientación de la economía hasta la actualidad. La increíble ampliación de la oferta de bienes de consumo importados al alcance de la mayoría de la población, el acceso también de esa mayoría al sistema financiero, el aumento en la cobertura y calidad de los servicios públicos domiciliarios, la ampliación de la cobertura de la seguridad social en salud, de un sistema que superó exitosamente la dura prueba de la pandemia del Covid-19, y el crecimiento indiscutible de la clase media y la drástica reducción de la pobreza,  son logros del País que en muy buena medida son consecuencia de los cambios legales de mediados de los noventa, la mayoría de los cuales están vigentes en la actualidad en sus aspectos fundamentales. No hay mejor prueba de la bondad de una ley que su persistencia en el tiempo.

Esos logros, que la izquierda quiere echar atrás implantando un intervencionismo hirsuto, hay que defenderlos manteniendo y profundizando las reformas hacia una economía cada vez más orientada por las decisiones libres de las familias y las empresas, es decir, por el mercado.

VI

El de Gaviria fue un buen gobierno, aunque cometió el grave pecado de dejar el manejo de la relación con la Constituyente a un personaje tan inepto y pusilánime como Humberto de la Calle, que le hizo al M-19 todas las concesiones posibles, como después lo haría con las Farc en La Habana. ¡Qué daño la he hecho al País este señor de la Calle!

Hay que detenerse a decir algunas palabras sobre la Constituyente y la Constitución de 1991.

Desde el gobierno de López Michelsen se venía hablando de una constituyente. López quiso convocar lo que llamó una “mini-constituyente” para reformar la justicia – ¡desde entonces! – pero fracasó en su intento. En general se aceptaba que un eventual acuerdo de paz con las guerrillas debía conducir a una reforma constitucional más o menos amplia del régimen político y el sistema electoral.

El gobierno de Barco adelantó un exitoso proceso de paz con el M-19 que concluyó con la desmovilización de ese grupo en marzo de 1988. Fiel a la promesa consignada en el acuerdo de realizar una reforma política, el Gobierno presentó al Congreso un proyecto de reforma constitucional. El trámite del proyecto fue interferido por los narcotraficantes quienes lograron que sus amigos en el Congreso incorporan un artículo que prohibía la extradición. Esto era algo que Barco, quien se había enfrentado a los narcos y extraditado a varios de ellos, no podía aceptar y el gobierno retiró el proyecto.

La convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyentes es uno de los hechos más sorprendentes de nuestra historia política. Barco pretendía que la reforma constitucional que saliera del Congreso en 1989 fuera ratificada mediante el “Referendo por la paz y la democracia”, que debía realizarse el 21 de enero de 1990. Con el retiro del proyecto, esto se vió frustrado. Un grupo de estudiantes universitarios impulsó una propuesta para que en las elecciones de marzo de ese año se incluyera una papeleta adicional a las seis que estaban previstas, mediante el cual el constituyente primario aprobaba la convocatoria a una asamblea constitucional.

En dichas elecciones se depositaron menos de un millón de votos en un formato no oficializado por la organización electoral. El Presidente Barco, haciendo uso de las facultades del estado de sitio, expidió el decreto 927 del 3 de mayo ordenando a la organización electoral la contabilización de los votos que se emitieran para convocar una asamblea constituyente en las elecciones presidenciales del 27 de mayo. Más de cinco millones de colombianos votaron favorablemente. Las votaciones para elegir los constituyentes se realizaron el 9 de diciembre ese mismo año. Así pues, la convocatoria de la constituyente del 91 se decidió por una segunda papeleta en las elecciones presidenciales, no por la séptima en las de cuerpos colegiados.

La constituyente se instaló el 5 de febrero de 1991 y concluyó sus labores con la expedición de la nueva constitución el 4 de julio. No es del caso hablar aquí de forma exhaustiva del contenido de esa constitución cuya gran extensión – 380 artículos permanentes y 60 transitorios – refleja el esfuerzo de los 70 constituyentes por incluir en ella las visiones de todas las fuerzas políticas participantes. Ese esfuerzo de inclusión al parecer no ha terminado pues la constitución del 91 ha sido objeto de más de 45 reformas. Todo un récord mundial.

En una constitución tan extensa todo mundo encuentra algo que le guste. Mis preferencias van por los capítulos V y VI del Título XII sobre el régimen económico y de hacienda pública, que tratan, respectivamente, del régimen de servicios públicos y de la autonomía del Banco de la República. Me gusta mucho también la reforma, consagrada mediante al acto legislativo 03 de 2011, que introdujo en la Constitución los conceptos de sostenibilidad fiscal e incidente de impacto fiscal, cuyo desarrollo legal es la llamada regla fiscal que impone límites al déficit y al endeudamiento en que puede incurrir la Nación.  La autonomía del banco central nos pone un poco al abrigo de la financiación inflacionaria del gasto público; mientras que el concepto de sostenibilidad fiscal, aunque precario, puede ayudar a evitar el desmadre gasto público, peligro siempre latente con una constitución plagada de derechos que todos quieren reclamar y con unos jueces convertidos en ordenadores de gasto, especialmente en el caso del sistema de salud.

Lo que más me desagrada es el régimen electoral que ha dado lugar a la atomización de las fuerzas políticas y al surgimiento del caudillismo que hoy caracteriza la política colombiana. Llegamos a tener 60 partidos y movimientos con personaría jurídica, 20 de ellos con representación en el Congreso. El acto legislativo 1 de 2003 cambió un poco la situación, pero aún tenemos un multipartidismo que es excesivo porque impide la conformación de mayorías coherentes en el Congreso y da lugar a una política de pequeños intereses basada en la repartición de cargos y partidas presupuestales. Adicionalmente, y esto es quizás lo más grave, el multipartidismo excesivo priva al elector de opciones políticas claras y lo sume en una confusión mental propicia a las fuerzas de la izquierda totalitaria, que tiene una inmensa capacidad para presentarse con los más diversos ropajes tras los que se oculta un mismo objetivo: acabar con las libertades y la economía de mercado.

VII

A Cesar Gaviria lo sucedió Ernesto Samper Pizano, cuyo gobierno fue un verdadero desastre. Instalado en el poder por obra y gracias del Cartel de Cali, se pasó aferrado a él, usando el presupuesto de la Nación para comprar su absolución en el Congreso.

La financiación de la campaña de Samper por el narcotráfico es un hecho probado. El tesorero, Santiago Medina, lo reconoció en el libro que publicó sobre el asunto. El jefe de la campaña y posteriormente ministro de gobierno, Fernando Botero Zea, lo hizo también, en vivo y en directo, ante las cámaras de televisión. También lo reconoció el propio Samper quien gracias a la repartición de generosas dádivas presupuestales consiguió que la Cámara de Representantes lo absolviera, aceptando su mentira de que todo había ocurrido a sus espaldas. Esto dio lugar al famoso proceso 8.000 en el que resultaron condenados decenas de congresistas.

Aunque, gracias a sus enormes influencias, Samper y su ministro de gobierno Horacio Serpa, lograron impedir el avance en la Fiscalía de la investigación sobre el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado – el caso ha pasado por 27 fiscales – la evidencia acumulada muestra a las claras que esos personajes fueron determinantes de ese asesinato. Con el claro propósito de exculpar a quien hoy es su aliado, las Farc salieron a atribuirse el magnicidio de Gómez Hurtado. No menos de 15 personas relacionadas con el proceso 8.000 han sido asesinadas.

Además de corrupto y criminal, el gobierno de Samper debilitó a las fuerzas armadas y obstaculizó su accionar en contra de las Farc, las cuales, en el curso de su mandato se fortalecieron y avanzaron de la guerra de guerrillas a la guerra de posiciones, lanzando ataques contra puestos militares, como la base de Las Delicias, el 30 de agosto de 1996, y la de Patascoy, el 21 de diciembre de 1997. En esos asaltos, las Farc asesinaron decenas de soldados y secuestraron muchos más que permanecieron en infame cautiverio durante varios años.

Andrés Pastrana, que inició su gobierno el 7 de agosto de 1998, recibió de Samper Pizano la peor herencia imaginable. La tasa de desempleo, que al final del último año de Gaviria estaba en 7,9%, Samper logró duplicarla llevándola al 15,6%, al final de su mandato. La inversión venía en caída libre casi desde el inicio de su gobierno, el déficit público se acrecentó, a pesar de que en ese gobierno se vendieron importantes activos del sector eléctrico – Chivor, Betania, etc. – cuyo producto se dedicó a financiar el gasto público corriente, entonces disparado para pagar – con puestos, contratos y puros sobornos – la absolución en el Congreso. No hay nada más nefasto para las finanzas públicas que vender activos para pagar burocracia o, peor aún, sobornos.

Gráfica 4

El fortalecimiento de las Farc era tan grande que, el 1 de noviembre de 1998, con una fuerza de 1500 hombres, se tomaron a Mitú, capital de Vaupés. Nunca, en toda su historia criminal, las Farc se habían atrevido a lanzar ataque contra una capital de departamento. Tras doce horas de combate, en el que se dispararon 144.000 balas de fusil, las Farc coparon el comando de policía, donde 90 hombres, al mando del Coronel Luis Mendieta resistieron heroicamente hasta agotar su munición. Al cabo de 72 horas las Fuerzas Armadas recuperaron la capital, frustrando el propósito de las Farc de establecer un gobierno paralelo, así fuera por unos cuantos días. Tres semanas después de la toma, el gobierno de Pastrana Arango decretó la llamada zona de distención de San Vicente del Caguán, dando inicio al aparatoso proceso de paz que agobió al País durante más de tres años.

Resulta increíble que Pastrana haya iniciado un proceso de paz en medio de una situación tan desventajosa para las fuerzas militares y el País entero, lo que le obligó a un despeje militar de 42.000 kilómetros cuadrados, dejando a merced de las Farc más de 100.000 ciudadanos. Esa extensión es 8 veces el área sumada de los departamentos más pequeños del País, Atlántico y Quindío, el doble de La Guajira, el 66% de Antioquia o, si se quiere, igual a Suiza. Pero al parecer el País estaba ansioso de que se emprendieran esas negociaciones cuyo resultado fracasado se podía anticipar desde el principio dada las precarias condiciones de partida y el propósito de las Farc, como lo había hecho en el pasado, de utilizarlas para fortalecerse aún más y seguir en su objetivo de la toma armada del poder para implantar su dictadura marxista-leninista.

Uribe fue uno de los pocos políticos, tal vez el único, que entendió y entiende con toda claridad lo que está en juego con las Farc. El 24 de noviembre de 2000, en un evento gremial en Cartagena, con su habitual franqueza y lucidez, expresó lo siguiente:

“Queridos amigos, el proceso con las Farc es muy diferente al del M-19, al del EPL. En estas agrupaciones había un concepto político de nacionalismo, de reivindicación. Una demanda de espacio político, de tolerancia. El pleito con las Farc no es un viejo pleito por cerdos y por bovinos, es un pleito marxista. Es un pleito sobre modelo de propiedad, sobre régimen de libertades. En 1963, esa guerrilla abrazó el marxismo-leninismo como su modelo de Estado y su modo económico de propiedad. Se ha bandolerizado mucho, pero mantiene ese fundamentalismo en buena parte de su cúpula dirigente. Es una guerrilla marxista-leninista en su orientación ideológica fundamentalista, criminal y su gran diferencia con otras guerrillas latinoamericanas es que es una guerrilla rica. Qué bueno la tuvieran los psicólogos del derecho penal y le hicieran un examen a esa confluencia de agravantes. En las Farc confluye lo que dijera Shakespeare del criminal: Tiene sangre en las manos y necesita más sangre. En las Farc confluye el fundamentalismo de los dogmáticos. En las Farc confluye la prepotencia del enriquecimiento”.

LGVA

Octubre de 2020

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